Mis dos mundos. Sergio Chejfec. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sergio Chejfec
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789569707117
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y dedicarnos por fin a la deriva feliz que podríamos hallar, por ejemplo, en el análisis a fondo de la condición de relato de un relato –nuestro propio mundo, sin ir más lejos– desprovisto, en realidad, por completo –para qué engañarnos– de sentido.

      Sugiero tímidamente incluir a Chejfec dentro del grupo de los novelistas que de un tiempo a esta parte vienen esforzándose –dentro de la línea más noble de la literatura en lengua española, más concretamente del sur de América, aunque Chejfec tiene todo el aire de ser el rey de las prosas apátridas– por traducir su vida interior al género del pensamiento narrado, género del que, aun no sabiéndose mucho, se sabe al menos que escapa con inteligencia ensayística de la corriente de aire limitado de los grandes novelistas con tendencia obtusa al desfile cinematográfico de las cosas. Y de paso sugiero que pensemos Mis dos mundos como una narración que intenta tanto transmitir una experiencia de percepción como mostrar, con ficticia indolencia, hasta qué punto un escritor bien dotado mentalmente puede concederle vacaciones a un lector y permitirle a éste ver de pronto potenciadas todas sus posibilidades de alegría al descubrir que se ha aventurado en un libro que parece creer a fondo que en arte, y especialmente en literatura, cuentan únicamente los que se lanzan hacia lo desconocido. Porque no se descubre tierra nueva sin acceder a perder de vista, primeramente, y por largo tiempo, toda costa.

      Preferiría no hacerlo, pero si tuviera que adscribir este libro a algún apartado concreto de la literatura contemporánea, lo situaría en la vertiente más viva y más precisamente contemporánea de esa misma literatura. Situaría Mis dos mundos como una rara avis de la narrativa actual, entre esos libros que aún son capaces de abrir nuevos caminos a la azarosa trayectoria de la historia de la novela moderna. Sus referentes pueden ser autores europeos, pero también cierta narrativa latinoamericana –digamos que ampliamente despierta y cerebral– que no se ajusta del todo al latinoamericanismo literario en boga. Y es que Chejfec, en Mis dos mundos, se alinea con los escritores que no temen la alta mar y que saben congeniar con una clase de lectores que llevan seguramente tiempo queriendo abandonarse a sí mismos en territorios inestables, perderse por los territorios dramáticos de lo accesorio, de lo que parece no tener importancia, de lo que «generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes», que diría Georges Perec.

      En este sentido, o quizás en otro –quede así constancia de mi absurda voluntad, tal vez completamente inútil, de neutralidad respecto a esta novela que admiro tan especialmente–, Mis dos mundos me sigue pareciendo, meses después de haberla leído por primera vez, el paseo más completo que hasta el día de hoy he podido hacer por la siempre incompleta geografía de los territorios dramáticos de lo accesorio, por la solitaria geografía de nuestras fisuras, por la honda geografía de esos huecos que suelen ser precisamente puertas que dan a lo desconocido, a sitios olvidados que disparan nuestra imaginación y también nuestras derivas y hasta disparan la celebración de fiestas de cumpleaños que a veces –en esas raras ocasiones en las que cae la tarde de un modo distinto– no exigen que haya previamente ni tan siquiera un tiempo vivido. Basta con el crepúsculo.

      Mis dos mundos

      Quedan pocos días hasta un nuevo cumpleaños, y si decido comenzar de este modo es porque dos amigos a través de sus libros me hicieron ver que estas fechas pueden ser motivo de reflexión, y de excusa o de justificación, sobre el tiempo vivido. La idea se me ocurrió en el Brasil, mientras pasaba dos días en una ciudad del sur. En realidad no entendía cómo me había plegado a trasladarme hasta allí, sin conocer a nadie y sabiendo muy poco sobre el lugar. Era por la tarde, hacía calor, y andaba caminando en busca de un parque del que no tenía casi ninguna referencia, salvo su nombre medianamente musical, y por lo tanto promisorio, según mi criterio, y el hecho de aparecer como la superficie verde más grande en el plano de la ciudad. Pensaba que siendo tan extenso sería imposible que no fuese bueno. Para mí los parques son buenos cuando no están impecables, en primer lugar, y cuando la soledad se ha apropiado de ellos de tal modo que se ha convertido en una seña propia y una divisa compartida por los caminantes, que pueden ser esporádicos, pero que desde mi punto de vista deben estar irrevocablemente abstraídos, o absortos, también un poco confundidos, como cuando se camina por un sitio ajeno y familiar a la vez. No sé si llamarlos lugares de abandono; algo parecido a regiones relegadas es lo que quiero decir, donde el entorno se suspende momentáneamente y uno puede imaginar estar en un parque de cualquier lugar, aún en las antípodas. El sitio arrumbado, indistinto, o mejor todavía, el sitio donde la persona, movida quién sabe por qué tipo de distracciones, se ausenta, se convierte en nadie y ella misma termina siendo imprecisa.

      El día anterior había asistido a una conferencia sobre literatura, a cuyo término había paseado por la plaza donde se organizaba la Feria del Libro local, en uno de los sectores antiguos de la ciudad, presumí, aunque ya muchas reliquias o marcas históricas parecían definitivamente ausentes. La gente caminaba despacio, llenando las vías de circulación como consecuencia del mismo tumulto. Yo habré sido el único paseante solitario de la jornada, cosa que de todos modos y por suerte no extrañó a nadie, porque las familias, los grupos de amigos o las parejas siguieron en lo suyo mientras estuve andando por ahí. Durante el tiempo que aguardé en el salón desierto el comienzo de la conferencia, leí en el periódico que cada año, cuando se organiza la Feria del Libro, los artesanos habituales mudan de la plaza sus quioscos y tablas a calles cercanas. Ignoro por qué esa información me pareció importante y, más aún, por qué se me quedó grabada. (Al día siguiente encontré el lugar provisorio de los artesanos, en unas cuadras aledañas a la plaza, donde se ordenaban por rubros y parecían reunidos por alguna prevención o emergencia.) Después, al término de la charla no hice ninguna pregunta; más aún, fui el primero en abandonar la sala y en buscar rápido el camino hacia la calle. Bajé por unos ascensores de vidrio que miraban hacia un amplio jardín interior, y cuando por fin dejé el edificio de eventos, algo que parecía haber sido un ministerio, sumarme a la procesión de la gente, como si fuera un fugitivo que precisa disimular, resultó ser mi única opción.

      El trazado de aquella plaza es como tengo dicho de los antiguos: una manzana cuadrangular con dos diagonales y dos líneas cruzadas que se tocan en el centro, donde hay una estatua. Pese a tan simple diseño, igual llegó un momento en que me sentí extraviado, probablemente a causa de la multitud, a lo que habría que sumar el volumen de la vegetación y la oscuridad nocturna. Cada tanto terminaba atracando en los mismos puestos de libros, en realidad eran muy pocos los que ofrecían títulos que despertaran mi curiosidad, por otra parte muy endeble, y sólo al rato de observar las mesas por entre los hombros de un ejército de curiosos, advertía que ya había estado en ese lugar, y que por supuesto me había detenido ante los mismos libros. Pero como presentía que quedaban lugares por recorrer, tampoco estaba seguro de los ya visitados. Por lo tanto volvía al flujo de la procesión y me dejaba llevar por ella. Recuerdo que mientras caminaba me adormecía la sucesión reiterada de las lámparas incandescentes que adornaban los puestos, tal como ocurre en algunas películas. De espaldas a la plaza teniendo en cuenta la orientación de la estatua central, sobre un corto pasaje que daba a un conjunto de edificios públicos, se ordenaban los puestos de comida de la Feria del Libro, también repletos. Los vahos de las cocinas, en general de frituras o de grasa fundida, llegaban según la brisa; y en varias oportunidades pude notar al levantar la vista las ráfagas de las humaredas atravesando las lámparas y los flecos o ribetes de los toldos. En fin. Debo decir que fue esta sensación de encierro dentro de la continua marea de gente la que me llevó a pensar en la existencia del parque que me gustaría visitar. Pensaba en la justicia de que se produjera una compensación.

      Uno consulta el plano de la primera ciudad que se le ocurre y todos los lugares parecen accesibles: sólo es necesario obedecer el mapa. Pero en la tarde que vengo mencionando, y como pasa casi siempre, la realidad se me reveló distinta. Los muros de contención de las calles elevadas, los costados de accesos y de puentes, las rampas de circulación peatonal o las exclusivas para autos, a cada momento y de distintas formas me impedían dejar atrás el punto de la zona céntrica al que había llegado con el solo objeto de continuar hasta el parque. Por otra parte, si intentaba un rodeo me exponía al riesgo de perderme o, peor todavía, a caminar a tientas y hasta el fin del día por calles indistintas y fatalmente tristes; porque