La huelga de UCAPAWA, detonada, al igual que en 1934, por recortes de salario, se diseminó de una manifestación inicial en Madera hacia toda la faja algodonera de San Joaquín. A pesar de la apasionada respuesta de la fuerza de trabajo okie, el sindicato fue incapaz de resistir a Campesinos Asociados y sus métodos de arrestos, desalojos y terrorismo vigilante. El golpe fatal fue asestado en un furioso ataque sobre la manifestación de Madera, a finales de octubre, donde participaron trescientos agricultores armados “con palos, cadenas y piquetas, mientras el sheriff permanecía a su lado”24.
La huelga algodonera de 1939 fue un último intento: UCAPAWA pronto abdicó de la organización en el campo para concentrarse en los obreros procesadores y envasadores protegidos por NLRA, mientras los okies con el tiempo encontraron su camino en trabajos de supervisión o se mudaron a las ciudades para trabajar en las plantas de guerra25. Su lugar fue ocupado desde 1942 en adelante por jornaleros mexicanos cuando el sistema de castas raciales en California fue restaurado bajo el amparo de un tratado internacional para lidiar con la escasez de mano de obra en tiempos de guerra.
El vigilantismo, hecho casi una ciencia por Campesinos Asociados, infligió una histórica derrota no sólo a la super explotada fuerza laboral del campo sino también sobre el proyecto del trabajo progresista y la reforma del Nuevo Acuerdo en California. Un Comité del Senado presidido por Robert LaFollette de Wisconsin, que investigó las relaciones de trabajo en la agricultura de California entre 1939 y 1940, concluyó posteriormente que Campesinos Asociados organizó una conspiración “destinada a prevenir el ejercicio de las libertades civiles de los trabajadores agrícolas mal pagados, ejecutada cruelmente con todas las formas de represión que los antisindicalistas pudieron unir”. Por otro lado, cuando se combinó “el monopolio de los patronos para controlar las relaciones de trabajo” –un eufemismo del monopolio de la violencia– con la completa ausencia de autoridad política y estatus legal de los trabajadores, “el resultado fue el fascismo local”26.
1. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 238.
2. Starr, Endangered Dreams, p. 109.
3. Mike Quinn, The Big Strike (Olema, CA: Olema Publishing Company, 1949), p. 160.
4. Ibíd., p. 161.
5. Los vigilantes urbanos fueron también parte integral de la respuesta violenta contra la lucha de los camioneros en Minneapolis en 1934. Para un recuento magnífico, ver a Charles Rumford Walker, American City: A Rank-and-File History (Nueva York: Farrar & Rinehart, 1937).
6. Quinn, The Big Strike, p. 169.
7. McWilliams, Factories in the Field, p. 228.
8. Ibíd., p. 231.
9. Ibíd., pp. 232-33.
10. David Selvin, Sky Pull of Storm: A Brief History of California Labor (Berkeley: University of California Press, 1966), pp. 62-63.
11. McWilliams, Factories in the Field, p. 234.
12. Ibíd., pp. 240-42 y 249-53.
13. Carey McWilliams, California: the Great Exception (Nueva York: Current Books, Inc., 1949), p. 163.
14. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 133.
15. McWilliams, Factories in the Field, pp. 256-58.
16. Starr, Endangered Dreams, p. 183.
17. Starr, Endangered Dreams, pp. 187-88.
18. Citado en Ibíd.
19. Dorothy Ray (Healy) citado en Susan Ferris and Ricardo Sandoval, The Fight in the Fields: Cesar Chavez and the Parmworkers Movement (San Diego: Harvest/HBJ Books, 1997), p. 3l.
20. McWilliams, Factories in the Field, pp. 259-60.
21. Starr, Endangered Dreams, p. 190.
22. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 111. También ver en Fearis, el capítulo VI (“The Farm Workers and the Government”), un exelente análisis de cómo los trabajadores agrícolas fueron políticamente marginados en la década de 1930.
23. Fearis, “The California Farm Worker”, pp. 271-74.
24. Patrick Mooney y Theo Majka, Farmers’ and Farm Workers’ Movements: Social Protest in American Agriculture (Nueva York: Twayne, 1995), pp. 143-44.
25. Sin embargo, quedaron suficientes okies en los campos de San Joaquín, que fueron protagonistas de la fallida huelga contra DiGiorgio en 1949, comentada en la sección anterior.
26. Citado en Goldstein, Political Repression, pp. 223-24.
Las guerras de los “zoot suit”
¡Atrápenlos! ¡Atrapemos a esos bastardos comedores de chile!
Pandilla inglesa (Santa Mónica, 1943)
Pearl Harbor dio a las fuerzas anti-japonesas de California la licencia para ejecutar la limpieza étnica que había sido su principal objetivo durante más de una generación. Nadie defendió con más fiereza la eliminación de los norteamericanos de origen japonés y de sus padres que el abogado general de California, Earl Warren, un viejo miembro de Hijos Autóctonos del Oeste Dorado y protegido político del jefe “anti-japoneses” V. S. McClatchy. Warren, que definía a los japoneses californianos como una “quinta columna” y un “talón de Aquiles”, convocó a una reunión con funcionarios de la ley del Estado a principios de febrero de 1942, para demandar un reacomodo e internamiento de los japoneses. Cuando se señaló que a esos grupos no se les atribuía ningún caso de traición o sabotaje, Warren respondió que era simplemente una prueba “ominosa” de la negación de los japoneses a denunciar su deslealtad1.
Entretanto, los autoproclamados vigilantes lanzaban piedras contra las ventanas de las tiendas propiedad de los japoneses y atacaban a japoneses norteamericanos adolescentes en las calles, amenazándolos con más violencia en el futuro. La campaña de intimidación fue más seria en las zonas rurales, como se puede apreciar en un memorando enviado a Sacramento en enero de 1942 por el personal de campo del Departamento de Agricultura del Estado: “Ellos (los japoneses norteamericanos) no salen de sus casas en la noche… Las autoridades policiales probablemente no simpatizan con los japoneses y les dan la mínima protección. Las investigaciones sobre asaltos a japoneses han sido muy superficiales y no ha habido enjuiciamientos”2.
En testimonio ante el Congreso, Earl Warren hizo mención a esos asaltos como pretexto para que fueran internados, alertando que el generalizado e incontrolado vigilantismo sería inevitable a menos que el presidente Roosevelt firmara una orden ejecutiva para deportar a los japoneses de la zona costera. El jefe de la policía de California dejó claro que él simpatizaba completamente con los instintos de los vigilantes: “Mi opinión sobre el vigilantismo es que las personas no se involucrarían en este tipo de actividades si su propio gobierno a través de sus agencias prestara más atención a sus importantes problemas”3.
Por supuesto, los norteamericanos alemanes e italianos no fueron internados en la costa oeste, ni se encontró nada inusual en el espectáculo, frecuente en 1943, de prisioneros de guerra italianos y alemanes recogiendo frutas y trabajando en granjas locales. La verdadera amenaza de los japoneses era su éxito económico y su internamiento obligaba a una liquidación por incendio de sus bienes, incluidas granjas situadas en áreas, como el oeste de California, ya marcadas por el desarrollo residencial de posguerra. En nombre del patriotismo, sus enemigos recolectaron los frutos de dos generaciones de trabajadores diligentes. Aunque algunos japoneses volvieron a la agricultura después de la guerra, nunca pudieron rescatar la influyente posición que tuvieron en 1941 en la agricultura de California4.