Mis dos mundos. Sergio Chejfec. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sergio Chejfec
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789569707117
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tenía el predio de un hospital gigantesco, como los de antes, con pabellones enormes y jardines interminables. Frente a mí se levantaba un viaducto, con rampas y caminerías que no daban a ningún lado cierto. Y hacia el otro costado una vía rápida cortaba en dos la trama de las calles. No obstante yo era el único ser indeciso en esa parte del mundo, porque el resto de la gente iba y venía, segura de su camino y con ejemplar naturalidad. Pude notar que cuanto más miraba el mapa menos lo entendía; aparte, por tener la vista ya malograda y por carecer del aumento adecuado, mi actitud era seguramente muy lastimera, ya que debía poner el mapa casi sobre mi cara para verlo por encima de los anteojos. De cuando en cuando levantaba la vista hacia la calle con la esperanza de encontrar un punto o un cartel orientador, pero enseguida entendía que era un esfuerzo vano y bajaba otra vez los ojos, debiendo ocupar un valioso tiempo en ubicarme de nuevo dentro del mapa. Estuve así un buen rato. Veía que mi sentido de la orientación, del que secretamente había estado siempre orgulloso, por otra parte casi lo único de lo que podía vanagloriarme, también de pronto me había abandonado.

      Y curiosamente, debido quizás al flujo incesante de gente que corría a mi lado, nadie se detuvo a ofrecer ayuda, o a preguntarme si todo estaba bien. Me sentía invisible, como si tuviera el rostro oculto y no quisiera comunicarme con nadie. En un momento alguien chistó hacia el lugar donde yo estaba. Era un vendedor ambulante que debía levantar un bulto pesado y ponerlo en un carrito de dos ruedas, de esos que se empujan. Pensé que me llamaba a mí, lo miré entre curioso y esperanzado: a lo mejor se compadecía y me hacía señas para que fuera a su encuentro porque no quería dejar sola su mercadería. Pero resultó que se dirigía a otra persona que pasaba por detrás de mí, un hombre joven, a quien le pidió ayuda para levantar el pesado bulto. O sea que la ayuda hay que pedirla, pensé... Me puse a imaginar una vista aérea de esa zona de la ciudad, parecida probablemente a la dibujada en el mapa, con mi silueta inmóvil mientras alrededor no dejaban de pasar personas y autos. No sé por qué, esa imagen física de mi soledad o desamparo me impacientó. La consecuencia fue que movido por un impulso injustificado comencé a mover el mapa para poder verlo desde otro ángulo y a girarlo incluso como si fuera un manubrio; acaso eso aclararía las cosas, pensé. El observador aéreo que me estaba mirando daba vueltas, supuse enseguida, y por eso el mapa giraba de ese modo.

      En mi paseo de la noche previa, en la Feria del Libro, recién comencé a alarmarme cuando me asomé por novena o décima vez al stand de la sociedad histórica local. Pero lo que me inquietó no fue sentir en cada nueva vuelta el mismo candor de los primeros momentos, o sea, mi ansiedad por descubrir un libro importante, algo que esperaba acaso desde hacía años sin advertirlo y que me permitiría acceder a un saber muy difícil y medio guardado; no, más bien me alarmó que la misma repetición a la que me plegaba hubiese dejado de impacientarme. Hasta cuando alzaba la vista al cielo, buscando encontrar algo simple y nítido para aliviar mi confusión, descubría sobre todo las ráfagas de humo que volaban rápido desde las parrillas; casi ninguna otra cosa veía, nada que pudiera encontrar como consuelo o inspiración. Otro puesto de venta que ya me resultaba bastante familiar era el de la asociación de editores, y también el de una librería que ofrecía un compendio de títulos de moda. Quise olvidar el motivo de mi visita a la ciudad y hasta me tentó la idea de olvidar mi propio nombre y tratar de ser otro, alguien nuevo.

      Arrancó en ese momento una larga disquisición mental que no vale la pena resumir. Sólo digo que ser otro significaba no tanto un nuevo comienzo o una nueva personalidad, sino más bien un mundo nuevo, o sea, que la realidad y todos los individuos perdieran o dejaran de lado su memoria y me admitieran como un miembro hasta entonces desconocido, recién llegado, o como alguien sin ostensibles ataduras con el pasado. Después, como tengo dicho, cuando la multitud empezó a cansarme tomé la decisión de conseguir apenas pudiera un plano de la ciudad, para ver si confirmaba la existencia de ese gran parque, uno bien extenso y a la medida de mis intenciones.

      Ya casi me había dado por vencido cuando se me ocurrió una idea bastante obvia, aunque en esas circunstancias me pareció providencial: antes que al recorrido preciso de las calles o a la continuidad de nombres, debía obedecer a la ubicación relativa de los lugares. Las calles dibujadas en el mapa señalaban caminos no solo imposibles sino también inverificables, en cambio la organización espacial del conjunto difícilmente podía ser falsa, a lo sumo sería aproximada, lo que de todos modos representaba una ventaja y nunca me expondría a hacer demasiado camino de más. En ese momento arrastraba el cansancio y la sensación de haber estado pululando por la ciudad durante demasiado tiempo, desde que había salido del hotel por la mañana temprano, cuando aún estaba fresco. En más de una ocasión, al recorrer la misma cuadra por segunda o tercera vez, por supuesto de manera involuntaria, lo había hecho porque el azar y la desorientación, o directamente el desinterés, me habían llevado de nuevo hasta ahí; en más de una ocasión había creído notar miradas de sorpresa, o quizá sencillamente de curiosidad, ante este visitante foráneo que actuaba raro y se repetía.

      El vagabundeo se me ha convertido en una de esas adicciones pasibles de ser tanto la ruina como la salvación. Contraje la costumbre en la infancia, cuando por las secuelas de una enfermedad dejé de caminar. Me sentaban en el umbral para ver pasar la gente y los autos. En esa época, usar las piernas llegó a ser una lejana y elegante virtud anatómica para la que yo no estaba preparado, quién sabe por qué oscuros motivos, una virtud que incluía el don del desplazamiento. Al cabo de un año, un nuevo dictamen autorizó a que me pusiera de pie, y para mí fue recuperar una disposición física gracias a la palabra, como si un dios me delegara parte de su libertad. A esa corta edad no podía sino ir hasta la esquina o dar vueltas a la manzana; pero como dicen las personas de éxito, desde entonces ya nada me detendría. Aún antes de poder aprenderlo y asumirlo como certeza, probablemente el instinto me indicó que el principal argumento de la caminata es su velocidad; era lo más indicado para la observación y el pensamiento, e incluso más, la experiencia corporal con la mejor sintaxis para acompañar la vida. Sin embargo, temo no estar seguro.

      Es verdad que han cambiado muchas cosas relacionadas con el caminar, algunas de las cuales enseguida referiré, pero la misma costumbre que he conservado, aún en épocas de desdichas o de altibajos en general, apoya esta idea que me hago de eterno caminador; y es también lo que en definitiva me ha salvado, es cierto que no sé muy bien de qué, acaso del peligro de no ser yo mismo, cosa que me tienta cada vez más, como recién puse, porque caminar es poner en escena la ilusión de autonomía y sobre todo el mito de la autenticidad. De este modo, la misma costumbre actual me ayuda a sostener esa versión, porque apenas llego a una ciudad la primera decisión que tomo es salir, quiero conocer el ámbito circundante, compenetrarme a través de la acción más sencilla, más socorrida y más a la mano como es el andar a pie.

      Apenas estuve de regreso en el hotel pregunté en la recepción si podían darme un plano de la ciudad. Dada la noche avanzada, y posiblemente debido también a la costumbre de los empleados de verme todo el tiempo entrar y salir, saludando a cada momento y haciendo preguntas o comentarios anodinos, este pedido los tomó por sorpresa. Por lo tanto esperé un buen rato acodado contra el mostrador. No puedo decir que tuve el recuerdo de experiencias similares, porque en realidad no recordé nada en particular. Más bien tuve la clara convicción de haber pasado por ese género de trances. Las esperas en los mostradores de hotel, el mundo insólito, entre clandestino y deshilvanado, al que uno se asoma cuando espera algo en la recepción. De repente pusieron un plano frente a mí, de esos que se doblan en ocho o en doce y que llevan publicidad de comercios importantes. Mi primera reacción fue buscar en el mapa la mancha verde. No me demoré nada: la vi entera, casi redonda, derramada como una tinta a duras penas contenida. Me sentí aliviado de saber que al día siguiente me sumergiría en ella. Después quise ubicar el hotel, cosa que me llevó más tiempo y al final conseguí gracias a la ayuda de un recepcionista. Entonces me puse a planificar la caminata, que por otra parte no requería demasiada preparación; se trataba solamente de una preparación mental.

      Si bien durante todos mis años disfruté de las caminatas, y lo sigo haciendo hasta el punto de sentirlas como un componente esencial de mi verdadera vida, una costumbre sin la cual no me reconocería a mí mismo, de un tiempo a esta parte caminar se ha ido vaciando de significado, o por lo menos de misterio, y a veces tan solo me queda el antiguo entusiasmo, que por lo general se disipa a la media hora como un humo demasiado