Jamás lo hubiese permitido.
Embellecía su escote un collar de perlas negras, absolutamente distinguido, confirmando que sus laminillas de aragonita y membranas de conquiolita dieran el oriente perfecto. Remataba con un primoroso broche elíptico, en el cuál, engarzado, irradiaba sus destellos del averno un rubí “cat’s eye”. Las agujas del sedoso rutilo incrustado, por efluvios de luz, halaban un rayo danzante en el alma de la gema. Un cabujón de treinta y cinco carates, rojo puro con una sedosa tonalidad azulada, fortificado de brillantes ambarinos que evocaba el célebre diamante Tiffany encontrado en Kimberley en 1.878.
Las gemas naturales de calidad sublime le fascinaban. Su colección privada era en verdad increíble.
Vestía ese uniforme como un comando de elite escrupuloso y refinado. Invariablemente idéntico. El atavío de lidia que intimidaba a sus amigos y enemigos.
Liza Forestal, líder indiscutida en el mercado supranacional de inversiones multimillonarias, podía a capricho fagocitarse prestigiosas corporaciones si resultaban perjudiciales bacilos en su ejido económico.
Apreciaba a más no poder esta clase de asepsia.
Capítulo 8
New York
Comenzó su meteórica carrera como abogada a los veintidós años, con una veta especial de avidez que recordaba el tesón y el genio bravío del viejo John D. Rockefeller. Se imponía a sí misma ganar todos los litigios sin importarle los medios…
Y los ganaba.
Había escogido concienzudamente sus estudios con un fin perfectamente determinado. La carrera de leyes le generaba un espectro de oportunidades para enriquecerse de manera fulminante infinitamente más amplio que cualquier otra, y planeaba precisamente eso; usar la vaguedad de las leyes para adueñares del mundo. Su auri sacra fame era insaciable.
Un día de tribunales excepcionalmente brillante, con solo veintiséis años de edad, ganó al jurado con la maestría del bisabuelo de Satanás y la mascarilla de una niña desvalida, en una causa perdida a todas luces. Ese gélido día de gloria, engalanado por una copiosa nevada que embellecía el estado de Washington, conoció a quien sería su ilustre y millonario esposo.
El Dr. Karl Walker, solterón empedernido, espigado y enjuto con un notable aire a Abraham Lincoln, de andar majestuoso si no fuese por una leve renquera que, paradójicamente, era su orgullo por ser reminiscencia de su bravura en la guerra, una copiosa cabellera argéntea por poco peinada a capricho del viento, empaquetado en un austero terno tostado de innegable hechura londinense, era una luminaria de las leyes económicas que la triplicaba holgadamente en edad.
Se acercó para elogiarla… y no pudo separarse de ella.
El romance duró menos tiempo que un relámpago.
Y el matrimonio la mitad.
Liza Forrestal descubrió sagazmente el atajo a la cima. El fallecimiento de su flamante esposo durante la luna de miel, dio raudales de habladurías entre los letrados y escozor en los selectos círculos financieros.
Unos la soñaban como idílica vampiresa carnal.
Otros… como siniestra vampiresa cerebral.
Pero nadie dijo nada. Y nadie vio rodar una lágrima por sus mejillas.
Quedó una sospecha latente, indefinible, flotando en el aire como el smog londinense, que podía avenirse con el crimen o con la fúnebre suerte. Era demasiado arriesgado hacer frente a esa rara avis sin pruebas sólidas como el acero. Una parvenu que emanaba un peligro de crótalo diamantino, frenaba la idea en las mentes recelosas antes de pronunciarla con los labios. La legítima y única heredera de una respetable fortuna, con su cara de ángel inocente, encubría un cerebro impredecible y temerario.
La mayoría olvidó el desenlace. Otros, lo evocaban todos los años en los tediosos conciliábulos de negocios, con una copa de coñac tibio en la mano y la voz balbuciente, temiendo que las paredes tuviesen oídos muy finos y esos comadreos fueran más inestimables que los enigmas de la KGB.
Jamás volvió a casarse y, si tuvo algún romance, quedó en el más absoluto secreto. Los hombres que la admiraban como abogada le temían como mujer y, los que la admiraban como mujer, que no eran pocos, le temían como abogada. Ni siquiera los galanes caza fortunas se acercaban.
Años después, todo su personal del Consejo de Administración, con excepción de Marc Geoffrey Wharton, el renombrado Number Two, era exclusivamente femenino y funcionaba a la perfección… pese a que circulaban rumores de ciertas perversiones eróticas en los más altos niveles, aplicando el tan preciado condimento picante en las veladas. Esas bromas eran saboreadas en bisbiseos inaudibles, con sádicos mohines de complicidad que enmascaraban la más sorda envidia a una triunfadora.
Personificaba una misteriosa simbiosis de inteligencia fulgurante con halo deletéreo en un cuerpo de sacerdotisa pagana. La Dra. Liza Forrestal era, a los veintiséis años, la viuda más acaudalada que rondaba por los Tribunales, con la sola compañía de un infinito orgullo, una ambición abisal, su portafolio de cocodrilo negro y su traje sastre. Sola. Infinitamente sola.
Washington empezó a quedarle estrecho para su codicia y un día, a mediados de marzo, decidió cambiar de aires. Dejó los Tribunales y se instaló en un soberbio pent-house del centro neoyorquino. Su primera base de negocios en gran escala.
Las inversiones que realizó durante los diez años subsiguientes en el New York Stock Exchange, la Bolsa de Valores más grande de los Estados Unidos, difícilmente podían mejorarse. Wall Street la idolatraba como el símbolo del éxito americano. Poseía un sexto sentido, más lindante a la intuición femenina que al sesudo análisis financiero, la audacia de un compulsivo jugador de póker y evidentemente, una sólida información confidencial absolutamente fuera de la ley.
Aunque atisbaba con recelo a la dama de los ojos vendados, parecía que a través del estambre le guiñaba un ojo y, mujeres al fin, hizo de la ley y especialmente de sus excepciones, una excelente socia de su Empresa. Siempre a su servicio. Consolidó con ese eficiente cóctel en menos de diez años el basamento de su incalculable riqueza.
Las bribonadas financieras de Liza Forrestal eran tan sutiles y deletéreas que arrasaban conglomerados industriales completos, digeridos metódicamente por un huracán de dinero, lucidez y sang froid. Rozar sus confines de jurisdicción era tan temerario como cruzar frente a un tigre siberiano insaciable arrastrando un trozo de carne sanguinolenta.
El dinero llama al dinero…
Las poderosas voces que salían de las bóvedas bancarias atestadas de fajos precintados, eran percibidas por el aguzado oído de los billetes en todo el mundo. El dinero es por naturaleza muy pusilánime; invariablemente quiere estar junto a sus hermanos. Donde hay poco, se dispersa vertiginosamente buscando la salvaguardia de la aglomeración, como bancos de vacilantes sardinas cercadas por tiburones.
Liza Forrestal brindaba fastuosas fiestas que revivían la belle époque en sus hoteles de súper lujo, fundiendo la creme de la creme con miembros del Corp Diplomatique, descollantes texanos del petróleo, la rama decadente de la aristocracia que se avenía gustosamente a cambiar nobleza por apariencia, los notorios del jet-set internacional y los inéditos multimillonarios que surgían y morían como hongos en la apremiante sociedad de consumo. Muchos de ellos escondían prontuarios enciclopédicos.
De todos sacaba provecho.
Sus empresas maduraron a multinacionales y cotizaban en las Bolsas más importantes del mundo: Londres, Fráncfort, New York, Tokio, Hong Kong... Tuvo la visión de coligar el trabajo con el capital, consolidando en torno de cinco Bancos Supranacionales de temible envergadura, el racimo de Corporaciones difundido por el mundo con el árido membrete de “Grupo Forrestal”.
Deseaba llegar a pugnar de igual a igual con los otros “Grupos”: los Rothschild, los Rockefeller, los Mellon, los Morgan... Tan solo