Mis dos mundos. Sergio Chejfec. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sergio Chejfec
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789569707117
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que no encuentro y que básicamente no aparecen, o no existen; y que cuando encuentro no me satisfacen porque no creo en ellas. Mis paseos se han convertido de esta manera en ceremonias tortuosas, asumidas con el empuje de la indiferencia derivada de años y años de actuar del mismo modo.

      Es así como casi todo me lleva a abandonar las caminatas: tanto lo que busco, ahora inhallable, como lo que encuentro, casi nada. Y sin embargo me sostiene un deseo imperioso y contradictorio; no puedo abdicar y dejar de lanzarme a caminar por las calles. Cuando llego a un sitio el primer sentimiento en activarse es la curiosidad: suena un poco vitalista y probablemente ingenuo, pero ansío conocer la vida, los usos nativos, quiero sumergirme en la idiosincrasia y empaparme de hábito local. Una lectura para descubrir, o una historia para vivir. Pero en mi afán mimético hay siempre un punto demasiado cercano que, encima, encuentro cada vez más pronto, después de no muchas cuadras de haber iniciado la caminata; es el referido cansancio, la distracción, algo que intento denominar «la zozobra del caminante», una mezcla de rabia y vacío, de sed y rechazo. A partir de ese punto actúo a la manera de un zombi: veo a la gente como si no viera, lo mismo si se trata de las fachadas de los edificios y de la profundidad de calles o avenidas. Soy capaz de apreciar ciertos detalles, reconocer ejemplos valiosos de décadas o centurias pasadas, por lo general ambiguos y ya bastante estropeados aunque se mantengan en condiciones, un montón de paisajes urbanos, tics y formas sociales que despiertan mi curiosidad y son únicas, etc. Pero como si terminara consumido por la ciega tracción de mi marcha automática, que sólo busca devorar la superficie hasta que caiga la tarde, olvido inmediatamente todo lo que acabo de ver y de registrar, o más bien lo arrojo a un rincón desordenado de la memoria, donde todo se amontona sin jerarquía ni organización.

      Así, soy capaz de retener esquinas, escenas, episodios, células en general de realidad, pero no puedo asignarles una secuencia y mucho menos algún contexto asequible, ninguna referencia. Aquello observado dos cuadras atrás está en el mismo nivel de cualquier cosa vista ayer, por ejemplo, o hace varios meses. No obstante sigo caminando empujado, más bien remolcado, por la sensación de ambigüedad, la referida zozobra. Acaso la experiencia propiamente dicha no sea otra cosa; quiero decir, de tanto caminar se me ha reducido la capacidad de admiración o sorpresa: la primera cuadra de cualquier ciudad activa un mecanismo de reminiscencia y de comparación que socava la ilusión o la confianza supuestamente depositada en el conjunto observado. Las cosas dejan de ser únicas y se manifiestan como eslabones.

      En el televisor comenzaba un programa de entrevistas a personas conocidas del medio rural, donde podían hablar de sus comienzos, de las familias o de las costumbres del ayer, como decían en la presentación. En ese momento creí llegada la hora de prepararme para acostarme y dormir. Fui hasta el baño, donde me impresionó de nuevo la luz impecable del interior, como un quirófano sin sombra. Al salir del baño hablaba un señor por cuya modulación supuse mayor. Decía que pese a haber pasado toda su vida en el campo, nunca se había librado del temor a la oscuridad, y que desde la infancia concebía las labores del día –no sólo las propias, sino las de todo el mundo– como un intento de evadir o aplazar la llegada de la noche. Al hombre se lo reconocía por sus dotes de conversador, dijo con tono enjundioso la periodista. Sin embargo, no supe distinguir si más que una invitación a seguir hablando era un elogio. El señor temeroso se mantuvo en silencio tratando de responder; eso pensé en un principio, pero cuando pasaron varios minutos sin que volviera a hablar, me dije que a lo mejor la transmisión había terminado de golpe. Mientras tanto tuve tiempo de volver al baño, salir, plegar el mapa, guardarlo en el morral, meterme en la cama y apagar la luz. Mi último acto físico, por lo menos que recuerde, fue apagar el televisor con el control remoto, por si el sonido regresaba.

      Mientras escuchaba el pesado y rumoroso silencio de la noche que subía desde la calle, me puse a pensar obviamente en el paseo del día siguiente. Por un lado estaba entusiasmado con la idea de conocer lo desconocido; pero también, como di a entender más arriba, me sentía con derecho a sentirme defraudado por anticipado. Pensé en el señor reporteado y su miedo, que no había podido vencer pese a la vida transcurrida en el campo, donde, como se sabe, uno convive con la oscuridad más neta y cargada de amenazas, de manera que había estado permanentemente expuesto a múltiples trances, y por ello mismo debía haber pasado por infinitas oportunidades de superarlo. Las últimas ideas que recuerdo estuvieron dedicadas al día siguiente y al recorrido previsto. Tenía la ilusión del día perfecto, quizá debido a ello no quería fabricarme ninguna imagen de la ciudad por adelantado; sin embargo, algo también me trabajaba en sentido contrario, me iba naciendo una decepción evidente y muy difícil de contrarrestar, y se debía a la única pero constante certeza que podía tener, a saber, que mi moral de caminante estaba un tanto maltrecha desde bastante tiempo atrás.

      La siguiente argumentación puede parecer un poco abstracta, por eso trataré de explayarme rápido. Mi impresión es que durante las caminatas me gana una sensibilidad digital, desplegante. No lo digo con orgullo, sino con contrariedad: es de lo peor que me podía pasar porque afecta mi faceta intuitiva y se impone como una condena. Los puntos o circunstancias donde concentro mi atención toman la forma de enlaces de internet: no solamente se trata de los objetos mismos de observación, en general urbanos, pertenecientes al mundo de la calle o de la vida en general de la ciudad, precisos en sus formatos y discriminados del entorno, también significan la asociación que sugieren, la reminiscencia de lo percibido como relacionado, como parecido o directamente como distinto, o sea, en cualquier aspecto que uno pueda establecer esos vínculos. En las caminatas una imagen me lleva a un recuerdo, o a varios, que a su vez imponen otras evocaciones y pensamientos conectados, muchas veces azarosos, etc., creando en general delirantes ramificaciones temáticas que me desbordan y dejan exhausto. Quiero decir, soy víctima de los primeros tiempos de internet, cuando el recorrido o la navegación a través de la red estaban menos regidos por la fatalidad o la eficacia de los buscadores como lo está hoy, y uno debía derivar entre cosas parecidas, extravagantes o difusamente relacionadas. Hasta que en un punto llegaba el momento del agotamiento del viaje innecesariamente extendido a través de internet con la consiguiente falta de motivación para seguir buceando (en mi caso caminando), y en especial llegaba el momento de la distorsión, o la naturaleza paralela, no sé, cuando advertía que cada cosa se había convertido básicamente en un eslabón y su propia materialidad había pasado a un segundo plano de profundidad relativa, periférica y flotante.

      Internet no tiene la culpa, obvio, pero conservo el estigma de haber atravesado esa etapa de vínculos flotantes y disparatados, cuando la navegación parecía un ejercicio de relaciones caprichosas. Al principio representó una metáfora sumamente descriptiva de mi conducta en los paseos urbanos, como los llamo a veces, y de las lucubraciones asociadas mientras camino; y en un segundo momento se produjo un típico caso de deslizamiento, o contaminación, la metáfora dejó de ser descriptiva para apresar su correlato y convertirse en acontecimiento analógico. No estoy en condiciones de saber en qué aspecto mi antigua percepción, preinternet, fue diferente; es probable que lo haya sido en varios. Antes de internet mi sensibilidad urbana se organizaba de otra manera, las primeras impresiones conservaban una identidad de origen y obedecían a su momento específico, digamos, de conformación, estaban acotadas por el paso del tiempo y por nuevas experiencias; todo eso producía una sedimentación, donde cada recuerdo mantenía su relativa autonomía. Pero después de internet ocurrió que el mismo sistema formateó mi sensibilidad, y desde entonces tiende a enlazar los hechos en secuencias de familiaridad, aunque sea forzada y muchas veces disparatada. Esas secuencias de familiaridad resultan en agrupamientos más o menos volátiles, es cierto, que sin embargo tienden a dejar en un segundo plano lo propio de cada impresión, diluyendo por otra parte el espesor de la experiencia.

      Entonces aquella tarde, cuando estaba a punto de darme por vencido en el intento de llegar hasta el parque, la idea de atender a la posición relativa de los lugares dentro del plano, y no a su trazado, digamos, literal, resultó afortunadamente inspirada, aunque no podría decir si se debió a mi denostada sensibilidad flotante o a alguna repentina distracción. Di una última mirada general sobre el mapa, lo plegué sin guardarlo –no fuera a ser que lo precisara enseguida–, me despedí mentalmente de esa máquina tumultuosa que era la esquina y me encaminé hacia el parque. Para ello debía seguir bastante recto por una caminería a primera vista escondida, que de a ratos se ocultaba bajo autovías o puentes en general.