«En Bolsa no se supo nada. Yo lo supe en el Bolsín a las diez—dijo Villalonga—. Fui al Casino a llevar la noticia. Cuando volví al Bolsín, se estaba haciendo el consolidado a 20.
—Lo hemos de ver a 10, señores —dijo el marqués de Casa-Muñoz en tono de Hamlet.
—¡El Banco a 175...! —exclamó D. Baldomero pasándose la mano por la cabeza, y arrojando hacia el suelo una mirada fúnebre.
—Perdone usted, amigo —rectificó Moreno Isla—. Está a 172, y si usted quiere comprarme las mías a 170, ahora mismo las largo. No quiero más papel de la querida patria. Mañana me vuelvo a Londres.
—Sí—dijo Aparisi poniendo semblante profético—; porque la que se va a armar ahora aquí, será de órdago.
—Señores, no seamos impresionables—indicó el marqués de Casa-Muñoz, que gustaba de dominar las situaciones con mirada alta—. Ese buen señor se ha cansado; no era para menos; ha dicho: «ahí queda eso». Yo en su caso habría hecho lo mismo. Tendremos algún trastorno; habrá su poco de República; pero ya saben ustedes que las naciones no mueren...
—El golpe viene de fuera —manifestó Aparisi—. Esto lo veía yo venir. Francia...
—No involucremos las cuestiones, señores —dijo Casa-Muñoz poniendo una cara muy parlamentaria—. Y si he de hablar ingenuamente, diré a ustedes que a mí no me asusta la República, lo que me asusta es el republicanismo.
Miró a todos para ver qué tal había caído esta frase. No podía dudarse de que el murmullo aquel con que fue acogida era laudatorio.
«Señor Marqués —declaró Aparisi picado de rivalidad—, el pueblo español es un pueblo digno... que en los momentos de peligro, sabe ponerse...».
—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?...—saltó el marqués incómodo, anonadando a su contrario con una mirada—. No involucre usted las cuestiones.
Aparisi, propietario y concejal de oficio, era un hombre que se preciaba de poner los puntos sobre las íes; pero con el marqués de Casa-Muñoz no le valía su suficiencia, porque este no toleraba imposiciones y era capaz de poner puntos sobre las haches. Había entre los dos una rivalidad tácita, que se manifestaba en la emulación para lanzar observaciones sintéticas sobre todas las cosas. Una mirada de profunda antipatía era lo único que a veces dejaba entrever el pugilato espiritual de aquellos dos atletas del pensamiento. Villalonga, que era observador muy picaresco, aseguraba haber descubierto entre Aparisi y Casa-Muñoz un antagonismo o competencia en la emisión de palabras escogidas. Se desafiaban a cuál hablaba más por lo fino, y si el marqués daba muchas vueltas al involucrar, al ad hoc, al sui generis y otros términos latinos, en seguida se veía al otro poniendo en prensa el cerebro para obtener frases tan selectas como la concatenación de las ideas. A veces parecía triunfante Aparisi, diciendo que tal o cual cosa era el bello ideal de los pueblos; pero Casa-Muñoz tomaba arranque y diciendo el desiderátum, hacía polvo a su contrario.
Cuenta Villalonga que hace años hablaba Casa-Muñoz disparatadamente, y sostiene y jura haberle oído decir, cuando aún no era marqués, que las puertas estaban herméticamente abiertas; pero esto no ha llegado a comprobarse. Dejando a un lado las bromas, conviene decir que era el marqués persona apreciabilísima, muy corriente, muy afable en su trato, excelente para su familia y amigos. Tenía la misma edad que D. Baldomero; mas no llevaba tan bien los años. Su dentadura era artificial y sus patillas teñidas tenían un viso carminoso, contrastando con la cabeza sin pintar. Aparisi era mucho más joven, hombre que presumía de pie pequeño y de manos bonitas, la cara arrebolada, el bigote castaño cayendo a lo chino, los ojos grandes, y en la cabeza una de esas calvas que son para sus poseedores un diploma de talento. Lo más característico en el concejal perpetuo era la expresión de su rostro, semejante a la de una persona que está oliendo algo muy desagradable, lo que provenía de cierta contracción de los músculos nasales y del labio superior. Por lo demás, buena persona, que no debía nada a nadie. Había tenido almacén de maderas, y se contaba que en cierta época les puso los puntos sobre las íes a los pinares de Balsain. Era hombre sin instrucción, y... lo que pasa... por lo mismo que no la tenía gustaba de aparentarla. Cuenta el tunante de Villalonga que hace años usaba Aparisi el e pur si muove de Galileo; pero el pobrecito no le daba la interpretación verdadera, y creía que aquel célebre dicho significaba por si acaso.
Así, se le oyó decir más de una vez: «Parece que no lloverá; pero sacaré el paraguas e pur si muove».
Jacinta trincó a su marido por el brazo y le llevó un poquito aparte:
«Y qué, nene, ¿hay barricadas?».
—No, hija, no hay nada. Tranquilízate.
—¿No volverás a salir esta noche?... Mira que me asustaré mucho si sales.
—Pues no saldré... ¿Qué... qué buscas?
Jacinta, riendo, deslizaba su mano por el forro de la levita, buscando el bolsillo del pecho.
—¡Ay!, yo iba a ver si te sacaba la cartera sin que me sintieses...
—Vaya con la descuidera... —¡Quia!, si no sé... Esto quien lo hace bien es Guillermina, que le saca a Manolo Moreno las pesetas del bolsillo del chaleco sin que él lo sienta... A ver...
Jacinta, dueña ya de la cartera, la abrió.
—¿Te enfadarías si te quito este billete de veinte duros? ¿Te hace falta?
—No por cierto. Toma lo que quieras.
—Es para Guillermina. Mamá le dio dos, y le falta un pico para poder pagar mañana el trimestre del alquiler del asilo.
Contestole el Delfín apretándole con mucha efusión las dos manos y arrugando el billete que estaba en ellas.
En cuanto Guillermina pescó lo que le faltaba para completar su cantidad, dejó la costura y se puso el manto. Despidiéndose brevemente de las dos señoras, atravesó el salón a prisa.
«¡A esa, a esa! —gritó Moreno—, sin duda se lleva algo. Caballeros, vean ustedes si les falta el reloj. Bárbara, que debajo de la mantilla de la rata eclesiástica veo un bulto... ¿No había aquí candeleros de plata?».
En medio de la jovial algazara que estas bromas producían, salió Guillermina, esparciendo sobre todos una sonrisa inefable que parecía una bendición.
En seguida, cebáronse todos con furia en el tema suculento de la partida del Rey, y cada cual exponía sus opiniones con ínfulas de profecía, como si en su vida hubieran hecho otra cosa que vaticinar acertando. Villalonga estaba ya viendo a D. Carlos entrar en Madrid, y el marqués de Casa-Muñoz hablaba de
las exageraciones liberticidas de la demagogia roja y de la demagogia blanca como si las estuviera mirando pintadas en la pared de enfrente; el ex-subsecretario de Gobernación, Zalamero, leía clarito en el porvenir el nombre del Rey Alfonso, y el concejal decía que el alfonsismo estaba aún en la nebulosa de lo desconocido. El mismo Aparisi y Federico Ruiz profetizaron luego en una sola cuerda... ¡Qué demonio! Ellos no se asustaban de la República. Como si lo vieran... no iba a pasar nada. Es que aquí somos muy impresionables, y por cualquier contratiempo nos parece que se nos cae el Cielo encima. «Yo les aseguro a ustedes —decía Aparisi, puesta la mano sobre el pecho—, que no pasará nada, pero nada. Aquí no se tiene idea de lo que es el pueblo español... Yo respondo de él, me atrevo a responder con la cabeza, vaya...». Moreno no vaticinaba; no hacía más que decir: «Por si vienen mal dadas, me voy mañana para Londres». Aquel ricacho soltero alardeaba de carecer en absoluto del sentimiento de la patria, y estaba tan extranjerizado que nada español le parecía bueno. Los autores dramáticos lo mismo que las comidas, los ferrocarriles lo mismo que las industrias menudas, todo le parecía de una inferioridad lamentable.