Speaking Like An Immigrant. Mariana Romo-Carmona. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariana Romo-Carmona
Издательство: Ingram
Серия:
Жанр произведения: Контркультура
Год издания: 0
isbn: 9781607461777
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risa mojada cantando al borde del río.”

      En Caspana el río pasaba al lado de la montaña por una quebrada muy honda que me dejó emocionada porque nunca había visto una quebrada. Salí a jugar con los niños del profesor y cuando les dije que en el sur había visto cataratas, ellos se rieron de mi, dos muchachitos menores que yo. Nos pusimos a saltar por las rocas y a escalar las paredes de la quebrada, buscando unas florcitas silvestres con tallo delgadito. Uno de los chicos dijo que había truchas en el río. Al mirar para abajo me resbalé en el hielo y casi me caí al fondo de la quebrada. Yo ni grité de puro susto, pero los muchachos aullaron y saltaron en busca de una rama para ayudarme, aunque trepé de nuevo por la roca hasta que llegué a la orilla y nos alejamos de allí.

      Como en casi todos los pueblos del desierto, en Caspana había una escuelita con paredes de piedra y piso de tierra. Todas las casas son así, pero en Toconao son de piedra blanca, como la piscina linda donde no pude nadar. En Toconao seguí los acueductos de piedra que usaban para regar, saltando con un pie dentro y otro fuera porque estaban secos en el verano, hasta que llegué a una huerta de perales hermosos, altísimos y cargados de fruta. La huerta era grande y los perales seguían en larga hilera por la arena. Hacia el este del pequeño valle me vi rodeada de paredes de piedra tan inmensas, que tenían cascaditas de agua, ramitas y helechos saliendo de la piedra misma. Era todo tan lindo que apenas me contenía de gusto, y fui corriendo a decirle a mamá cuando me tropecé con un animal muerto que parecía un jabalí. Ese hallazgo me emocionó, porque tampoco había visto nunca un jabalí como los que hay en las selvas, pero me dijo que no, no era jabalí; que apenas era un cerdo viejo.

      Todo está quieto, mi hermana duerme en su cama pequeña, y cuando cierro los ojos, veo la piscina de piedra en Toconao con el agua cristalina y profunda que salía de una vertiente del río Loa y se convertía en una piscina en el desierto. Tan quieto el muchacho que no ha dormido por cuatro noches, cuidando a su madre, hasta que nosotras llegamos a Peine en el camión. Ahora intenta descansar, pero la señora había estado enferma de hace harto tiempo, y los del hospital le habían preguntado a qué partido político pertenecía. Los del hospital son unos bestias, eso dijo mamá.

      Hemos hecho varios viajes al desierto, a los pueblos del interior buscando objetos de arte para la feria de Calama. La gente es amable y calmada, morena y con pecas como las mías, y hablan despacio y con una pregunta al final de las frases. Mamá les pregunta acerca de su arte, los tejidos y jarros decorados de greda café y roja. En Toconao, un joven llamado Emilio hizo una réplica de greda de la iglesia de su pueblo. Era muy linda y hasta tenía campanitas de verdad. Conocimos a una señora de trenzas larguísimas que tejía telas multicolores sentada en el suelo usando los dedos de las manos y los pies. Doña Guillermina había estado en la cárcel porque no tenía certificado de nacimiento. Ella no podía probar a las autoridades que era chilena y que no había cruzado el desierto desde Bolivia. Pero cuando se trataba de votar en las elecciones, a las autoridades les daba ceguera con los certificados, eso decía mamá. En Caspana, el profesor nos contó como habían venido los jefes de los tres partidos políticos a decir discursos y a convencer al pueblo que votaran por su candidato para presidente. El pueblo escuchaba respe- tuosamente. El jefe quedaba complacido y ofrecía un gran afiche de un candida todo pálido y serio. El profesor nos mostró donde estaban los afiches colgados, uno al lado del otro, como si todos fueran iguales.

      El sol brillaba en Caspana y había un silencio suave en el aire. Del lado de la quebrada se veía el pueblo incrustado en la montaña, las casas a desnivel que parecían haber crecido así, una a una a través de largo tiempo. Detrás de las casas se veían las terrazas sembradas, apenas verdeando y bajando gradualmente hasta donde se abría el canal de irrigación. Mas allá de las casas y los escalones de tierra rojiza y café, se extendía el desierto. La madre de Emilio nos contó historias de los tiempos pasados, de la gente del sol. Indicó el cielo, azulísimo, como jamás había visto, donde me imaginaba que el tiempo flota sin correr, solo deslizándose con el viento. Pero si había cambios. Nos contó de los tiempos antes de que ella naciera, cuando las lluvias venían fielmente a regar los perales, a mojar los campos, y las llamas y alpacas pacían libres en el pasto abundante.

      En cada pueblo nos daba la bienvenida la esposa del profesor; más tarde visitábamos la iglesia. A mi, por mi edad, siempre me mandaban a jugar con alguien mientras mamá conversaba con los adultos y organizaba la feria de arte. Cuando fuimos a Chiu Chiu visitamos la iglesia construida por los jesuitas en los 1540. No me quise quedar porque me asustó la apariencia de tumba que tenía, con paredes bajas de piedra amarilla y corredores estrechos. En la sacristía había toda clase de paños morados y encajes, santos antiquísimos y una virgen de casi un metro con ropa de terciopelo y cara de porcelana, ojos de vidrio grises y una corona de oro. Yo había oído de los santos que los jesuitas usaban para convertir a los Indios. Eran así, con pelo de veras y ojos de vidrio que vertían lágrimas por agujeritos y los curas lo declaraban milagro.

      Alrededor del jeep se había reunido un grupo de gente, conversando acerca de la Feria. Algunos jóvenes decidieron ir a Calama en dos semanas cuando la Feria comenzaba, y mamá les invitó a nuestra casa. Cuando nos íbamos, una señora nos presentó a las tejedoras y las artesanas que hacían jarros de greda, y después nos regaló un pan fresco que comimos en el camino. Yo estaba tan feliz viajando por el desierto, siempre aprendiendo cosas nuevas, que me olvidaba de todo el mundo. Allá en la pampa que es tan grande, no hay razón para estar triste, con el sol y el viento suave. Ahora sí estoy triste, pero entonces no lo sabía.

      Pero el viaje de hoy fue el más largo. En Toconao apenas nos detuvimos una media hora para recoger la Iglesia de Emilio y ponerla cuidadosamente en el camión, envuelta con frazadas de lana de llama. A la hermanita de Emilio la mandaron a jugar conmigo y salimos corriendo, porque ella dijo que me iba a mostrar la piscina que se forma de un riachuelo del río Loa. Salimos por un sendero y de repente, allí estaba, como un ojo abierto entre la roca lisa que se extendía alrededor. En las orillas de la piscina se quebraba a veces la piedra para dejar crecer plantas trepadoras, algunas crecían hasta debajo del agua. Las dos nos tendimos en la orilla a mirar el fondo de la piscina donde se veía todo tipo de piedrecitas, plantas y peces azulados. Yo nunca había visto algo tan maravilloso. La niña parecía comprender porque nos quedamos quietas, y ni siquiera nos dijimos los nombres. El agua se veía soleada y clara, viva, llena de color. Era casi imposible no sumergirse y bucear por ese reino que se veía desde la superficie, nadar con los brazos abiertos de orilla a orilla de piedra blanca y tibia. La niña y yo nos sonreímos. Al volvernos, me acerqué a la vertiente y bebí el agua fría y deliciosa.

      Antes de salir de Toconao, el milico joven le tuvo que echar bencina al camión con una manguera. Cada vez que chupaba la manguera y la ponía en el camión, la bencina se devolvía al barrilito y no salía nada. Yo quise ayudar, pero él me dijo gracias de todas maneras. EI holandés, que resultó ser misionario del Ejército de Salvación, comenzó a dirigir la maniobra de poner la bencina en el tanque. Mamá con- versaba con una señora que tejía capuchitas de lana. De repente la bencina empezó a subir del barrilito y el milico se trago una buena porción y tuvo que toser y escupir detrás del camión, pero no quiso que nadie se ocupara de él.

      Nos dirigimos a Peine, que es el pueblo mas lejano, casi al lado de la cordillera de los Andes. El camino era tan largo que me dormí hasta que llegamos. En Peine nos esperaba el concilio del pueblo con una variedad de contribuciones para la Feria: mantas tricolores, frazadas gruesas de lana de llama que daban gusto tocar, cordones tejidos de lana de alpaca que habían sido trenzados con un diseño de lana café y blanca. Los cordones eran tan fuertes como sogas que se usaban para ponerles riendas a los animales. Toda la gente escribía orgullosamente su nombre en una lista que tenia mamá, don de se indicaba a quien pertenecía cada objeto y cuanto dinero recibiría en caso que se vendiera en la Feria. En casa del profesor de Peine nos sirvieron una comida deliciosa, y un joven se sentó en uno de los bancos de madera a tocar la guitarra. La señora del profesor era muy tímida y no conversaba, pero me acuerdo de ella porque era muy linda, alta y morena, con manos pequeñas y sonrisa de ángel. Había sido un día tan largo en el desierto que ya casi no me acordaba de mi casa; me hubiera quedado allí para siempre.

      Antes de irnos, un señor vino a conversar con mamá y el holandés al lado del camión. Entonces