Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert Louis Stevenson
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079889821
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pensó.

      En la esquina de Box Court, tres hombres se abalanzaron sobre el príncipe Florizel y lo metieron sin mayores ceremonias en un carruaje, que partió de ahí al galope. Dentro había otro ocupante.

      —¿Perdonará mi celo, su alteza? —preguntó una voz bien conocida.

      El príncipe abrazó al coronel, lleno de alivio.

      —¿Cómo podré agradecérselo? —gritó—. ¿Y cómo se las arregló? —aunque estaba dispuesto a ir al encuentro de la muerte, no cabía en sí de gozo al verse obligado a ceder a una violencia amistosa y volver así a la vida y la esperanza.

      —Puede agradecérmelo con creces —replicó el coronel— al evitar estos peligros en el futuro. Y en cuanto a la segunda pregunta, todo se organizó en forma muy sencilla. Lo arreglé esta misma tarde con un famoso detective. Me prometió guardar el secreto y le pagué por ello. Sus propios criados intervinieron en el asunto. La casa de Box Court es vigilada desde el anochecer, y éste, que es uno de los carruajes de su alteza, lleva casi una hora esperándolo.

      —¿Y qué fue del miserable que debía asesinarme…? —inquirió el príncipe.

      —Ordené que lo maniataran en cuanto salió del club —respondió el coronel—, y ahora espera su sentencia en palacio, donde no tardará en reunirse con sus cómplices.

      —Geraldine —dijo el príncipe—, me ha salvado contra mis órdenes explícitas, e hizo bien. No sólo le debo la vida, sino también una lección, y sería indigno de mi rango si no me mostrara agradecido con mi maestro. Elija usted la manera.

      Se hizo una pausa, durante la cual el carruaje siguió recorriendo las calles a toda velocidad y los dos hombres se sumieron en sus propias reflexiones. El silencio fue roto por el coronel Geraldine.

      —Su alteza —dijo—: ya tiene muchos prisioneros. Hay al menos un criminal entre ellos con quien habría que hacer justicia. Nuestro juramento nos impide recurrir a la policía y, aunque no estuviera de por medio el juramento, la discreción también lo evitaría. ¿Puedo preguntar cuáles son las intenciones de su alteza?

      —Está decidido —respondió Florizel—: el presidente debe caer en duelo. Sólo falta escoger a su adversario.

      —Su alteza me ha permitido escoger mi recompensa —dijo el coronel—. ¿Permitirá que designe a mi propio hermano? Es una misión honorable, y me atrevo a asegurarle que el muchacho sabrá salir airoso de ella.

      —Me pide un favor poco atractivo —repuso el príncipe—, pero no puedo negarle nada.

      El coronel le besó la mano con el mayor afecto, y en ese momento el carruaje pasó por debajo del arco de la entrada de la majestuosa residencia del príncipe.

      Una hora después Florizel, de uniforme y luciendo todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas.

      —Gente malvada e irreflexiva —dijo—, todos los que se han visto empujados a estos excesos por la mala suerte recibirán un empleo remunerado de mis funcionarios. Aquellos que sufren por sentirse culpables necesitarán recurrir a alguien mucho más poderoso y generoso que yo. Todos me inspiran lástima, mucha más de lo que imaginan; mañana me relatarán su historia y, cuanto más sinceros sean, mejor podré poner remedio a su desgracia. En cuanto a usted —añadió, volviéndose hacia el presidente—, si le ofreciera mi ayuda a alguien con sus aptitudes, no haría más que ofenderlo; sin embargo, tengo una propuesta. Éste —dijo, poniendo una mano en el hombro del joven hermano del coronel Geraldine— es uno de mis oficiales que quiere hacer un viaje por Europa, y le pido, como favor personal, que lo acompañe. ¿Sabe manejar bien la pistola? —prosiguió, cambiando de tono—. Porque podría tener que recurrir a ella. Cuando dos hombres viajan juntos, es mejor estar preparado para todo. Permítame añadir que, si por casualidad perdiera al joven Geraldine por el camino, siempre contaré con otro miembro de mi casa dispuesto a acompañarlo; tengo fama de contar con una vista y un brazo muy largos, señor presidente.

      Con tales palabras, pronunciadas en tono muy severo, el príncipe Florizel concluyó su discurso. A la mañana siguiente, atendió a los miembros del club con su munificencia, y el presidente emprendió su viaje bajo la supervisión del señor Geraldine y un par de hábiles lacayos, bien entrenados en la casa del príncipe. No contento con eso, hizo que sus agentes tomaran discretamente posesión de la casa de Box Court, a fin de que las cartas y visitas al Club de los Suicidas o a sus empleados fueran supervisadas por él en persona.

       Aquí —afirma el autor árabe— concluye la “Historia del joven de los pasteles de crema”, que hoy es un acomodado propietario de Wigmore Street, Cavendish Square. Por razones obvias, no daremos el número. Quienes estén interesados en seguir las aventuras del príncipe Florizel y el presidente del Club de los Suicidas, pueden leer la “Historia del médico y el baúl”.

      HISTORIA DEL MÉDICO Y EL BAÚL

      SILAS Q. SCUDDAMORE era un joven estadounidense de temperamento sencillo e inofensivo, lo cual decía mucho a su favor si se considera que era oriundo de Nueva Inglaterra, una región del Nuevo Mundo no del todo famosa por esas cualidades. Pese a ser considerablemente rico, anotaba cada uno de sus gastos en una pequeña agenda y se dedicaba a estudiar los encantos de París desde el séptimo piso de uno de los hoteles del Barrio Latino. Su tacañería tenía mucho de costumbre y su virtud, famosa entre sus socios, se debía sobre todo a su modestia y juventud.

      La habitación contigua a la suya estaba ocupada por una señora de aspecto atractivo y atuendo elegante, a quien, a su llegada, él tomó por una condesa. Con el tiempo se enteró de que era conocida por el nombre de madame Zéphyrine y de que fuera cual fuera, su posición social no era la de alguien con título nobiliario. Madame Zéphyrine, probablemente con la esperanza de seducir al joven estadounidense, trataba siempre de impresionarlo al cruzarse con él en las escaleras mediante una educada inclinación de cabeza, alguna que otra palabra amable y una mirada arrebatadora de sus ojos negros; luego desaparecía entre el frufrú de la seda, al tiempo que exhibía un pie y un tobillo admirables. No obstante, lejos de animar al señor Scuddamore, aquellos avances lo sumían en el abatimiento y la timidez más profundos. Varias veces ella fue a pedirle una lámpara o se disculpó por los supuestos estragos cometidos por su perrito faldero; sin embargo, la boca se le sellaba al joven en presencia de un ser tan superior, olvidaba el francés que sabía y apenas acertaba a mirarla con ojos asustados y balbucir hasta que ella se retiraba. La superficialidad de tales relaciones no era un óbice para que él dejara caer indirectas de carácter un tanto presuntuoso cuando se sentía a salvo, a solas con otros hombres.

      La habitación al otro lado del cuarto donde se alojaba el estadounidense —en aquel hotel había tres por planta— estaba ocupada por un viejo médico inglés de reputación más bien dudosa. El doctor Noel, pues así se llamaba, se había visto obligado a irse de Londres, donde contaba con una nutrida clientela, y se rumoreaba que la culpable de aquel cambio de aires había sido la policía. El caso es que, pese a que en otra época fue un personaje relativamente conocido, ahora llevaba una vida sencilla y solitaria en el Barrio Latino y dedicaba la mayor parte del tiempo al estudio. El señor Scuddamore lo había conocido y, de vez en cuando, ambos cenaban con frugalidad en un restaurante al otro lado de la calle.

      Silas Q. Scuddamore tenía muchos pequeños vicios, no demasiado reprobables, que no se recataba en satisfacer mediante diversos procedimientos más o menos dudosos. La principal de sus debilidades era la curiosidad. Se trataba de un chismoso nato y la vida, sobre todo en aquellas parcelas donde tenía menos experiencia, le interesaba con pasión. Era un preguntón impertinente e incansable, y planteaba sus cuestiones con tanta pertinacia como indiscreción: cuando llevaba una carta al correo, lo habían visto sopesarla en la mano, darle vueltas y vueltas, y estudiar con cuidado la dirección, y cuando descubrió una grieta en el tabique que separaba su habitación de la de madame Zéphyrine, en lugar de taparla, la agrandó y utilizó