Había poco decoro entre los miembros del club. Unos se jactaban de los actos vergonzosos cuyas consecuencias los habían obligado a buscar consuelo en la muerte y otros escuchaban sin desaprobarlos. Imperaba un acuerdo tácito contra los juicios morales, y quienes atravesaban las puertas del club gozaban ya en parte de la inmunidad de la tumba. Brindaban por los recuerdos de los demás y por los suicidas famosos del pasado. Comparaban y discutían sus opiniones acerca de la muerte: unos afirmaban que no era más que negrura y cesación, y otros mantenían la esperanza de que esa misma noche subirían a las estrellas y departirían con los muertos.
—¡En memoria eterna del barón Trenck, suicida ejemplar! —gritó uno—. Pasó de una pequeña celda a otra aún más pequeña para asomarse a la libertad.
—Por mi parte —dijo un segundo—, no pido más que una venda en los ojos y algodón en los oídos. Sólo que no existe en este mundo un algodón lo bastante espeso.
Un tercero aspiraba a desvelar los misterios de la vida en un estado futuro, y un cuarto afirmaba que nunca habría ingresado en el club si no lo hubieran hecho creer en el señor Darwin.
—No soporto descender del mono —decía el notable suicida.
En conjunto, al príncipe lo decepcionaron el aspecto y la conversación de los socios.
“No me parece que haya por qué organizar tanto escándalo”, pensó. “Si uno ha decidido matarse, que lo haga, por el amor de Dios, como un caballero. Esta agitación y parloteo se encuentran fuera de lugar.”
Entretanto, el coronel Geraldine era presa de las más negras aprensiones: el club y sus normas seguían siendo un misterio y buscó en la sala a alguien que lo tranquilizara. Mientras lo hacía, su mirada recayó en el paralítico de los lentes de cristales gruesos y, al reparar en que se hallaba en extremo sereno, le pidió al presidente, que no hacía más que entrar y salir del salón con profesional apresuramiento, que le presentara al caballero del diván.
El funcionario le explicó que tales formalidades eran innecesarias en el club; no obstante, le presentó a Hammersmith al señor Malthus. Éste miró al coronel con curiosidad y lo invitó a sentarse en el sillón a su derecha.
—¿Es usted nuevo? —preguntó—. ¿Y busca información? Acudió al hombre indicado. Hace dos años ingresé en este club tan encantador.
El coronel recobró el aliento. Si el señor Malthus frecuentaba el lugar desde hacía dos años, no sería tan peligroso que el príncipe pasara ahí una tarde. Sin embargo, se sorprendió y empezó a sospechar un engaño.
—¿Qué? —gritó—. ¡Dos años! Pensaba que… Ya veo que me gastaron una broma.
—Ni muchísimo menos —replicó el señor Malthus con amabilidad—. Mi caso es muy peculiar. En rigor, no soy un verdadero suicida, sino, por así decirlo, un miembro honorario. A veces me paso dos meses sin visitar el club. Mi enfermedad y la bondad del presidente me han procurado estos pequeños beneficios, por los que pago una cuota por adelantado. Incluso así he tenido mucha suerte.
—Me temo que debo pedirle que sea más explícito —dijo el coronel—. Recuerde que todavía no estoy al corriente de las normas del club.
—Cualquier socio ordinario que viene al encuentro de la muerte como usted —replicó el paralítico— necesita pasarse por aquí cada tarde hasta que la fortuna le resulte favorable. Incluso, si carece de fondos, puede solicitar al presidente comida y alojamiento: bastante pasable, según entiendo, y limpio, aunque, claro, no muy lujoso; eso sería difícil, tomando en cuenta lo exiguo, si se me permite expresarlo así, de la cuota, aparte de que gozar de la compañía del presidente es ya todo un lujo.
—¿Ah, sí? —exclamó Geraldine—. Pues a mí no me impresionó demasiado.
—¡Ah! —dijo el señor Malthus—. Usted no lo ha tratado tanto como yo. ¡Un tipo muy ocurrente! ¡Cuántas historias sabe! ¡Y qué cinismo el suyo! Es admirable lo bien que conoce la vida. Entre nosotros, no me extrañaría que fuera el granuja más corrupto de la cristiandad.
—¿Es también, y lo digo sin ánimo de ofenderlo, socio permanente… como usted? —preguntó el coronel.
—Desde luego que es socio permanente, en un sentido muy distinto al mío —replicó el señor Malthus—. A mí se me ha perdonado graciosamente la vida, aunque tarde o temprano llegará mi hora. En cambio, él nunca juega. Baraja y reparte las cartas en nombre del club y se ocupa de los detalles. Ese hombre, mi querido señor Hammersmith, es el ingenio personificado. Lleva tres años dedicado a su útil y, me parece que puedo añadir, artística ocupación en Londres sin despertar ni la más leve sospecha. Creo que es un hombre inspirado. Sin duda recordará el famoso caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó por accidente en una farmacia. Ésa fue una de sus ocurrencias menos brillantes, y aun así… ¡qué sencilla! ¡Y qué segura!
—Me deja usted de una pieza —respondió el coronel—. ¿Acaso aquel desafortunado caballero fue… —estuvo a punto de decir “una de las víctimas”, pero se corrigió a tiempo y dijo—… uno de los miembros del club? —casi al mismo tiempo, notó que el señor Malthus no hablaba en el tono de quien sostiene un idilio con la muerte y añadió—: Veo que sigo en tinieblas. Habla usted de barajar y repartir: acláreme, por favor, con qué objeto. Y, como no me parece usted muy dispuesto a morir, debo confesarle que no comprendo qué lo trae por aquí.
—Dice usted con razón que sigue en tinieblas —replicó el señor Malthus, más animado—. Verá, amigo mío, este club es un templo de la embriaguez. Si mi debilitada salud soportara mejor la tensión, tenga por seguro que vendría más a menudo. Hace falta un gran sentido del deber, motivado por un largo periodo de mala salud y un régimen cuidadoso, para impedir que me exceda en esto, que podría decirse que es mi última disipación. Créame que he probado todas, señor mío —prosiguió, tomando del brazo a Geraldine—, todas sin excepción, y por mi honor que no he encontrado ninguna cuya importancia no haya sido falsamente sobrevalorada. La gente juega con el amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una pasión muy fuerte. El miedo sí lo es. Y es con el miedo con lo que se debe jugar si se quieren saborear los placeres más intensos de la vida. Envídieme… envídieme usted, señor —añadió con una risita—, ¡pues soy un cobarde!
Geraldine apenas logró contener un gesto de repulsión por aquel deplorable canalla, aunque se esforzó por dominarse y continuó con sus preguntas.
—¿Cómo prolongan la emoción tanto tiempo de manera artificial? —preguntó—. ¿Y qué papel desempeña aquí la incertidumbre?