«Va a salir la de D. Germán en la capilla de los Dolores... Hoy reciben congrio en la casa de Martínez; me han enseñado los despachos de Laredo... llena eres de gracia; el Señor es contigo... coliflor no hay, porque no han venido los arrieros de Villaviciosa por estar perdidos los caminos... ¡Con estas malditas aguas...!, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...».
Pasaba tiempo a veces sin que ninguno de los dos chistara, ella a un extremo del banco, él a cierta distancia, detrás, ora de rodillas, ora sentados. Estupiñá se aburría algunas veces por más que no lo declarase, y le gustaba que alguna beata rezagada o beato sobón le preguntara por la misa: «¿Se alcanza esta?». Estupiñá respondía que sí o que no de la manera más cortés, añadiendo siempre en el caso negativo algo que consolara al interrogador: «Pero esté usted tranquilo; va a salir en seguida la del padre Quesada, que es una pólvora...». Lo que él quería era ver si saltaba conversación.
Después de un gran rato de silencio, consagrado a las devociones, Barbarita se volvía a él diciéndole con altanería impropia de aquel santo lugar:
«Vaya, que tu amigo el Sordo nos la ha jugado buena».
—¿Por qué, señora?
—Porque te dije que le encargaras medio solomillo, y ¿sabes lo que me mandó?, un pedazo enorme de contrafalda o babilla y un trozo de espaldilla, lleno de piltrafas y tendones... Vaya un modo de portarse con los parroquianos. Nunca más se le compra nada. La culpa la tienes tú... Ahí tienes lo que son tus protegidos...
Dicho esto, Barbarita seguía rezando y Plácido se ponía a echar pestes mentalmente contra el Sordo, un tablajero a quien él... No le protegía; era que le había recomendado. Pero ya se las cantaría él muy claras al tal Sordo. Otras familias a quienes le recomendara, quejáronse de que les había dado tapa del cencerro, es decir, pescuezo, que es la carne peor, en vez de tapa verdadera. En estos tiempos tan desmoralizados no se puede recomendar a nadie. Otras mañanas iba con esta monserga: «¡Cómo está hoy el mercado de caza! ¡Qué perdices, señora! Divinidades, verdaderas divinidades».
—No más perdiz. Hoy hemos de ver si Pantaleón tiene buenos cabritos. También quisiera una buena lengua de vaca, cargada, y ver si hay ternera fina.
—La hay tan fina, señora, que parece talmente merluza.
—Bueno, pues que me manden un buen solomillo y chuletas riñonadas. Ya sabes; no vayas a descolgarte con las agujas cortas del otro día. Conmigo no se juega.
—Descuide usted... ¿Tiene la señora convidados mañana?
—Sí; y de pescados ¿qué hay?
—He apalabrado el salmón por si viene mañana... Lo que tenemos hoy es peste de langosta.
Y concluidas las misas, se iban por la calle Mayor adelante en busca de emociones puras, inocentes, logradas con la oficiosidad amable del uno y el dinero copioso de la otra. No siempre se ocupaban de cosas de comer. Repetidas veces llevó Estupiñá cuentos como este:
«Señora, señora, no deje de ver las cretonas que han recibido los chicos de Sobrino... ¡Qué divinidad!».
Barbarita interrumpía un Padrenuestro para decir, todavía con la expresión de la religiosidad en el rostro: «¿Rameaditas?, sí, y con golpes de oro. Eso es lo que se estila ahora».
Y en el pórtico, donde ya estaba Plácido esperándola, decía: «Vamos a casa de los chicos de Sobrino».
Los cuales enseñaban a Barbarita, a más de las cretonas, unos satenes de algodón floreados que eran la gran novedad del día; y a la viciosa le faltaba tiempo para comprarle un vestido a su nuera, quien solía pasarlo a alguna de sus hermanas.
Otra embajada: «Señora, señora, esta ya no se alcanza; pero pronto va a salir la del sobrino del señor cura, que es otro padre Fuguilla por lo pronto que la despacha. Ya recibió Pla los quesitos aquellos... no recuerdo cómo se llaman».
—Ahora y en la hora de nuestra muerte... sí, ya... ¡Si son como las rosquillas inglesas que me hiciste comprar el otro día y que olían a viejo...! Parecían de la boda de San Isidro.
A pesar de este regaño, al salir iban a casa de Pla con ánimo de no comprar más que dos libras de pasas de Corinto para hacer un pastel inglés, y la señora se iba enredando, enredando, hasta dejarse en la tienda obra de ochocientos o novecientos reales. Mientras Estupiñá admiraba, de mostrador adentro, las grandes novedades de aquel Museo universal de comestibles, dando su opinión pericial sobre todo, probando ya una galleta de almendra y coco, que parecía talmente mazapán de Toledo, ya apreciando por el olor la superioridad del té o de las especias, la dama se tomaba por su cuenta a uno de los dependientes, que era un Samaniego, y... adiós mi dinero. A cada instante decía Barbarita que no más, y tras de la colección de purés para sopas, iban las perlas del Nizán, el gluten de la estrella, las salsas inglesas, el caldo de carne de tortuga de mar, la docena de botellas de Saint-Emilion, que tanto le gustaba a Juanito, el bote de champignons extra, que agradaban a D. Baldomero, la lata de anchoas, las trufas y otras menudencias. Del portamonedas de Barbarita, siempre bien provisto, salía el importe, y como hubiera un pico en la suma, tomábase la libertad de suprimirlo por pronto pago.
—Ea, chicos, que lo mandéis todo al momento a casa—decía con despotismo Estupiñá al despedirse, señalando las compras.
—Vaya, quedaos con Dios—decía doña Barbarita, levantándose de la silla a punto que aparecía el principal por la puerta de la trastienda, y saludaba con mil afectos a su parroquiana, quitándose la gorra de seda.
—Vamos pasando hijo... ¡Ay, que ladronicio el de esta casa!... No vuelvo a entrar más aquí... Abur, abur.
—Hasta mañana, señora. A los pies de usted... Tantas cosas a D. Baldomero... Plácido, Dios le guarde.
—Maestro... que haya salud. Ciertos artículos se compraban siempre al por mayor, y si era posible de primera mano. Barbarita tenía en la médula de los huesos la fibra de comerciante, y se pirraba por sacar el género arreglado. Pero, ¡cuán distantes de la realidad habrían quedado estos intentos sin la ayuda del espejo de los corredores, Estupiñá el Grande! ¡Lo que aquel santo hombre andaba para encontrar huevos frescos en gran cantidad...! Todos los polleros de la Cava le traían en palmitas, y él se daba no poca importancia, diciéndoles: «o tenemos formalidad o no tenemos formalidad. Examinemos el artículo, y después se discutirá... calma, hombre, calma». Y allí era el mirar huevo por huevo al trasluz, el sopesarlos y el hacer mil comentarios sobre su probable antigüedad. Como alguno de aquellos tíos le engañase, ya podía encomendarse a Dios, porque llegaba Estupiñá como una fiera amenazándole con el teniente alcalde, con la inspección municipal y hasta con la horca.
Para el vino, Plácido se entendía con los vinateros de la Cava Baja, que van a hacer sus compras a Arganda, Tarancón o a la Sagra, y se ponía de acuerdo con un medidor para que le tomase una partida de tantos o cuantos cascos, y la remitiese por conducto de un carromatero ya conocido. Ello había de ser género de confianza, talmente moro. El chocolate era una de las cosas en que más actividad y celo desplegaba Plácido, porque en cuanto Barbarita le daba órdenes ya no vivía el hombre. Compraba el cacao superior, el azúcar y la canela en casa de Gallo, y lo llevaba todo a hombros de un mozo, sin perderlo de vista, a la casa del que hacía las tareas. Los de Santa Cruz no transigían con los chocolates industriales, y el que tomaban había de ser hecho a brazo. Mientras el chocolatero trabajaba, Estupiñá se convertía en mosca, quiero decir que estaba todo el día dando vueltas alrededor de la tarea para ver si se hacía a toda conciencia, porque en estas cosas hay que andar con mucho ojo.
Había días de compras