Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417731991
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o dos niños peleándose por un trozo de pan.

      Pero si había algo que identificaba a Valencia sin ningún género de dudas es que siempre fue un gran mercado, uno de los más importantes del mundo, un puente entre el norte y el sur, entre el Mediterráneo y la meseta, y sus habitantes una suerte de mercaderes infatigables. No era para nada casual que hubieran venido a establecerse comerciantes desde todos los rincones de Europa atraídos por su apreciado ambiente tan propicio para sus negocios.

      En la noche, sus numerosas puertas se cerraban, la ciudad en apariencia dormía tranquila, pero con la primera luz del sol la gran sinfonía daba comienzo; la plaza del Mercado era el gran surtidor de productos de La Huerta y se convertía en centro neurálgico de la vida ciudadana, que despertaba al alba cuando llegaban los carros de las huertanas bien repletos de hortalizas y frutas y se levantaban aquellos puestos de madera y lona limitados por capazos de esparto. En torno a esta plaza, cada barrio, cada puerta, cada calle, tenía una función claramente delimitada, eminentemente comercial, y emitía una nota totalmente diferente: aves, arroz y frutos secos en unas, sal, paja, algarrobas o caballerías en otras, esparto en la plaza de Mosén Sorell, tejidos y mantas en las calles de Mantas y Bolsería o los puestos de carne y pescado en la calle del Trench. Las fabulosas huertas y los barrios de pescadores estaban extramuros y sus productos se distribuían diariamente recorriendo también los caminos que llevaban del mercado al puerto y del puerto al mercado. Comerciantes de los lugares más remotos acudían allí para comprar y vender, para exportar sus maravillas por los confines del mundo. Pero también entraban y salían por sur, norte y oeste hacia todos los rincones del reino. Conocidas eran las caravanas que unían Valencia con Madrid para abastecer a la capital y a otros puntos de Castilla.

      La casa de los condes en Valencia era un palacete de bella factura, a la altura de los mejores de la ciudad. El conde y su hermano la habían adquirido años atrás, cuando las cosas les empezaron a ir bien. Gozaba de una ubicación excelente, muy cerca de la plaza de la Seo, y sin ser de un tamaño excesivo, contaba con todos los lujos propios de la alta aristocracia. En aquella casa se organizaban numerosas reuniones de negocios, espléndidas cenas o pomposas fiestas a las que acudían ilustres nobles, cultos caballeros y distinguidas damas de todas las comarcas que uno pudiera imaginar. Sin embargo, don Pedro la frecuentaba solo lo justo y necesario, nunca quiso instalarse allí, prefería vivir en el campo o en su defecto rodeado de huertas. Podría decirse que su hermano Luis vivía a cuerpo de rey, absolutamente en su salsa, gobernando a toda una legión de empleados, criados y artesanos al servicio de su excelso negocio.

      Al contario que su padre, que era serio y recto como un palo, su tío parecía estar siempre de buen humor y deseoso de disfrutar de los placeres que le ofrecía la vida. No era lo único en lo que no se parecían, a pesar de su cojera don Pedro era recio, fuerte y corpulento, Luis sin embargo era regordete y fofo como un cojín. La boca ancha y la forma de sus ojos oscuros eran probablemente la única marca que les señalaba como hermanos fuera de toda duda, aquella mirada clarividente y audaz era propia de los Martín. Con sus empleados don Luis era implacable, le gustaba que las cosas se hicieran siempre tal y como él quería, pero fuera de los negocios su comportamiento era más propio de un jovenzuelo alborotado que de un hombre hecho y derecho como él. Jamás acudía a las numerosas cacerías que organizaba su hermano, o si lo hacía era solo como mero espectador, su sitio eran las reuniones nocturnas en círculos de los caballeros de buena posición y las fiestas de postín.

      Salvador descubrió un día por casualidad uno de los secretos que su tío procuraba guardar celosamente a ojos de los demás. Fue en una de aquellas primeras noches en las que aún se estaba acostumbrando a ese nuevo mundo. Tenía algo de insomnio y se deslizó sigilosamente de la cama con la intención de salir al pequeño patio de la casa, se trataba de una costumbre que había adquirido desde pequeño, sobre todo desde que sus padres le separaron de Fineta. Contemplar las estrellas y la poderosa luna en medio de la oscuridad tenía un efecto balsámico para él. Por alguna extraña razón, admirar la grandeza del universo al lado de sus diminutos problemas le resultaba reconfortante.

      Al caminar a tientas por el pasillo le pareció escuchar unos gemidos que venían del dormitorio de su tío y se acercó hasta allí sigilosamente. La puerta estaba entreabierta y al exterior salía algo de luz de las velas encendidas. Sabía que estaba mal violar la intimidad de un dormitorio privado, pero no pudo resistir la tentación de intentar echar un pequeño vistazo. Al asomarse vio como yacía allí su tío con una de las sirvientas de la casa practicando actos lujuriosos. Contempló la escena asombrado, como quien descubre un juego prohibido, y a juzgar por sus caras los dos parecían estar disfrutando mucho del encuentro. Desde aquella noche nunca volvió a ver de la misma forma a Rosa, la joven y agradable criada de larga melena oscura y generosas formas. Sabía que ella visitaba muy a menudo el dormitorio de su tío Luis, pero nunca reveló a nadie su secreto ni se atrevió a importunarles por ello, principalmente porque no pensaba que a nadie le atañera ni le importara más que a ellos dos. Cuestiones de alcoba aparte, Salvador pensó que podría haberse acostumbrado perfectamente a la plácida vida que llevaba su tío, pero ya sabía que había otros planes para él, en breve ingresaría interno en el colegio jesuita de San Pablo.

      En su primer día, el propio director de la institución le presentó al que iba a ser su tutor, un cura de nariz puntiaguda, ojos saltones y calva reluciente llamado Fermín. Éste le acarició el pelo y le dio un par de cachetes en la mejilla con una confianza que no venía a cuento y le llevó hasta la clase en la que se impartían las principales materias. Al entrar por la puerta de la mano de aquel cura sobón las miradas de otros ocho chicos, todos con cara de muy espabilados, se clavaron en él de repente. Fermín pronunció su nombre en voz alta y se los fue presentando uno a uno con gran parsimonia, Salvador quiso morirse de la vergüenza.

      Terminados los prolegómenos, le pidió que tomara asiento y su instinto le guió hasta uno que había libre en la última fila. Desde aquel día compartió pupitre con Narcís y Miquel, un par de zoquetes con menos interés por estudiar que un cangrejo por la filosofía china. El padre Fermín lanzó una pregunta al aire.

      —¿Quién sabe decirme a qué se refiere la cuestión de la indivisibilidad del alma?

      ¿La indivisibilidad de qué? ¿De qué narices estaba hablando? Se preguntaba Salvador mirando al resto de la clase con perplejidad. Para su sorpresa, un alumno de la primera fila levantó la mano con decisión. El maestro dio un poco más de tiempo por si alguien más se animaba, pero nadie hizo ni siquiera el amago.

      —¿Y bien Serafín? —preguntó al alumno aventajado.

      —El alma tiene el ser de una sustancia y recibe el cuerpo en la comunión de su propio ser… —empezó a recitar.

      Mientras Salvador asistía con cierto pasmo a semejante verborrea, Narcís y Miquel empezaron a reírse por lo bajo. Salvador les miró con cara rara, sin saber muy bien de qué se reían.

      —Habla como los antiguos —le susurró Narcís.

      Salvador no le hizo mucho caso. No se estaba enterando de nada, pero no le parecía tampoco muy prudente burlarse de nadie en su primer día de clase.

      —Muy bien Serafín, excelente —le felicitó el profesor.

      —El que mejor ha indagado en esta materia es el gran Santo Tomás de Aquino —prosiguió Fermín—. ¿Alguien se acuerda de lo que decía?

      ¡Toma ya! Ahora había que parafrasear a un santo de memoria, ni más ni menos, así sin preámbulos ni leches. Esta vez no le sorprendió tanto que, una vez más, Serafín fuera el único que levantara la mano solícito.

      —El cuerpo no está unido al alma accidentalmente porque el mismo ser del alma es también ser del cuerpo, siendo, por tanto, común a los dos. El alma comunica el mismo ser con que ella subsiste a la materia corporal, y de ésta y del alma intelectiva se forma una sola entidad, de suerte que el ser que tiene todo el compuesto es también el ser del alma. Lo que no sucede en las otras formas no subsistentes. Por esto, permanece el alma en su ser una vez destruido el cuerpo, y no, en cambio, las otras formas. Lo que por esencia compete a una cosa es, evidentemente, inseparable de ella; y el ser le compete por esencia a la forma, que es acto.

      Y