Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert Louis Stevenson
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079889821
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      —Sí —dijo el coronel—, ¡como para jamás repetirla! —el príncipe guardó silencio tanto rato que Geraldine se alarmó—. No estará pensando en volver —dijo—. Ya ha sufrido demasiado y asistido a demasiados horrores. El deber de su elevada posición le prohíbe volver a arriesgarse.

      —No le falta razón —replicó el príncipe Florizel—, y no me siento del todo satisfecho con mi decisión. ¡Ah! ¿Qué hay en los zapatos del más grande potentado sino un hombre? Nunca hasta ahora había estado tan consciente de mi debilidad, Geraldine, mas no puedo evitarlo. ¿Acaso debo dejar de interesarme por la suerte del desdichado joven que cenó con nosotros hace sólo unas horas? ¿Debo permitir que el presidente prosiga con su infame negocio sin que nadie se lo impida? ¿Es que emprenderé una aventura tan emocionante sin llevarla hasta el final? No, Geraldine, le pide más al príncipe de lo que puede concederle. Esta noche, una vez más, ocuparemos nuestro lugar a la mesa del Club de los Suicidas.

      El coronel Geraldine se arrodilló.

      —¿Quiere su alteza quitarme la vida? —gritó—. Suya es y puede disponer de ella a su antojo, pero no me pida que le permita correr un riesgo tan terrible.

      —Coronel Geraldine —replicó el príncipe con cierta altivez—, su vida le pertenece a usted. Yo sólo quiero su obediencia, y si me la ofrecerá a regañadientes, prefiero no tenerla. Permítame añadir una cosa más: ya me importunó bastante con este asunto.

      El caballerizo mayor se puso en pie en el acto.

      —¿Me disculpará su alteza si no lo acompaño esta tarde? —preguntó—. No me atrevo, como el hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta haber puesto mis asuntos en orden. Puedo prometerle a su alteza que no encontrará mayor oposición del más devoto y agradecido de sus siervos.

      —Mi querido Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, siempre lamento cuando me obliga a recordarle mi rango. Disponga del día como mejor le parezca, pero preséntese aquí antes de las once con el mismo disfraz.

      Aquella segunda noche el club no estaba tan concurrido, y cuando llegaron Geraldine y el príncipe no habría más de media docena de personas en el salón. Su alteza se llevó aparte al presidente y lo felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus.

      —Me gusta la gente eficiente y usted lo es —dijo—. Y mucho. Su profesión es de naturaleza muy delicada, aunque veo que se las arregla para desempeñarla con éxito y discreción.

      El presidente, al parecer conmovido ante aquellos cumplidos dedicados por alguien del porte y la distinción de su alteza, los aceptó casi con humildad.

      —¡Pobre Malthus! —añadió—. El club no será lo mismo sin él. Casi todos los socios son muchachos, señor, muchachos de espíritu poético que no son compañía para mí. No es que Malthus careciera por completo de sensibilidad poética, aunque era de una índole que yo podía comprender.

      —Entiendo a la perfección que simpatizara con el señor Malthus —respondió el príncipe—. Me pareció un hombre de temperamento muy original.

      El joven de los pasteles de crema se hallaba en la sala, aunque parecía silencioso y deprimido. Sus compañeros de la noche anterior trataron en vano de darle conversación.

      —¡No saben cómo me arrepiento de haberlos traído a este antro infame! —gritó—. Váyanse mientras tengan la conciencia tranquila. ¡Si lo hubieran oído gritar como yo, y el ruido de sus huesos contra la banqueta! ¡Deséenme, si es que sienten compasión por alguien que ha caído tan bajo, que esta noche me toque el as de espadas!

      Conforme pasaba la velada llegaron algunos socios más; sin embargo, no habría más de una docena de miembros cuando ocuparon sus asientos a la mesa. El príncipe volvió a notar cierta satisfacción en sus aprensiones, aunque lo sorprendió notar que Geraldine estaba mucho más tranquilo que la noche anterior.

      “Resulta extraordinario que un testamento sin redactar influya así en el estado de ánimo de un joven”, pensó el príncipe.

      —¡Atención, caballeros! —anunció el presidente y empezó a repartir.

      Tres veces le dio la vuelta a la mesa sin que apareciera ninguna de las cartas fatídicas. Cuando empezó a dar por cuarta vez, la tensión se volvió insoportable. Apenas quedaban cartas para una ronda más. Por el modo de distribuir las cartas utilizado en el club, el príncipe, sentado a la izquierda del que repartía, recibiría la penúltima. Al tercer jugador le tocó un as negro: el as de tréboles; al siguiente, un naipe de diamantes; al siguiente, uno de corazones, y así continuaron, aunque el as de espadas seguía sin aparecer. Por fin, Geraldine, sentado a la izquierda del príncipe, le dio la vuelta a su carta: era un as, aunque el de corazones.

      Cuando el príncipe Florizel vio su destino sobre la mesa, se le detuvo la respiración. Era un hombre valiente, pero la cara se le cubrió de sudor. Tenía justo cincuenta por ciento de probabilidades de que su suerte estuviera echada. Le dio la vuelta al naipe: era el as de espadas. Un ruidoso estruendo invadió su cerebro y la mesa pareció dar vueltas ante sus ojos. Oyó que el jugador a su derecha soltaba una carcajada, que sonó entre alegre y decepcionada; notó que el grupo se dispersaba deprisa, aunque su imaginación se hallaba ocupada con otros pensamientos. Comprendió lo ilógica y criminal que había sido su conducta. Con una salud de hierro, en la flor de la edad, heredero a un trono, se había jugado su futuro y el de un país valiente y leal.

      —¡Dios! —gritó—. ¡Que Dios me perdone!

      Con tales palabras cesó su confusión y volvió a dominarse.

      Reparó con sorpresa en que Geraldine había desaparecido. Nadie quedaba en la habitación, salvo su futuro asesino, que departía con el presidente, y el joven de los pasteles de crema, que se acercó al príncipe y le susurró al oído:

      —Daría un millón, si lo tuviera, por su suerte.

      Cuando el joven se fue, su alteza no pudo sino pensar que él la habría vendido por una suma mucho menos elevada.

      La conversación llegó a su fin. El poseedor del as de tréboles abandonó la sala con una mirada de connivencia y el presidente se acercó al desafortunado príncipe y le ofreció la mano.

      —Me alegra haberlo conocido, señor —dijo—, y haber estado en situación de prestarle este pequeño servicio. Al menos no podrá quejarse por la demora. La segunda noche… ¡menuda suerte!

      El príncipe trató en vano de articular una respuesta; sin embargo, tenía la boca seca y sentía la lengua paralizada.

      —¿Está un poco mareado? —preguntó el presidente, solícito—. Le ocurre a la mayoría. ¿Se le antoja un poco de brandy?

      El príncipe hizo un gesto afirmativo y de inmediato el otro le llenó un vaso de licor.

      —¡Pobre Malthus! —soltó el presidente mientras el príncipe vaciaba la copa—. ¡Se bebió más de medio litro y no pareció servirle de nada!

      —Yo soy mucho más disciplinado —dijo el príncipe, un poco más animado—. Habrá notado que ya vuelvo a ser dueño de mis actos. Así que permita que le pregunte qué debo hacer ahora.

      —Baje usted por la banqueta izquierda del Strand en dirección a la City hasta encontrarse con el caballero que acaba de salir de la sala. Él le dará más instrucciones; tenga la amabilidad de obedecerlo: esta noche la autoridad del club reside en su persona. Y ahora —añadió el presidente—, le deseo un paseo muy agradable.

      Florizel le dio las gracias con un gesto extraño y se despidió. Atravesó el salón, donde la mayoría de los jugadores seguía bebiendo champaña, parte de la cual había pedido y pagado él mismo, y se sorprendió maldiciéndolos de corazón. Se puso el sombrero y el abrigo en la oficina, y escogió su paraguas de entre los que había en el rincón. La familiaridad de aquellos actos y la idea de que era la última vez que los hacía lo hizo soltar una carcajada que sonó de modo desagradable