El hecho de que la pornografía sea una industria de miles de millones de dólares y el motor que puso en marcha internet es una prueba de que la mayor parte de la gente quiere ver imágenes de sexo, lo admita abiertamente o no. Después de la puesta en marcha la liberación sexual femenina en los años sesenta y setenta, las mujeres se volvieron unas contra otras en el debate sobre si una imagen era erótica o pornográfica. Por desgracia, este debate interminable y sin sentido continúa hoy en día.
La primera vez que dibujé sexo fue una experiencia totalmente reveladora para mí. En 1968 tuvo lugar mi primera exposición en solitario sobre arte erótico, titulada The Love Picture Exhibition. La experiencia me hizo darme cuenta de que muchas personas disfrutaban al ver dibujos bellos de parejas teniendo relaciones sexuales y practicando sexo oral. Con mi segunda exposición —de desnudos con masturbación— llegó el caos. La exposición no solo acabó con mi relación con la galería de arte, sino que hizo que me diera cuenta de lo ignorantes que eran los estadounidenses en lo que concierne a la sexualidad humana. Mi dibujo de 1,80 m de una mujer masturbándose con un vibrador junto al clítoris —en erección, además— puede haber sido la primera aparición pública del clítoris en la historia reciente. Estábamos en 1970, el año en el que me convertí en una activista feminista decidida a liberar la masturbación.
En 1971 tuve mi primer encuentro con la censura cuando la revista Evergreen publicó imágenes de mi obra artística erótica. Un fiscal del distrito de Connecticut amenazó con pedir medidas cautelares si la revista no se retiraba de la biblioteca pública local. Mi amigo y antiguo amante Grant Taylor nos llevó en coche a una reunión con el fiscal del distrito. Su principal objeción era mi cuadro de una orgía solo con mujeres. Golpeó la página con el puño mientras escupía la frase: «¡El lesbianismo es un síntoma claro de perversión!».
Al acabar la reunión se me echó encima la prensa. No me recuerdo qué dije, excepto que el sexo estaba bien, que la censura era sucia y que a los niños no les solía molestar mi arte, pero a sus padres a menudo sí. Unas cuantas personas me dieron la enhorabuena por mis palabras y mi arte. Una mujer dijo que consideraba mi obra «asquerosa y pornográfica», pero que tenía todo el derecho a mostrarla. Su comentario fue el que más me afectó. Durante el camino de vuelta a casa, recuerdo haberle preguntado a Grant cómo era posible que alguien considerara asquerosos mis bellos dibujos de desnudos.
—¿Por qué no puede la gente distinguir entre el arte que es erótico y el arte que es pornográfico?
—Betty, es todo arte —me dijo—. La belleza o la pornografía estarán siempre en los ojos del que mira.
Después me advirtió de que era un error intentar definir cualquiera de las dos. Que era una trampa intelectual que llevaba a debates interminables en los que no se llegaría a ningún acuerdo. Tras pensar en ello… ¡supe que tenía razón! Esa noche decidí olvidarme de definir el arte erótico como superior a la imagen pornográfica. En vez de eso, acepté la etiqueta de «pornógrafa». Al instante me sentí entusiasmada con la idea de que podía llegar a ser la primera pornógrafa feminista de los Estados Unidos.
Al día siguiente busqué en mi diccionario y descubrí que la palabra pornografía tiene su origen en el griego πορνογράφος, «porno-grafos»: los escritos de las prostitutas. Si la sociedad tratara el sexo con algo de dignidad o respeto, tanto las personas que crearan pornografía como las que ejercieran la prostitución tendrían un estatus social, que está claro que tuvieron en un momento dado. Las mujeres sexuales de la Antigüedad eran las artistas y escritoras del amor sexual. Puesto que las religiones organizadas han hecho que todas las formas de placer sexual sean malignas, hoy en día no hay un equivalente moderno. Como resultado, el conocimiento de las estimadas cortesanas se ha perdido, enterrado en nuestro subconsciente colectivo, suprimido por las religiones organizadas autoritarias que de forma sistemática han excluido a la mujer.
La idea de reclamar el poder sexual de la mujer al crear pornografía era un concepto embriagador. El feminismo podría restaurar las perspectivas históricas de las sacerdotisas de los antiguos templos egipcios, de las prostitutas sagradas, las amazonas de Lesbos, las cortesanas reales de los palacios sumerios. El amor sexual era probablemente lo que la gente anhelaba, así que me di permiso a mí misma para romper las siguientes mil reglas de intimidación social dirigida a controlar la conducta sexual de la mujer. Hice justo eso y sigo haciéndolo a día de hoy. Para que las mujeres progresemos, tenemos que cuestionar toda autoridad, tener la disposición a desafiar cualquier regla cuyo objetivo sea controlar nuestra conducta sexual, y evitar que las cosas sigan como siempre, ya que eso mantiene el statu quo.
Después de haber disfrutado el breve lapso de tiempo de libertades sexuales en los Estados Unidos que comenzó a finales de los años sesenta, mis gloriosas fiestas de sexo en grupo me permitieron darme cuenta de cuántas mujeres fingían los orgasmos. Así que en 1971 diseñé los Talleres Bodysex para proporcionar formación sobre sexo a las mujeres a través de la práctica de la masturbación. Se creaba autoconciencia sexual en estado puro cuando, sentadas en círculo, cada mujer respondía a mi pregunta: «¿Cuáles son tus sentimientos sobre tu cuerpo y sobre tu orgasmo?». También eliminamos la vergüenza genital mirando nuestras propias vulvas y las de las demás. Para terminar, aprendimos a sacar partido al poder de los vibradores eléctricos con las últimas técnicas de autoestimulación durante nuestros círculos de masturbación solo para mujeres.
Los talleres Bodysex siguieron celebrándose durante los siguientes veinticinco años. Me costaron mucho: ¡acabé sacrificando mis articulaciones de la cadera por la liberación sexual femenina! Estos grupos también me permitieron realizar un trabajo de campo único sobre la masturbación femenina, un tema sobre el que rara vez se hacen estudios científicos, con lo que acabé con un doctorado en sexología.
En 1982, a la edad de cincuenta y tres años, me uní a un grupo de apoyo de mujeres lesbianas y bisexuales que practicaban dominación y sumisión consensuadas. Quizá había evitado esta pequeña subcultura porque sospechaba que había algo poco sano en el hecho de mezclar dolor y placer. En vez de encontrar mujeres enfermas y confusas, descubrí un grupo de feministas que disfrutaban del sexo más políticamente incorrecto que se pueda imaginar. Uno de nuestros primeros grandes errores como feministas fue establecer un sexo políticamente correcto, definido como el ideal de amor entre iguales con ambos miembros de la pareja manteniéndose monógamos.
Para las mujeres heterosexuales, el sexo políticamente correcto había traído la vieja obligación de intentar cambiar a los hombres haciendo que crecieran y sentaran la cabeza. Eso quería decir que los hombres tenían que ser también monógamos, un proyecto que ha fallado durante siglos. La mayoría de los hombres está programada para tener múltiples parejas sexuales, mientras que las mujeres que desean tener hijos necesitan una relación más duradera y segura para poder mantener una familia. Quienes permanecimos en la soltería también queríamos múltiples parejas sexuales. Nuestros esfuerzos para expandir la idea de sexo feminista topaban constantemente con la censura de las feministas tradicionales y de los medios de comunicación.
La noche de mi primera reunión de d/s, entré en el pequeño apartamento en el que se celebraba y, al mirar alrededor, no vi una sola cara familiar entre todas las mujeres presentes, todas más jóvenes que yo. Mi diálogo interno era como un disco rayado: «Probablemente son todas lesbianas separatistas y en cuanto descubran que soy bisexual, no me dejarán unirme al grupo». Me pesaba mucho el resentimiento de todas las veces en las que me habían discriminado en el pasado. Allí sentada, revolcándome en el rechazo que estaba por venir, sentí que me encaprichaba visualmente de todas las mujeres presentes. Qué maravillosa variedad, de stone butch a lipstick lesbian. Al comenzar la reunión, cada mujer se presentó y dijo si era dominante o sumisa, además de algunas palabras sobre cómo le gustaba jugar. Cuanto más se acercaba mi turno, más rápido aleteaban las mariposas de mi estómago. Cuando todos los ojos se posaron en mí, dije a la defensiva:
—¡Soy una lesbiana bisexual a la que le gusta el placer autoinfligido!
Muchas mujeres sonrieron.