Dri, Rubén
La utopía de Jesús. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Biblos, 2013. - (Estudios sociales)
E-Book.
ISBN 978-987-691-155-9
1. Teología Social Cristiana.
CDD 261
Diseño de tapa: Horacio Ossani
Coordinación: Mónica Urrestarazu
Primera edición: julio de 1997
© Editorial Biblos, 2000
Pasaje José M. Giuffra 318, C1064AADD Buenos Aires
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Prólogo
No hay, tal vez, un lugar más privilegiado para comprender la utopía, el proyecto y la praxis de Jesús de Nazareth que el continente latinoamericano; y no hay, tal vez, posición social más apropiada que la de los sectores oprimidos e insurreccionados del mismo. Desde América latina, y en especial desde sus sectores insurreccionados, he tratado de reflexionar y exponer en estas páginas el proyecto y la praxis de Jesús de Nazareth.
Dos son las características esenciales que hacen de nuestro continente ese lugar de privilegio: ser una región dominada por el imperialismo y constituir la religión cristiana, a cuya esencia pertenece el continuar y desarrollar el proyecto del Reino, la religión de la mayoría de sus poblaciones oprimidas.
Jesús anuncia la inminente llegada del Reino de Dios, pero no se trata de una invención suya. Conoce raíces históricas remotísimas. Elaborado hacia el 1250 a. de C. en el desierto del Sinaí por el grupo que con Moisés pudo escapar de Egipto, tiene su primera realización alrededor del 1200 en la tierra de Canaán como confederación de tribus que reconoce como único rey a Yavé. Se continúa luego con variadas realizaciones e interpretaciones en la época de la monarquía, el exilio y el posexilio.
El proyecto del Reino de Dios es el de una sociedad antimonárquica, antijerárquica, igualitaria, comunitaria, un proyecto verdaderamente revolucionario. Una sociedad comunista que no debe confundirse con el comunismo primitivo de Marx, por cuanto no se trata de una evolución natural de un determinado grupo, sino de un proyecto expreso contra los Estados monárquicos de los siglos XII-XI a. de C.
Este proyecto conoce dos clases de enemigos, los internos y los externos. Los primeros están formados por grupos que comienzan con un determinado proceso de acumulación y generan desigualdades. Los segundos son los diversos imperios que se suceden en la media luna de tierras fértiles que describe el arco que va desde la mesopotamia al este a Egipto al oeste, pasando por el Asia Menor al norte, teniendo a Palestina como corredor que une el norte del arco con Egipto. Egipcios, asirios, babilonios, persas, helénicos, romanos, se constituirán en otros tantos enemigos del proyecto del Reino de Dios.
Dominación externa de los imperios, por una parte, y dominación interna de las clases sociales, por otra, son circunstancias fundamentales en las cuales Jesús anuncia el Reino de Dios como propuesta, proyecto y utopía liberadores.
Nada más semejante que –pese a las enormes diferencias de tiempo, cultura, formación social– la situación de América latina, sometida al más poderoso y devorador de los imperios que ha conocido la humanidad. El calificativo de monstruo que el Apocalipsis dedica al Imperio Romano, con mucha mayor razón debe aplicarse al imperio estadounidense. El poder de opresión y destrucción de aquél frente al de éste es semejante al poder de destrucción de un garrote comparado con un tanque de guerra.
Punto por punto –salvadas siempre las distancias entre el estadio todavía primitivo en que se desarrolla el proyecto del Reino en la Biblia y el superevolucionado que nos pertenece– la situación que nos describe la Biblia puede aplicarse a América latina. Si allá los patriotas debía huir a los cerros, también ello sucede en nuestro continente. Si allá se padeció el exilio, también se lo padece en nuestros pueblos. En cada uno de nuestros pueblos también están los sacerdotes, los escribas, los fariseos y los herodianos. Por suerte no faltan los bautistas, los zelotes y los discípulos de Jesús. Menester es decir que tampoco faltan los esenios, los qumramitas y los que buscan la salvación en una meditación de tipo sapiencial.
En este continente dominado se produjo, en la década del 60, una vigorosa reacción, una pujante insurrección. Los pueblos del Cono Sur iniciaron una oleada insurreccional, siguiendo una tradición que ya lleva siglos. Una tremenda represión se abatió sobre ellos, después de que sus movimientos insurreccionales fueron derrotados. Encarcelamientos, secuestros, torturas, campos de concentración y exterminio, clandestinidad y exilio fueron las constantes de la represión.
A partir de la década de los 70 se produce una segunda oleada insurreccional, con epicentro en América Central. El triunfo de la revolución sandinista sobre la dictadura de Somoza en Nicaragua pareció alumbrar una nueva era de liberación, mientras se luchaba con aparentes posibilidades de triunfo en Guatemala y El Salvador. La década de los 90 nos encuentra con la derrota de todos estos movimientos y la imposición del plan neoliberal que margina a la mayoría de la población.
Al calor de las luchas de liberación que se inician en la década del 60 fue surgiendo a lo largo y lo ancho del continente una nueva manera de entender el Evangelio. Un nuevo descubrimiento, el hallazgo de ciertas raíces del mensaje evangélico olvidadas, enterradas por siglos de conformismo y convivencia con el opresor vividos en el seno de las Iglesias cristianas.
Éste es el contexto general en el que surge y se desarrolla la reflexión teológica sobre la utopía y el proyecto del Reino que aquí presento. Pero ese contexto lo he vivido a través de un proceso específico, en un momento preciso y en un lugar determinado. Si bien en libros como éste, en el que la reflexión está profunda y vitalmente arraigada a vivencias y compromisos personales, es difícil buscar sus primeras raíces, sin embargo es posible establecer cierto punto de arranque, cierto momento histórico y cierto lugar específico a partir de los cuales se comienzan a asentar sus bases.
El momento histórico específico es la época que transcurre entre 1966 y 1974, y el lugar específico, el Chaco, y en especial, la ciudad de Resistencia y, en particular, el barrio Mariano Moreno. Allí, en contacto con los compañeros que se habían visto obligados a abandonar el campo y levantar sus precarias viviendas en un terreno en litigio –que el Ejército pretendía suyo– se fue profundizando el cambio en mi manera de entender el Evangelio.
Ese cambio ya había comenzado a darse, influido por mi compromiso con los problemas sociales, por mi participación en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, por mis continuos y nunca terminados diálogos con Uberto Cúberli, el sacerdote y amigo entrañable que había de dejar su vida en este intento de hacer realidad el proyecto del Reino de Dios.
1969 es un año capital para el proceso insurreccional. Se producen en ese año un sinnúmero de movilizaciones que comienzan precisamente en Resistencia por el aumento en los precios del bono para el comedor universitario. Se continúa en Corrientes, en Rosario, donde la movilización ya no es sólo estudiantil, pues se suman contingentes obreros para culminar en Córdoba, con el Cordobazo.
Este acontecimiento suscitó un amplio proceso de discusión ideológico-política. Los coordinadores regionales del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo se pronunciaron sobre el acontecimiento, viendo en él un signo de “una sociedad socialista; una sociedad en la que todos los hombres tengan acceso real y efectivo a los bienes materiales y culturales. Una sociedad en la que la explotación del hombre por el hombre constituya uno de los delitos más graves. Una sociedad cuyas estructuras hagan imposible esa explotación”. De esa manera veíamos en la insurrección un momento fundamental para la realización del Reino propuesto por Jesús de Nazareth.
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