Entiendo la posmodernidad (nombre con el que, no sin equívocos y controversias, se suele referir al actual periodo histórico) como una época de crisis atravesada principalmente por los desajustes que se dan en la relación entre el ser humano y la naturaleza, un periodo de transición hacia un mundo nuevo del que actualmente solo tenemos indicios dispersos y contradictorios, marcado por los amenazas distópicas que nos llegan de los numerosos y variados pronósticos acerca de los límites planetarios.
Ahora bien, la interpretación y gestión de los problemas, interrogantes y límites que nos plantea este periodo histórico no es pacífica, sino que es el resultado de la interacción conflictiva y dialéctica entre dos fuerzas sociales antagónicas: por un lado, unas fuerzas rupturistas, comúnmente conocidas como nuevas izquierdas o nuevos movimientos sociales, que desde los años sesenta vienen sosteniendo la posibilidad de una transición voluntaria y pacífica hacia un mundo regido por nuevos paradigmas civilizatorios; y, por otro lado, las fuerzas encarnadas por los actores económicos más poderosos, a las que podríamos llamar nuevas derechas (Held, 1991), empeñadas en preservar el modelo civilizatorio articulado en torno al capitalismo, si cabe, en su versión más exacerbada.
Las nuevas izquierdas engloban una serie de movimientos sociales con reivindicaciones dispersas3, a veces incluso contradictorias o, cuanto menos, conflictivas, que vienen sucediéndose a lo largo de las últimas décadas, como parte de un mismo proceso revolucionario, desmarcado del cientifismo y las propuestas monolíticas del pensamiento revolucionario de la vieja izquierda anticapitalista4. En este proceso, los nuevos movimientos sociales interactúan y dialogan entre sí y con el sistema al que se oponen, experimentando altos y bajos, periodos de adaptación al sistema y asimilación por el mismo, intercalados con periodos de erupción y perfeccionamiento que, local y globalmente, eclosionan al ritmo de las crisis cíclicas del capitalismo. Estos momentos de eclosión o incluso de ruptura no son percibidos “como estadios fundacionales absolutos, sino como hitos en una evolución política decantada por la historia” (Jaria i Manzano, 2015b, p. 2)5.
Todos estos movimientos han configurado, como decía, un imaginario emancipatorio diseminado que, cargado con tintas críticas, deconstructivas y creativas, apunta a diferentes aristas del sistema económico y político dominante6, generalmente desde un cuestionamiento profundo de las bases epistemológicas fundamentales de la modernidad, a saber: el antropocentrismo androcéntrico, etnocéntrico y colonial; el conjunto de dualidades que en la modernidad se imponen como estructuras centrales del conocimiento y el pensamiento (sujeto-objeto, hombre-naturaleza, hombre civilizado-hombre salvaje, etc.); la creencia utópica en un mundo ilimitado, absolutamente cognoscible y domesticable a través de la maquinaria tecnocientífica; o los sustancialismos articulados en torno a esa permanente vocación de progreso, que el relato moderno atribuye al ser humano, cual condición inmanente.
En el terreno de la derecha, el actual periodo histórico viene siendo principalmente problematizado desde las dificultades que los límites de la naturaleza y la ortodoxia keynesiana plantean a los procesos de reproducción del capital. Desde este lado, el problema no radica en ese horizonte en el que la sostenibilidad de la vida se ve amenazada, sino en las dificultades que desde hace décadas viene experimentando el sistema capitalista para autorreproducirse (Fernández, 2017). A partir de esa preocupación, desde los años setenta la hegemonía económica keynesiana ha sido remplazada7 por una serie de discursos y propuestas normativas institucionalizadas, a escala nacional e internacional, en búsqueda de modelos productivos más eficientes, una profundización y expansión de la sociedad de consumo a escala global, el aceleramiento de las transacciones económicas y el desarrollo de tecnologías capaces de ampliar permanentemente las fronteras del crecimiento económico.
Dominado en las últimas décadas por los discursos económicos tardocapitalistas, comúnmente conocidos como neoliberales8, el terreno de la derecha está siendo hoy disputado por una nueva fuerza reaccionaria que emerge, sobre todo en las regiones centrales del sistema-mundo, ante las evidentes contradicciones en las que han derivado los consensos neoliberales y su creciente descrédito en las tradicionales sociedades del bienestar (Fernández, 2017). Apelando a los incuestionables impactos sociales que fenómenos como la deslocalización de la producción, la tercerización o la desinversión interna han tenido en la población de los países desarrollados, al tiempo que se hacen eco de las pugnas entre distintos capitales y las dificultades que encuentran algunos de ellos para posicionarse en el mercado global, estas nuevas derechas apuntan principalmente contra la deriva universalista del capitalismo tardío (Fernández, 2017). Defienden, en este sentido, una agenda estatal que renuncie a la retórica económica y política multilateral y centre todos sus esfuerzos en la guerra económica internacional, con el fin de ampliar la porción de tarta de sus nacionales; una agenda en que, en consecuencia, como expresa el propio Gonzalo Fernández,
prime la defensa de los capitales nacionales frente al capital en general; […] que integre en su base política no solo al capital nacional, sino también a parte de la clase trabajadora […]; situando el debate político en una guerra entre pobres, contra lo otro, centrado especialmente en la migración como fenómeno directamente vinculado a la globalización y sus efectos. (2017, p. 22)
El contexto inmediato en el que se escribe este trabajo destaca, por el resurgir de las nuevas izquierdas anticapitalistas, poniendo el foco en el conflicto capital-vida y rescatando una vez más la posibilidad de una transición sosegada hacia una época verdaderamente diferente9, mientras que dos fuerzas se disputan el control del sistema económico dominante con el objetivo de perpetuarlo, con más o menos revisiones: por un lado, las corrientes supuestamente progresistas defensoras del actual capitalismo universalista (tanto en clave keynesiana, como en clave friedmaniana) y, por otro lado, una suerte de nuevas “nuevas derechas” que abogan por una redefinición política del capitalismo poniendo en el centro los intereses del capital y la fuerza de trabajo nacionales (Fernández, 2017).
Posmodernidad como el triunfo de la nueva derecha y las concesiones a la nueva izquierda
Si tasamos el producto social e institucional resultante de la pugna entre las nuevas izquierdas y las nuevas derechas en las últimas décadas, es preciso reconocer que, a pesar de que los años sesenta representaron un punto de inflexión en los valores de la sociedad, las ideas emancipatorias y el ámbito del conocimiento, la posmodernidad se nos manifiesta más como una sobremodernidad –esto es, como un mundo hipermoderno– que como un mundo radicalmente nuevo (Ascher, 2004).
Las derechas tardocapitalistas lograrán a partir de los años setenta expandir un nuevo orden económico orientado en gran medida a sortear las amenazas que los límites planetarios proyectan sobre las posibilidades de autorreproducción del sistema capitalista10.