El feminismo antiporno ha resurgido con esta «nueva» cultura de la visibilidad, y aunque sigue etiquetando la pornografía con definiciones tendenciosas como «material sexualmente explícito que sexualiza la jerarquía, la cosificación, la sumisión o la violencia»,6 ahora la enmarca en el contexto de una cultura «pornificada» o «sexualizada»: «un momento cultural diferente» en el que «el porno ha invadido la cultura».7 Libros como Pornland (2019) de Gail Dines, Everyday Pornography (2010) de Karen Boyle, y Getting Real (2009) de Melinda Tankard Reist se han centrado en las maneras en que la cultura se está degradando debido a la infiltración de prácticas, estilos y experiencias pornográficas en lo establecido. En este contexto de cambio cultural, también argumentan que hay «una nueva receptividad» a los argumentos antiporno en los que las mujeres afirman que «sienten que han sido muy ingenuas» y que «han sido engañadas por … esos mensajes glamurizantes» o que han tenido «una sensación embrionaria de que algo iba excepcionalmente mal», mientras que los hombres confiesan su «uso compulsivo» del porno y sus efectos tóxicos en sus relaciones y su identidad.8 En este ensayo nos centramos en tres áreas de debate: cómo el resurgimiento del feminismo antiporno y su formulación del «problema» del porno se basa en sus versiones anteriores, pero al mismo tiempo se diferencia de las mismas, y cómo este feminismo antiporno puede verse como característico de los guiones establecidos de pánico sexual y las visiones conservadoras «de sentido común» respecto al sexo; cómo género, cuerpos, y representaciones se muestran en sus argumentos; y cómo el modelo concreto de sexo «saludable» inherente a estos argumentos tiene mucho menos que ver con el género que con una visión del mundo que desconfía mucho de la razón, la cultura, la tecnología y la propia representación.
Pánico sexual
Es sin duda un lugar común el afirmar que las ideas y las campañas tienen su momento, y que, por múltiples razones, un argumento concreto puede encontrar un hogar cómodo en la comunidad investigadora, entre los comentaristas culturales populares y las representaciones en los medios de comunicación. Se hablará de ello en todas partes, se debatirá en congresos, se mencionará en acciones políticas y se utilizará para justificar intervenciones institucionales, políticas o jurídicas. Durante un tiempo, los nombres particulares asociados con la campaña, con esa manera de pensar o enfoque, sonarán tan familiares como las marcas, los famosos o los políticos que nos encontramos todos los días. Ciertamente, en los últimos cinco años hemos visto un torrente de noticias, artículos de opinión, documentos de políticas y llamamientos para que se apruebe más legislación contra la «marea perniciosa» de representaciones sexualmente explícitas en la música, el cine y las nuevas tecnologías de la comunicación, y nombres como Dines o Reist han sido mencionados en debates académicos, populares e institucionales.
Los autores que impulsan esta ola de campañas antipornografía extraen sus argumentos de las feministas antiporno de los setenta y los ochenta, pero lo hacen de maneras interesantes. Por ejemplo, aunque se apoyan en los principios centrales del análisis de Andrea Dworkin de la misoginia y crueldad de los pornógrafos, plantean todo esto como un relato profético, pero que nunca hubiese podido prever el «gigante» de internet.9 Melinda Tankard Reist afirma que «lo que una vez se consideró impensable es ahora lo corriente».10 Tanto Dines como su grupo activista «Stop Porn Culture» se mueven en este futuro-predicho, pero aun así inimaginable, en su reiteración constante de que el porno contemporáneo «no es el Playboy de tu padre».11 La idea que plantean es que los adultos de mediana edad tienen un recuerdo cómodo, teñido de rosa, del alijo de pornografía de su padre que descubrieron durante su adolescencia, y una creencia de que su versión de la liberación sexual ya ha tenido lugar. Dines afirma que somos testigos de «algo nuevo», «un experimento social» que es una llamada de atención: «no sabemos hacia dónde va» y tampoco lo saben los pornógrafos, que «se sorprenden de lo crueles y lo duras para el cuerpo que son (las imágenes que) solicitan los fans».12
Esta compleja narrativa de nostalgia y futurología es un tema central de estos enfoques, en los que la pornografía se percibe como una parte existente del paisaje, pero una que se ha desarrollado al margen del conocimiento de los adultos «corrientes» y que necesita repararse urgentemente. El componente clave del cambio es el acceso generalizado a internet y su capacidad para que los naturalmente curiosos pero inocentes niños se interesen en actos sexuales «atípicos»:
Si tu pareja tiene más de 40 años, su desarrollo sexual se inspiró probablemente en las páginas de ropa interior del catálogo de ropa de Kays. Hace diez años, la mayor parte de los adolescentes habrían visto revistas de porno blando como Playboy. Pero los niños de hoy están a un clic de distancia de un mundo de «scat babes» (mujeres cubiertas de excrementos), «bukake» (mujeres llorando de angustia mientras varios hombres les eyaculan en la cara) y sitios web que ofrecen todo un menú de escenas de violación, desde el incesto a la violación de vírgenes.13
Como indica la cita, el artículo de Aitkenhead comparaba los placeres inocuos que caracterizaban las primeras inquietudes sexuales de la población que hoy pasa de los cuarenta con la experiencia de sus hijos, asaltados por violaciones, intereses sexuales minoritarios y la angustia sexualizada de mujeres forzadas a participar en actos aún más extremos. En su discurso dirigido a una supuesta audiencia de mujeres heterosexuales con pareja, la sexualidad masculina se describe como plena de curiosidad, pero en peligro de ir por el mal camino si se la expone al tipo de imágenes equivocado desde una edad demasiado temprana. Aitkenhead invita a sus lectoras a reflexionar sobre sus propias experiencias vitales con hombres que crecieron con las pintorescas transgresiones del catálogo Kays, y a concebir las torturadas fantasías y costumbres sexuales de las futuras generaciones de hombres que, en su infancia, han sido expuestos a los excesos del bukake. Es este destrozo de lo que había parecido auténtica e inocentemente transgresor en los dorados días de los setenta lo que hace a la pornografía contemporánea tan amenazadora en potencia; hecho empeorado por la excesiva facilidad con la que se obtiene.
Resulta tentador llamar a este momento de preocupación sobre la pornografía un pánico moral; esto es, un episodio espontáneo y esporádico de exceso de preocupación sobre una «característica, episodio, persona o grupo de personas (que) son definidas como una amenaza para los valores e intereses de la sociedad».14 En la versión de Cohen, los medios de comunicación de masas tienen un papel fundamental dando forma y orquestando estos episodios, amplificando los supuestos «peligros» y abogando por una intervención política contra el recién identificado «demonio popular» o «monstruo». En cualquier caso, nosotras sugeriríamos que, al igual que con el «problema» del sida, el protagonismo actual de la sensibilidad antipornografía se entiende mejor como «la más reciente variación en el espectáculo de la acción de retaguardia ideológica defensiva que se ha puesto en marcha en nombre de “la familia”» durante más de un siglo.15
Las voces que se alzan contra la pornografía se sitúan junto a las muchas y variadas preocupaciones sobre la ruptura de la familia, la infidelidad, el incremento de las tasas de transmisión de las ets, el sida, los embarazos de adolescentes, el aborto, el sexo promiscuo, el matrimonio gay y otros miedos generales sobre la homosexualidad. En cuestiones sexuales existe una «narrativa “general” interminable» de ansiedades que influyen en ella y que, a su vez, están influidas por las preocupaciones sobre los contenidos sexualmente explícitos.16 De esta forma, como sugiere Watney, la etiqueta «pánico moral» no es suficiente en este caso, ya que:
Da la impresión de que los pánicos morales aparecen y desaparecen, como si la representación no fuera el emplazamiento de una lucha ideológica permanente sobre el significado de los signos. Un «pánico moral» particular simplemente marca el lugar en el que en ese momento está el frente de dichas luchas. No estamos, de hecho, siendo testigos del desarrollo de «pánicos morales» discontinuos y discretos, sino de la movilidad de la confrontación ideológica