Se sabe que las figuras son parte del texto, pero es un hecho que por mucho tiempo han sido sometidas a un coeficiente de invisibilidad y relegadas del conjunto de medios usados por Descartes para modelar su pensamiento, en una valoración completamente desequilibrada entre texto e imagen. Es paradójico, pero esta relegación se debe precisamente, como he aludido antes (de acuerdo con Baigrie) a una excesiva fidelidad en la observancia exclusiva de sus principios filosóficos, lo que olvida todo aquello que queda escrito entre las imágenes y con las imágenes en sus libros.
Las ilustraciones de Descartes, como sucede con gran parte de las láminas científicas, se caracterizan por formar parte de una dimensión compleja en la que la representación naturalista científica de los fenómenos físicos y orgánicos está necesariamente asociada a la representación natural de tipo artístico, esencial para la descripción figurativa de las demostraciones. En ambos casos, como sucede en cualquier relación entre texto e imagen —como explica Montgomery— se vuelve necesaria una competencia estética, en el sentido estricto del término, por el hecho de que debe reproducir tanto la percepción sensible del mundo como la representativa conceptual que el propio libro como dispositivo exige19.
Una última consideración después de estas premisas. Las ilustraciones científicas son representaciones asociadas a textos, y este simple hecho nos retrotrae hacia una antigua articulación, para nada simple: la relación entre palabra e imagen. Ésta es representada históricamente a través de un modelo de oposición, el que pocas veces es integrado pacíficamente al interior de los grandes modelos filosóficos. La confluencia texto-imagen, en algunos momentos ha vuelto a ser un hecho más bien problemático, en la medida en que se desenvuelve entre dos prohibiciones ancestrales de la cultura occidental: la iconolatría y la iconofobia. Como describe agudamente Cassirer, la articulación entre texto e imagen se desarrolla en el límite entre el “fetichismo de las palabras” —que habitualmente se asocia a lo verdadero en el sentido ideal de las ideas—, y el “fetichismo de las imágenes” —en general asociado a la condena de la mimesis y las artes visuales, expresado por el concepto de simulacro platónico—, lo que transforma el concepto de imagen en una noción aun más compleja e inestable20. Como sucede con cualquier elemento removido o reprimido por la cultura, cada vez que es excluida de la estructura general de la experiencia con el objetivo de expulsarla del pensamiento puro, la imagen siempre vuelve. Por esta razón, es convocada necesariamente por la exigencia epistemológica simultánea que hace posible la demostración científica, el ejemplo y la figuración en sí misma. La fobia y fascinación ancestral hacia la imagen, es asociada tradicionalmente a una reacción resuelta por un cierto tipo de filosofía, ante la herencia sofista cuyos vicios se habrían infiltrado, como una caja de Pandora, a través de disciplinas como la retórica y la poética, consideradas como prácticas impuras desde los primeros tiempos de la filosofía. Esta actitud negativa en relación a la imagen ha encontrado una amplia recepción en algunas doctrinas filosóficas, por cuanto aquel modelo idealista habría servido para alejarse de los elementos aportados por la dimensión sensible de la experiencia y también para protegerse de aquel fantasma llamado Error.
No podemos pensar sin imágenes, y esto Descartes bien lo sabe, aun cuando él estaría de acuerdo, en un sentido teórico, con el principio idealista que parangona la imagen al engaño, bajo el principio representativo sensible que la misma imagen contiene. Pero —como demuestra Cassirer— un comportamiento de este tipo frente a la imagen sirve solamente mientras nos movamos en una óptica metafísica, dado que en términos de un análisis del conjunto efectivo del conocimiento humano, debemos necesariamente abandonar estas premisas e intentar alcanzar los elementos implicados fuera del universo unívoco establecido —propiamente metafísico— para pasar a uno integral, de carácter más bien cultural. De esta manera, es decir, mediante el establecimiento de un diálogo comparativo derivado del mismo ejercicio de lectura de las imágenes en cuanto imágenes, llegaremos a la confluencia de aspectos de la experiencia sensible e intelectiva, necesariamente enlazados a través de cualquier forma de meta-cognición, es decir, de la toma de conciencia que implica toda idea plasmada ya sea en imágenes o palabras21.
En conclusión, tanto las imágenes usadas en los libros técnico científicos como las figuraciones llamadas literarias no pueden ser sometidas, en tanto imágenes, solo a una óptica inmaterial sujeta a la polaridad verdadero/falso, porque corresponden a un universo simbólico más amplio en el que solo podemos restringirnos a juzgar su adecuación: pueden ser exactas o equivocadas, claras o confusas, pero no verdaderas o falsas. Son ilustraciones de demostraciones científicas “puestas en imagen” (mise en image), para usar un galicismo preciso. En el contexto de la demostración, como ejercicio propio de la práctica de la escritura, la noción de simulacro se desmantela completamente. En el ámbito de la palabra y de sus convenciones —el de los símbolos verbales y visuales— la imagen propone un sistema complementario que comparece, inevitablemente, más allá de la intencionalidad del autor que podría querer reducirlo a una esfera teórica abstracta y puramente conceptual. Y esto se debe principalmente al hecho de que la experiencia y las convenciones del lenguaje mismo, incluidas aquellas iconográficas, se vuelven, ahora sí, elementos inimaginables, en el sentido de que serían impensables sin este principio mixto, nuclear, de imagen y significación22.
¿Cuál sería en consecuencia el tabú con el que nos enfrentamos al indagar en la relación entre texto e imagen en Descartes? Simple: su doctrina establece un principio crítico hacia la experiencia sensible, principalmente aquella visual. Por esta razón, las imágenes de sus libros tradicionalmente han sido omitidas al estudiar su obra. O bien, supongamos que, como algunos comentaristas han concluido: las imágenes podrían significar una cierta relación con el contexto artístico de la época, y como a Descartes el arte no le interesaba (absurdo bastante difundido entre sus epígonos) las imágenes no debían ser consideradas. No obstante, las imágenes en sus libros nos observan. Veamos entonces qué cosas nos dicen si intentamos mirarlas nuevamente, tal vez con otros ojos, ayudados por los lentes de la historia. Sobre todo aquella disciplina que se interesa en este tipo de objetos, es decir, desde una perspectiva de la historia de la imagen.
Hablar de una iconografía cartesiana, nos permite asumir el hecho de que, en sus escritos, el filósofo logra formar una colección de imágenes que constituyen un universo de elementos que pueden leerse en un sistema general de asociaciones. Esta metodología, retomada especialmente en el contexto de la iconología del arte de fines del siglo XIX, representada por Aby Warburg, junto a toda la tradición posterior, propone necesariamente un desplazamiento hacia un contexto figurativo —aquello que hoy llamamos un imaginario— en el que Descartes, pero también las personas que trabajaron en sus ediciones, basan sus raíces visuales. Esto, con el objetivo de trazar una memoria representada por las mismas imágenes en tanto fuentes, no solo ilustrativas, sino también narrativas. Estamos frente a documentos que simbolizan una coincidencia peculiar, ya que entre todos los objetos históricos que podemos imaginar, el conjunto que conforman texto e imagen es, en un sentido arqueológico, uno de los más elocuentes. Es así que volveremos constantemente sobre aquella idea de Warburg de ampliar “la noción nietzscheana de una filología capaz, no solo de examinar el arte bajo la óptica de la ciencia, sino también de examinar la ciencia bajo la óptica del artista”23.
He intentado fundir cada uno de estos tres aspectos: ciencia, libros ilustrados e iconología, porque el momento histórico entre el siglo XVI y XVII así lo exige. Las imágenes usadas por Descartes en las láminas científicas son representaciones de razonamientos y en algunos casos esto es preciso, pero en otros las imágenes son tomadas del universo representativo general, es decir, del mundo figurativo que contiene personas, cosas, animales (como el ejemplo del ciego con el perro, el sol, las estrellas, el viejo matemático frente al modelo del ojo, las nubes, los cristales, el hielo, etc.). En otros pasajes se trata de figuras verbales que hacen referencia a un mundo literario cercano a la cultura humanista de la época, lo que contradice la negación de la tradición clásica que el propio Descartes recomienda y que se manifiesta con claridad en los dichos y lemas tradicionales que entrelaza como sentencias, así como con las metáforas eruditas o parangones que él mismo crea. Es verdad que es posible