El Viento Del Amor. Guido Pagliarino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guido Pagliarino
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Серия:
Жанр произведения: Историческая литература
Год издания: 0
isbn: 9788835407782
Скачать книгу
en el libro del Génesis, mientras que otras tienen cierto trasfondo histórico y contienen fragmentos de los códigos legales comunes a todo el antiguo Oriente Medio.

      Hacia el año 1000 a.C., no solo en Canaán-Palestina, sino también en otras zonas de Oriente Medio, en Grecia y a lo largo de las costas de Asia Menor, todos los grupos de invasores, y por tanto todas las ciudades fundadas por estos, muchas veces no más grandes que un par de campos de futbol modernos y con pocos centenares de habitantes, tenían leyes propias. En varias zonas convivían conquistadores y autóctonos, aunque en ciertas áreas, como en el Peloponeso en Grecia, toda la población de los vencidos (ilotas) era esclava de los vencedores (espartanos), mientras que Canaán conoce por el contrario la esclavitud personal. Hay casos en los que una ciudad o un grupo todavía seminómada conquistan las zonas vecinas, pero las pierden en poco tiempo. Una tierra, después de ser unificada, normalmente, más pronto que tarde, se desmembraba de nuevo debido a jefes militares hostiles al soberano, como ocurre en el reino de Salomón, que, a la muerte de este monarca, se divide en los dos reinos de Israel y Judea o Judá. Un reino se identifica sobre todo por la capital, en el caso de Samaría para Israel y de Jerusalén para Judá, mientras que las zonas no urbanas siguen siendo más o menos tribales y no se consideran sometidas al rey local. En Palestina esto vale para las tierras de pasto y los terrenos primitivos de agricultura, dejados en barbecho por mitades en años alternos, zonas que eran ocupadas periódicamente por tribus de pastores seminómadas que se consideraban independientes del rey y superiores a cualquiera, aparte de su jefe de clan y cuyos rebaños dañaban los cultivos colindantes. Estos beduinos se enfrentaban a los agricultores sedentarios, que no querían que se dañaran las tierras que cultivaban y los pastos que estaban dispuestos a cultivar: la leyenda del Génesis de Caín, que mata a su hermano Abel, pastor (Gen 4, 1-16), deriva de esa situación histórica, idealizada muchos años después en sentido religioso, presentando a la víctima como devota de Yahvé y a su asesino como un hombre que no tiene verdadero respeto por Dios, al que ofrece en sacrificio productos malos: los hebreos, aunque provenían de ambas categorías, se consideraban sobre todo descendientes de las antiguas tribus de pastores, simbolizadas por los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, y por eso la figura de Abel es la positiva.

      Socialmente no será así en tiempo de Cristo: los pastores estarán considerados entre los seres humanos impuros, imposibilitados de redimirse debido a su profesión. El evangelio de Lucas, en su defensa de los pobres y para acabar con esa idea preconcebida, los presentará como los primeros que acuden, por voluntad divina, a rendir homenaje al Niño Jesús (Lc 2, 8-20); el episodio podría incluso ser histórico, aunque tenga religiosa y socialmente en ese evangelio un valor simbólico.

      Los patriarcas son figuras simbólicas de Israel que se refieren a los antiguos, anónimos pero concretos, jefes de las tribus seminómadas de Canaán que se establecían durante las estaciones con sus rebaños en tierras externas, fundadores, según la tradición, de los lugares sagrados de Palestina y que los hebreos, después de haber derrotado a los habitantes anteriores, habrían considerado como sus propios ilustres antepasados. El fenómeno de la mitificación de los antiguos es general en esos siglos, no solo en el pueblo judío: por ejemplo, Roma identificará en el mítico fundador rey Rómulo los jefes de los clanes de pastores, luego agricultores, establecidos en la zona, donde construyeron cabañas primitivas. Los patriarcas y sus familias son pastores, como, muchos años después, los miembros de las tribus protagonistas de la liberación de Egipto que se convierten idealmente, en el libro del Éxodo, en descendientes directos de Abraham, Isaac y Jacob, este último llamado en cierto momento por Dios, según el Génesis, con el nuevo nombre de Israel, lo que equivale a decir que se hacen símbolo de todo el pueblo judío: está claro el patriótico fin político-religioso del redactor que escribirá sobre estos acontecimientos ya en el siglo V a.C., después de volver del exilio babilónico. El tal vez legendario Jacob-Israel, si nos atenemos al capítulo 46 del Génesis, que es más o menos contemporáneo del Éxodo, y, siguiendo la cronología bíblica, había emigrado 470 años antes de la liberación de Egipto a las tierras del faraón con toda su familia, los rebaños y las tiendas para huir de la escasez. Pero es interesante señalar, en función de la posible historicidad del evento, que los textos egipcios de los primeros siglos del II milenio a.C. y otros del siglo XIII a.C. afirman que a los beduinos asiáticos provenientes de la tierra de Palestina y que trataban de escapar de la carestía de alimentos, se les había concedido, como un favor excepcional, entrar en Egipto con sus rebaños para que pudieran mantenerse con vida (cf. «L’antico vicino Oriente – Egitto», en Storia del mondo, Vol. I, Arnoldo Mondatori Editore, 1973).

      En Palestina, durante otros dos siglos, los hebreos combatieron con sus vecinos, que intentaron invadirlos, y con tribus no hebreas establecidas en su mismo territorio. No se trata de una guerra real, sino más bien de incursiones ocasionales de pequeños grupos y de guerrillas de defensa, y son episodios que aparecen en el libro de los Jueces, basado en las figuras de los jefes populares elegidos por Dios, de vez en cuando, para conducir a Israel a la batalla. En el primer libro de Samuel se volverá a un caso similar centrado en la figura del legendario rey Saúl y su hijo Jonatán, o como quiera que se llamasen en realidad los jefes de la tribu en esa época, derrotados y muertos combatiendo a los filisteos después de haberlos vencido provisionalmente: primero el favor de Dios y la victoria sobre sus enemigos, luego el pecado y la derrota. Los filisteos, durante la época de los Jueces y de Saúl, entre escaramuzas de distinto signo, dominan en el fondo Palestina, mientras no son derrotados definitivamente por las bandas de los «hombres poderosos» del pastor guerrillero y luego primer rey histórico de las tierras de Judá e Israel, David.

      Su hijo Salomón logra recabar de su pueblo, sobre todo de los pequeños campesinos, lo que hace falta para construir en Jerusalén su propio palacio y el templo de Yahvé, consiguiendo también mantener una corte rica y fortificar ciudades estratégicas contra posibles invasiones. Después de él, como sabemos, el reino se divide: tribus hebreas de la zona septentrional se rebelan y fundan el reino independiente de Israel con capital en Samaría. No mucho después, se rebelan también algunas poblaciones sometidas al reino superviviente de Judá y una parte de esta área meridional acaba fraccionándose en pequeñísimos estados tribales. La razón de ambas rebeliones podría ser de orden fiscal, dado que, a causa del lujo de la corte, el pueblo, y sobre todo los pequeños campesinos, se sienten aplastados. La historia no sirve de enseñanza y la situación se repite con los sucesivos soberanos. Durante el reinado de Ozías de Judá y de Jeroboam de Israel, el profeta Amós proclama que Yahvé va a destruir a los opresores de los pobres y otro oráculo de Dios, Oseas, repite la advertencia. Comienza así a dibujarse la figura misericordiosa de Yahvé, que se perfila en los escritos de los profetas Isaías y Miqueas: Dios se manifiesta a los hebreos como quien, sobre todo, protege absolutamente a los pobres contra los abusos: estamos hacia el final del siglo VIII a.C.

      En cuanto a Isaías, son al menos tres autores los que escriben bajo este nombre. El primero es Isaías persona física, llamado Proto Isaías: probablemente nació en Jerusalén y su vocación profética se manifiesta en torno al 740 a.C., años de la muerte del rey Ozías. Los otros escriben en épocas posteriores y la tradición ha atribuido luego sus escritos a Isaías. En conjunto, el libro atribuido a Isaías se escribió entre el 740 a.C. y el 445 a.C.

      Escribe Proto Isaías (Is 1, 13-17),

      «No me sigáis trayendo vanas ofrendas;

      el incienso es para mí una abominación.

      Luna nueva, sábado, convocación a la asamblea…

      ¡no puedo aguantar la falsedad y la fiesta!

      Sus lunas nuevas y solemnidades

      las detesto con toda mi alma;

      se han vuelto para mí una carga

      que estoy cansado de soportar.

      Cuando extiendéis vuestras manos,

      yo cierro los ojos;

      por más que multipliquéis las plegarias,

      yo no escucho:

      ¡vuestras manos están llenas de sangre!

      ¡Lavaos, purificaos,

      apartad de mi vista la maldad de vuestras acciones!

      ¡Cesad