La gente era mágicamente buena para relacionarse con los demás, como lo era Shelley. O no lo eran. Como Zoe.
Ella no sabía lo que estaba haciendo mal. La gente le decía que fuera más cálida y amistosa, pero ¿qué significaba eso exactamente? Nadie le había dado un manual explicando todas las cosas que se suponía que debía saber. Zoe agarró el volante con más fuerza, tratando de no demostrar lo disgustada que se sentía. Ella no precisaba que Shelley viera esto.
Zoe se dio cuenta de que el problema era ella misma. No tenía dudas sobre eso. No sabía cómo ser de otra manera, y los demás sabían hacerlo, y se avergonzaba de no haber aprendido nunca. De alguna manera, admitir eso sería incluso peor.
El viaje de regreso a casa en avión fue aún más incómodo.
Shelley hojeó casualmente las páginas de una revista femenina que estaba a la venta en el aeropuerto, y solo miró superficialmente cada página antes de continuar con la próxima. Después de terminarla de principio a fin, echó un vistazo a Zoe. Parecía que estaba pensando en iniciar una conversación, pero se arrepintió y abrió la revista de nuevo, dedicándole más tiempo a cada artículo.
Zoe odiaba leer cosas así. Las fotos, las palabras, todo estaba resaltado en las páginas. Todo chocaba, desde los tamaños de letra y las caras, incluso los artículos eran contradictorios. Imágenes que pretendían probar que una celebridad se había hecho cirugía plástica, mostrando sólo la variación normal de los cambios en el rostro con el tiempo y la edad, algo que era fácilmente calculable para cualquiera con un conocimiento básico de la biología humana.
Zoe trató de forzarse en pensar en algo para decirle a su nueva compañera muchas veces. No podía hablar de la revista. ¿Qué más podrían tener en común? Las palabras no venían.
–Resolvimos muy bien nuestro primer caso ―dijo al final, murmurando, casi sin valor para decir ni siquiera eso.
Shelley la miró sorprendida, con los ojos muy abiertos por un momento antes de sonreír y decir: ―Oh, sí. Lo hicimos bien.
–Esperemos que el próximo sea igual de fácil ―dijo Zoe sintiendo que su interior se marchitaba. ¿Por qué era tan mala charlando? Le costaba mucho concentrarse para encontrar qué decir a continuación.
–Tal vez podamos hacerlo incluso más rápido la próxima vez ―sugirió Shelley―. Cuando estemos realmente en sintonía entre nosotras, trabajaremos mucho más rápido.
Zoe lo sintió como un golpe. Podrían haber atrapado al tipo más rápido, haber puesto el helicóptero sobre su ubicación exacta desde el momento en que llegaron, si Zoe hubiera compartido lo que sabía. Si no hubiera sido tan cautelosa en ocultar el motivo por el que lo sabía.
–Tal vez ―dijo, de forma algo evasiva. Le sonrió a Shelley intentando que fuera tranquilizadora, de una agente más experimentada a una novata. Shelley le sonrió también pero con un poco de vacilación, y volvió a leer su revista.
No volvieron a hablar hasta que aterrizaron.
CAPÍTULO DOS
Zoe abrió la puerta de su apartamento con un suspiro de alivio. Este era su refugio, el lugar donde podía relajarse y dejar de intentar ser la persona que todos los demás aceptaban.
Escuchó un suave maullido desde la cocina mientras encendía las luces, y Zoe se dirigió directamente hacia allí después de depositar sus llaves en la mesa lateral.
–Hola, Euler ―dijo, agachándose para acariciar a uno de sus gatos detrás de las orejas―. ¿Dónde está Pitágoras?
Euler, un gato atigrado gris, sólo maulló de nuevo en respuesta, mirando hacia el armario donde Zoe guardaba las bolsas y latas de comida para gatos.
Zoe no necesitaba un traductor para entender eso. Los gatos eran bastante simples. La única interacción que realmente anhelaban era la comida y alguna caricia ocasional.
Tomó una nueva lata del armario y la abrió, metiendo el contenido con una cuchara en un tazón de comida. Su gato birmano, Pitágoras, pronto captó el olor y apareció frente a ella acercándose desde otra parte de su casa.
Zoe los vio comer por un momento, preguntándose si ellos deseaban tener otro humano para cuidarlos. Que ella viviera sola significaba que solamente cuando ella llegaba a casa eran alimentados, sin importar la hora que fuera. Sin duda, apreciarían tener un horario más regular, pero si tenían hambre siempre estaban los ratones del vecindario para cazar. Y ahora que los estaba mirando con detenimiento, se dio cuenta de que Pitágoras había engordado algún kilito últimamente. Podría hacer una dieta.
De todas formas, no era que Zoe estuviera a punto de casarse, ni por los gatos ni por cualquier otra razón. Ella nunca había tenido una relación seria. Por la forma en que la habían criado, casi que se había resignado al hecho de que estaba destinada a morir sola.
Su madre había sido estrictamente religiosa, y eso significaba intolerante. Zoe nunca había podido encontrar en la Biblia un lugar donde dijera que había que comunicarse como todo el mundo y pensar en acertijos lingüísticos en lugar de fórmulas matemáticas, pero su madre lo había leído allí de todos modos. Estaba convencida de que algo estaba mal con su hija, que ella tenía algo pecaminoso.
La mano de Zoe se desvió hasta su clavícula, trazando la línea donde una vez había colgado un crucifijo en una cadena de plata. Durante muchos años de su niñez y adolescencia, no había sido capaz de quitárselo sin ser acusada de blasfemia, ni siquiera para ducharse o dormir.
No había muchas cosas que pudiera hacer sin ser acusada de ser la hija del diablo.
–Zoe ―solía decirle su madre, agitando un dedo y frunciendo los labios―. Deja ya esa lógica demoníaca. El diablo está en ti, niña. Tienes que echarlo fuera.
Aparentemente, la lógica demoníaca era la matemática, especialmente cuando estaba presente en una niña de seis años.
Una y otra vez, su madre sacaba a relucir lo diferente que era. Cuando Zoe no socializaba con los niños de su edad en el jardín de infancia o en la escuela. Cuando no elegía ninguna actividad después de la escuela, excepto cuando era para estudiar matemáticas y ciencias, e incluso entonces no formaba grupos ni hacía amigos. Cuando entendía las proporciones en la cocina después de ver a su madre hornear cosas sólo una vez.
Muy rápidamente, Zoe había aprendido a reprimir su instinto natural para los números. Cuando sabía las respuestas a las preguntas que la gente hacía sin siquiera pensarlas dos segundos, se mantenía callada. Cuando averiguaba cuál de los niños de su clase había robado las llaves de la maestra y las había escondido, y dónde debían estar escondidas, todo gracias a la proximidad y las pistas dejadas, tampoco había dicho una palabra.
En muchos sentidos, no había cambiado mucho desde que era esa asustada niña de seis años, desesperada por complacer a su madre que había dejado de decir cada pequeña cosa extraña que le venía a la mente y empezó a fingir ser normal.
Zoe sacudió la cabeza, volviendo su atención al presente. Eso había sido hacía más de veinticinco años. No valía la pena seguir pensando en ello.
Ella miró por su ventana al horizonte de Bethesda, siempre lo hacía en la precisa dirección de Washington, DC. Había descubierto la forma correcta de mirar hacia allí el día que firmó el contrato de arrendamiento, observando varios puntos de referencia locales que se alineaban para mostrarle la dirección de la brújula. No era nada político o patriótico; sólo le gustaba la forma en que se alineaban creando una línea perfecta en el mapa.
Ya estaba oscuro, e incluso las luces de los otros edificios alrededor del suyo se estaban apagando, una a una. Era tarde, lo suficientemente tarde como para que terminar sus tareas y se fuera a dormir.
Zoe encendió su computadora portátil y rápidamente tecleó su contraseña, abriendo su casilla de correo electrónico para