Liza Forrestal se preparaba minuciosamente para una recia batalla, donde la inteligencia, el inefable arte de la diplomacia, o el prodigioso poder del dinero idolatrado deberían vencer la obstinación de un idiota.
Pese a que jamás subestimara al adversario, invariablemente tildaba de idiota a su contrincante; una psicología peculiar que la hacía sentir segura de sí misma. Los corteses modales, como máscaras que encubrían la perpetua hipocresía, eran imprescindibles en esos niveles rayanos a la estratosfera social, aunque discutiese turbios negocios con un búfalo cafre rabioso. Si no entendían ese refinado lenguaje, otros, infinitamente menos formales y más explícitos, hablarían en su nombre una jerga muy diferente. Un dialecto sin palabras que todo el mundo entendía a la perfección.
Hasta ahora, la commedia de’ll arte no había rendido los frutos buscados. Debería cambiar la estrategia con ese imbécil empedernido.
– ¡Maldito sea! Se dijo al recordarlo.
Un arranque de ira incontrolada puso sus labios lívidos como líneas pintadas sobre traslúcida porcelana china. Siete meses de acaloradas negociaciones entre sus emisarios y la gentuza de “ese” Presidente, ¡y seguían anclados en un mar de recelos!
– ¡Maldito sea!
Repitió apretando su pie contra el lustroso roble del solado, atisbando al infinito; plantada firmemente como una luchadora con los puños cerrados.
Su visión taladraba los Rembrandt, los muros de pedernal y el suntuoso artesonado, hasta alcanzar Andinia.
– ¡Tendré que hacer un trato personal con ese aborrecible antropomorfo!
Entornó los ojos imaginando que el crepúsculo llegaba junto con manantiales de oro negro y un pitecántropo encerrado en una jaula...
Mirando otra vez el cristal, levantó el mentón en un mudo interrogante a su imagen. La plata del espejo devolvió una mirada imperial sin visos de flaqueza. Giró para verse la espalda y modeló con sus manos los cambiantes contornos de su cuerpo. Se acercó a la regia mesa del centro de la sala, también de teca de las Indias Orientales, caminando como una androide, hasta que su mano tocó la bandeja de cristal de Tiffany, espléndidamente acicalada con minúsculas flores naturales en uno de sus extremos, sacando un canapé de foi gras, que mordió sin degustarlo.
Su instinto volaba más allá del presente. Más allá del pasado. Miró con asco los otros canapés de jamón, de cigalas y de caviar Beluga Malossol, y tiró sobre ellos con desprecio los restos del que apenas había probado. Hubiese preferido un blinis ruso con las tortillas de trigo sarraceno, matizado con vodka moscovita… Pero el cocinero ruso pasaba sus vacaciones en las Antillas y solo disponía del “Cordon Bleu” galo, que insistía con sus malditos canapés.
– ¡Cuando aprenderán a cocinar los condenados franceses!
Se dijo contrariada; sin saberse responderse por qué tenía un “Cordon Bleu” en su propia residencia.
Asomó su enhiesto torso por el ventanal del sur, contemplado los garajes. De pie, al lado de sus automóviles, conversaban amigablemente dos avezados chóferes impecablemente uniformados. El uno y el otro detentaban en su hoja de servicio algunas hazañas en las pistas de Le Mans. Divisó sin aliciente, entre una fabulosa colección de prototipos, el fastuoso Rolls Royce dorado que había emigrado desde Londres hacía unos meses, a modo de joya mecánica inconfundible en el mundo, que jamás había utilizado.
– ¡No pienso subirme en ese armatoste!
Exclamó en silencio. Tampoco se explicaba por qué lo había comprado.
Su mirada retornó al espejo y quedó embelesada. Esbelta y bien formada, se deleitaba resaltando sus torneados alabeos con la ajustada chaquetilla y la falda cortada a la perfección por Oscar de la Renta, su modista preferido. Una silueta con pronunciadas curvaturas que recordaban vivamente las divas de los años sesenta, con el aggiornamento más refinado del universo.
Aunque atraía instintivamente las miradas, las cabezas declinaban bruscamente al cruzarse con la suya. Gozaba de ese perverso juego intimidatorio y provocativo. A veces, sobrepasaba los límites a manera de un desafío, con visos de lujuria, pero nunca encontró quien pudiese sostener esa mirada que taladraba el cráneo como un puñal gélido.
Huérfana desde los trece años, fue la única superviviente de un infortunado accidente que la dejó sin familia. Realmente le importó poco. Más bien cercano a nada. Su sensibilidad parecía extirpada de raíz desde que asomó su menuda cabecita del vientre materno.
Terminó su crianza saltando de la vivienda de un pariente a la del otro. Ninguno aguantaba más de un mes el torbellino que creaba a su paso y menos aún, que tomara por asalto el mando del hogar como un lunático sargento de marines.
¡Solamente sabía dar órdenes!
En esta época, ni sus padres la reconocerían. Por momentos, ella misma se desconocía frente al espejo, con la descabellada sensación de haber sido reencarnada en vida con diversos rostros, a manera de mascarillas de órbitas huecas encajadas sobre sus mismos ojos de precioso berilo.
Nadie descifraría su edad. Un ejército de artífices avezados en belleza y los más costosos cosméticos la conservaban con una lozanía que podía medirse en un par de millones de dólares anuales. La Dra. Forrestal era intemporal. Una escultural mujer esculpida milímetro a milímetro, que arañaba escasamente los cuarenta desde hacía décadas.
Las facciones de nacimiento de ningún modo la conformaron, y el dinero le permitió modificarlas a su antojo. Su nariz y otros rasgos inarmónicos del rostro y del cuerpo fueron cincelados sabiamente por médicos escultores, que llevaron en una progresión desapercibida para la avizora y frívola mirada del jet-set, una fisonomía vulgar hasta la excelencia de un rostro semejante al de la célebre Sári Gábor, Miss Hungría en 1936, conocida artísticamente como Zsa Zsa Gabor, en sus momentos descollantes. Pero nadie pudo menguar el rigor de su mirada, ni un fulgor inconfundible que traslucía la voluntad de dominio emanante de las profundidades del alma, abismalmente ávida de riquezas.
Estaba convencida que nació para mandar. Y mandaba. Para triunfar. ¡Y triunfaba siempre! Hasta ahora lo había logrado.
Pero al lidiar con Carlos Altamirano había tropezado con un murallón inexpugnable, gemelo a las escarpas cristalinas del Fitz Roy en los Andes Patagónicos. Requería aplicar sofisticadas técnicas de escalada, más ladinas, para vencer a “ese” condenado Presidente.
Su platinada cabellera con destellos áureos y el sencillo corte carré, sujeto con una diadema atezada tachonada de brillantes, que implantaba flemáticamente en su testa en el clímax de las más acaloradas asambleas, le daba un aire juvenil, compensado por su ancestral manía de lucir trajes de dos piezas, falda y chaquetilla, con una blusa de seda al tono. Una excentricidad que pasó a ser simbólica en el universo de las altas finanzas.
La seda de Liza Forrestal era la envidia de Ives Saint Laurent y sus colegas. Una seda natural, elaborada con las hebras sutiles y lustrosas que formaban los capullos de millares de gusanos de la mejor raza, la “bombyx-mori”, en un criadero exclusivo mantenido a precio de oro en el corazón de Asia. Una seda joyante de suprema calidad, finísima y de máximo brillo. Idolatraba esa seda acariciante y crujiente como si fuese una criatura viva.
Una fibra que empezó a utilizar 2.700 años antes de Cristo el Emperador Si-Hing-Chi, quien encontró la forma de criar los gusanos y desovillar los capullos. Sus enviados seleccionaron la comarca de Chang-Tung, al septentrión del río Amarillo. En aquel territorio,