La muchacha desenvolvió el papel con cuidado encima de la mesa. Allí estaban los tres pedacitos del rompecabezas, brillantes como el sol. Uxía cogió uno, lo miró, lo remiró, le dio la vuelta de un lado y del otro sin decir nada. Luego hizo la misma operación con los otros dos.
Ariel veía como la cara de la muchacha iba cambiando de la curiosidad a la mayor de las sorpresas.
– ¿Qué pasa?
–Te has tenido que dar cuenta. No creo que pudieses pasar por alto algo tan obvio.
– ¿El qué?
–El corte de los trozos es distinto. Cada una de las piezas encaja con las otras pero el corte es distinto.
– ¿Cómo que es distinto?
–Fíjate aquí –respondió Uxía mostrando a Ariel la parte interna de uno de los trozos –el metal de la superficie y el del interior es el mismo, pero en esta –continuó mientras cogía el trozo correspondiente a la cabeza de Washington –el interior es amarillo, como si hubiese sido hecho de oro, y en el tercero, es marrón, más parecido al color del bronce. Nunca había visto nada parecido.
–Tienes razón. Sí que me di cuenta cuando revelé las fotografías pero pensé que era un efecto de la luz. ¿Dices que en la Asociación Filatélica pueden ayudarme?
–Sí, en Coruña no están separadas las asociación de filatélicos y de numismáticos. Están en el mismo local. Espera que te doy la dirección y los días en que se encuentran allí –respondió al mismo tiempo que cogía un pañuelo de papel y anotaba los datos –Toma, ya me contarás cómo te fue.
–Por supuesto. ¿Salimos a dar una vuelta o tienes que volver al trabajo?
–No, todavía no. Podemos dar un paseo por donde te apetezca.
-Entonces, vamos.
–Vamos.
Se levantaron de las sillas, pagaron la consumición en la barra y salieron del local. Fueron hacia los jardines sin darse cuenta de que el hombre que había estado a su lado en la cafetería, comiendo tranquilamente, sacaba un teléfono móvil de su bolsillo del pantalón y, después de hablar un poco, se había puesto a seguirlos sin que se percataran.
Eran las diez de la mañana cuando Ricardo llegó al polígono de La Grela-Bens a recoger la nueva furgoneta que había comprado su hermana. Les había avisado el día anterior de que la rotulación ya estaba hecha y que podían pasar a por ella.
–Buenos días –dijo Ricardo entrando en la nave de la empresa de rotulación –vengo a por la furgoneta de García Olavide S.L.
–Venga por aquí –respondió el encargado, un hombre de unos treinta años, pelirrojo, que vestía un mono azul, mientras guiaba hasta el fondo de la enorme nave llena de coches y furgonetas de todos los tamaños y colores. –Es esta.
Ricardo se quedó un momento mirándola asombrado, su hermana se había vuelto loca: sobre el negro inmaculado de la furgoneta había mandado escribir en letras doradas, con caligrafía inglesa, el nombre de la empresa y en una segunda y tercera línea: compra y venta de antigüedades, compra, venta y restauración de libros. Y el número de teléfono y además el correo electrónico. Seguro que costaría un montón de dinero y el negocio no iba tan bien como para andar con tonterías.
–Se la puede llevar cuando le apetezca –dijo el encargado al mismo tiempo que le tendía un cuaderno. –Firme el albarán de recogida y ya está.
Hizo lo que le había dicho el encargado, abrió la puerta de la furgoneta y se fue enseguida del polígono. Cogió por la Avenida Finisterre y se dirigió hacia la Ciudad Vieja, donde los dos hermanos tenían su negocio. El tráfico estaba imposible, no se podía aguantar. Ricardo iba pensando mientras conducía el nuevo vehículo en cómo le había cambiado la vida desde hacía dos años. Después de la aventura de Las Sombras dejó los estudios de Económicas y Empresariales para estudiar la carrera de Historia del Arte. Se especializó en el Renacimiento. A continuación había intentado sacar las oposiciones a Enseñanza Secundaria un par de veces mientras, para sobrevivir, trabajaba con el reparto de publicidad. No le fue bien, así que decidió, después de pensarlo mucho y de unos cuantos trabajos mal pagados, venir a Coruña y ayudar a su hermana con su negocio. Mientras Teresa se dedicaba a restaurar los muebles y los libros él se dedicaba al reparto de publicidad de la tienda, a llevar los encargos de los clientes en la furgoneta y también la contabilidad del negocio. De hecho, Ricardo, un gran aficionado a la informática, creo un programa que les permitía gestionarla.
No pensaba decir nada a su hermana con respecto a lo de la furgoneta, sabía cómo iba a reaccionar: que a él no le importaba, que ella era la auténtica dueña y que podía hacer lo que le diese la gana, que aunque fuese su hermano él no pintaba nada en las decisiones importantes y que sólo tenía que hacer lo que le decían. Se había vuelto bastante repelente estos últimos años, sobre todo desde la pelea que había tenido con Sofía y con Carla, su amiga veneciana, Ricardo no sabía muy bien porqué, seguro que fue debido a cualquier estupidez. Ya estaba llegando a la Dársena. El semáforo enfrente de la Autoridad Portuaria estaba en rojo, se miró, tenía el traje todo arrugado y el cinturón del pantalón le estaba apretando demasiado. No debería comer tantas pizzas, estaba poniéndose como un tonel. El semáforo todavía estaba en rojo, se miró un momento en el espejo retrovisor, cada día tenía más canas, y tampoco era tan viejo, tenía treinta y siete años y no debería tener el cabello tan blanco. A lo mejor un día de estos le daba por teñírselo, a lo mejor lo hacía. Alguien comenzó a tocar el claxon. Ricardo miró hacia delante, ya había cambiado el semáforo y no se había percatado. Salió a escape y casi atropella a un peatón que acababa de cruzar en ese momento y que le hizo un gesto con la mano que Ricardo ni se molestó en contestar. Enseguida llegó a la tienda, cogió el aparato electrónico que siempre llevaba en el bolsillo de la chaqueta y abrió la puerta del garaje, metió la furgoneta y luego salió de él cerrando a continuación. Entró en la tienda, llena de muebles y de libros, y fue hacia el fondo de la misma.
Teresa estaba sentada a una enorme mesa de roble trabajando con un libro.
–Hola, ya la traje. –dijo Ricardo.
–Bien, espera un momento –respondió Teresa sin levantar la vista de lo que estaba haciendo.
Ricardo observaba a su hermana: de su misma estatura, poco más de 1,70 metros, envidiaba su cabello negro con reflejos azules sin ningún pelo blanco, y además con una figura que él jamás tendría, puesto que él no paraba de comer cosas que no debía y, en cambio, su hermana iba al gimnasio tres veces por semana y cuidaba mucho su alimentación. El trabajo que estaba haciendo en ese momento era la restauración de la encuadernación original de un libro. Se le daban muy bien este tipo de trabajos. De repente Teresa dejó la herramienta que tenía en la manos y se quedó mirando el libro con cara de satisfacción, luego levantó sus ojos castaños, iguales que los de su hermano, y le dijo:
– ¿Te gusta?
–Sí, mucho.
–Me refiero a la furgoneta.
–Yo también. Está en el garaje.
–Tienes que llevar un encargo a la calle Nicaragua –dijo Teresa mientras se levantaba de la silla donde había estado sentada desde las ocho de la mañana y se dirigía a la puerta de comunicación con la parte de la tienda abierta al público. –Hay que llevar este escritorio al número 21, al octavo piso. Tiene montacargas, así que no te vas a deslomar. Ya podía ponerte una ropa más adecuada.
–Déjame en paz con mi ropa –respondió Ricardo empezando a enfadarse. –Cambio la chaqueta y me marcho enseguida.
–Como quieras. Y no tardes. Te necesito aquí, tengo que marchar dentro de una hora y tienes que quedar en la tienda el resto de la mañana. ¿De acuerdo?
–De acuerdo. Si tengo algún problema te llamo al teléfono móvil –respondió