Era un asceta. Pero un asceta con inesperadas facetas mundanas, sin duda que dictadas por su clase, por sus viajes, por su sentido de la elegancia, por sus lecturas, por su refinamiento interior, por su sociabilidad compradora, muy cotizada y también muy distintiva. Ciertamente le gustaba epatar, desconcertar y descolocar. Era un huésped agradecido, pero también un provocador. A la hora de reencontrarse consigo mismo, sin embargo, huía de la sobreexposición, del ruido mundano y de las burbujas del champán para volver a lo suyo: a una cama más bien dura, a una silla de palo, a sus canallescos baños de tina con agua fría. Alguna vez me contó que, en pleno invierno, había quedado engarrotado en medio de ese suplicio. Al día siguiente, lejos de “arrugar”, repitió el mismo baño, pero vació en el agua todas las cubetas de hielo que encontró en el refrigerador y me dijo que había sido santo remedio. −¿Cómo puede soportarlo?, le preguntaba. −Ah, tú no sabes −me decía−: una vez que sales del baño te sentirás como un príncipe.
Esta aversión al agua tibia, a las comodidades, al confort, al bienestar entendido como calefacción y sedentarismo, como almuerzos copiosos y siestas mullidas, como casas de película con una infinidad de artilugios electrónicos, como vidas algodonadas y mentes satisfechas, eran manifestaciones de su profunda fe en la disciplina y el rigor. La vida no podía ser para él un espacio de abandono satisfecho y de claudicación interior; la vida era para pelearla y hacerle la cruza. Desconfiaba de todo lo que fuera fácil y demasiado plácido. En su cosmogonía, la pereza y los apetitos matan. La pura ética del placer, asumida como estilo de vida, degrada. La laxitud, por su parte, adormece y atonta, atrofia y engorda. No andaba predicando la abstinencia, por cierto. Nunca fue un majadero del sacrificio ni alguien que impusiera a los demás lo que consideraba válido solo para sí. Al contrario. Como también era gozador, tenía y se daba sus fugas: sabía saborear un buen whisky, disfrutar de una cena de categoría y esmerada, de una recepción concurrida y divertida.
Siendo muy culto, nunca tuvo nada de libresco, sin embargo. Más que andar acumulando libros, los regalaba, los repartía. De hecho, tenía una biblioteca escasa. Si necesitaba consultar algo, muy simple, iba a la Biblioteca Nacional. Nada más ajeno a él que la acumulación. Era el anticoleccionista. Obviamente era un gran lector. De ensayos, de novelas, de historia. Fue un lector pionero de los escritores que más tarde fueron identificados con el boom de la literatura latinoamericana. Como era un gran actor, le cambiaba la voz cuando hablaba de Spengler, de Toynbee, de Heidegger. Lo mismo hacía al recordar las novelas canónicas de Graham Greene. Se paseaba con gran seguridad en literatura inglesa y francesa clásica y contemporánea. Leía regularmente The Times, The Guardian y Le Monde. Me consta que siguió con especial atención la obra de ese sarcástico economista keynesiano que fue John Kenneth Galbraith, liberal en el sentido gringo del término, más tarde designado por Kennedy como embajador en la India. Con todo, estaba muy al margen de los ritos más vanidosos de la alta cultura. Se reía su poco del academicismo hueco y solemne, de la especialización del conocimiento elevada al cuadrado, de los papers con mucha nota de pie de página, de las investigaciones monumentales en torno a temas que conectaban, más que con la realidad, con la vanidad intelectual o con los sesgos de moda de la academia. Bastante de esto seguramente le tocó ver desde su cargo en el Consejo de Rectores. Le correspondió además una época de transición que debió haber sido complicada para él, reforma universitaria incluida. Fue testigo de primera mano de la manera en que una institución nacida como instancia de diálogo y encuentro entre las universidades chilenas (“aunque no lo creas −me dijo alguna vez−, aquí originalmente no había más que seis sillones de felpa, mucho café y ganas de conversar”), se fue llenando con el tiempo de burócratas, sociólogos, encuestadores y expertos −mucho experto− en educación, en metodologías, en métricas de aprendizaje; cada uno más obsesionado que el otro respecto del cómo enseñar: que el franelógrafo, que el puntero, que la salida a terreno, que la televisión educativa, que la clase audiovisual, que la clase activa, que la clase a distancia, qué sé yo. Paralelamente, la organización y el sistema se iban volviendo cada vez más insensibles al qué, a los contenidos, al pensamiento, en función de una fatalidad que terminaría sumergiendo a la educación chilena en una confusión que se ha extendido por décadas.
Era un hombre alegre y optimista. Muy estable anímicamente, acogedor y divertido, era más de sonrisas que de carcajadas. Es posible que la alegría haya estado muy conectada en su caso a la espiritualidad, a la gratitud y fascinación ante la obra creadora de Dios. Esa disposición anímica lo volvía extremadamente receptivo a las personas. Pero no era alegre porque fuera un contento profesional ni un mero campeón de la “buena onda”. Era alegre porque era agradecido, porque tenía luz, porque sabía escuchar, sabía infundir energías y ponerse en el lugar de los deprimidos o bajoneados.
Fiel a Spengler, tenía desde luego un concepto trágico de la historia, si es que no también de la vida misma. Se trata, entonces, de un optimismo matizado el suyo, de un optimismo que no está hecho de puro voluntarismo. Creía que el dolor era una experiencia ineludible e inevitable. Nunca lo entendió como una escuela de virtud ni cosa que se le parezca, porque a veces el dolor destruye a las personas, pero creía que sin dolor era difícil que una experiencia humana permaneciera en el tiempo y pudiera aportar al crecimiento personal.
Como se formó intelectualmente en un período en que la democracia liberal estuvo sometida a fuertes entredichos, no le costó gran cosa conectar estos cuestionamientos con las visiones más bien sombrías y casi proféticas del autor de La decadencia de Occidente. Sus sospechas apuntaban a que, por mucho que los datos de la superficie dijeran otra cosa, y por brillantes que parecieran las conquistas de la tecnología, la civilización se estaba hundiendo irremisiblemente, a la luz de los antecedentes que aportaban la crisis económica, la pérdida del ethos heroico de la vida pública, el deterioro de la voluntad de poder y, no en último lugar, el efecto corruptor del dinero sobre las mentalidades y las instituciones.
Puesto que el de Spengler también fue un determinismo, en la medida en que fue un pensador que trató de desentrañar los ritmos y la legalidad con arreglo a los cuales se movía el comportamiento histórico, no debe haber sido fácil para él conciliar estas fatalidades, que en el fondo relativizan mucho el ámbito de la libertad y el margen de los individuos para sobreponerse a los dictados de las leyes históricas, con su sentido de la autodeterminación individual, con su apego a la democracia y su resuelto rechazo a los totalitarismos. A diferencia de su primo Miguel Serrano, poeta y gran diplomático, nunca tuvo apego alguno por el nazismo o la causa del Tercer Reich. Apoyó resueltamente al bando republicano en la Guerra Civil Española, llegando a financiar un pequeño diario que le costó el término de “descastado” en su momento. Durante la guerra sus simpatías siempre estuvieron derechamente con la causa aliada y se preocupó no solo de manifestarlas sino también de difundirlas.
Fue un seductor. Un seductor destacado, infatigable y eximio incluso en esa época en que la galantería, el piropo y el trato delicado a las mujeres eran parte de la urbanidad inconsciente y natural de los sectores mas cultivados de la elite. Seducía a las mujeres con sus atenciones, con su palabra, con su ingenio. Le gustaba escucharlas y hacerlas hablar. Les celebraba sus dichos, las adoraba en sus contradicciones, las exaltaba en su encanto. Fue un feminista mucho antes del feminismo y no solo porque tuviera seis mujeres en casa, su señora y sus cinco hijas. Fue un feminista porque sabía que las mujeres podían ser mucho más agudas que los varones, porque tenían una inteligencia anterior a la que miden los test de inteligencia, conectadas como ellas están a las verdades de la tierra y el sentimiento, y porque sin su cariño, sin su dulzura en los días de la infancia, sin su espontaneidad y belleza en las plenitudes de la vida adulta, sin su sabiduría en la vejez, sin su aporte en los momentos cruciales de la historia, el mundo y la vida difícilmente podrían tener el voltaje que tienen. Alguna vez me correspondió acompañarlo a una perfumería