Simultáneamente, esta particular coyuntura que vincula al filósofo, al científico y al escritor, implicó seguir una dirección centrada en la identificación de las “decisiones del autor”, y, por tanto, proyectar un criterio general que permitiera, a través de la lectura de esas imágenes, establecer un parámetro de análisis capaz de volver legibles estos objetos propios del trabajo científico. De este modo, trabajé en la identificación de elementos representativos del contexto iconográfico de la época, buscando ir más allá del estudio circunscrito al interior de los mismos tratados, cuidando, al mismo tiempo, de no enajenarlos del principio demostrativo que los regula en cuanto ejemplos, prueba u objeto de trabajo científico idealizado en su modelo gráfico2. Este criterio iconológico tenía como objetivo establecer un ámbito referencial que, al mismo tiempo, permitiera interpretar el conjunto de imágenes de los tratados de Descartes como si se tratase de un repertorio representativo del ejercicio mismo de la demostración científica en su obra, a través de las láminas que apoyan la lectura de su primer libro, así como de algunos ejemplos extraídos de sus textos póstumos. De manera que se pueda dimensionar el grado de influencia de estas decisiones “gráficas” del autor en sus editores posteriores.
Descartes reconoce la dificultad que representa la diferenciación entre mundo y representación, y establece algunas premisas sobre el tema en determinados momentos de sus escritos. A modo de ejemplo, leamos un pasaje de la Dioptrique, publicada junto al Discours de la méthode (1637):
Vemos así que los grabados, realizados solamente con un poco de tinta esparcida por aquí y allá sobre un papel, representan bosques, ciudades, hombres e incluso batallas y tempestades. No obstante, de las infinitas características que nos hacen concebir estos objetos, no hay ninguna, a excepción de la figura misma, a la cual se asemejen. Pero también aquí se trata de una semejanza muy imperfecta, visto que, sobre una superficie plana, estas imágenes representan cuerpos tanto en relieve como en profundidad, y además, conforme a las reglas de la perspectiva, frecuentemente representan círculos a través de óvalos, en vez de representarlos con otros círculos, y cuadrados mediante rombos, en vez de con otros cuadrados, y así para todas las demás figuras. Por lo tanto, para lograr imágenes más perfectas y que representen mejor un objeto, éstas no deben parecérsele3.
Esta actitud crítica hacia la imagen la encontramos también en las Meditaciones Metafísicas (Meditationes di Prima Philosophia, 1641), así como en El Mundo (Le Monde, póstumo, 1677) y en las Reglas para la dirección del ingenio (Regulae ad directionem ingenii, póstuma, 1684); predisposición que será asumida por la tradición del cartesianismo como prueba extensiva de la condición negativa de la imagen, entendida como representación visual, al interior de su doctrina filosofica general4. Por este motivo, su pensamiento será identificado históricamente como parte del conjunto de doctrinas filosóficas idealistas que adscriben a una desconfianza general de la imagen en relación al conocimiento, tal como había sido establecido por la herencia del platonismo.
En varios pasajes de sus obras, Descartes identifica con precisión algunas nociones fundamentales de su doctrina de la imagen, la relación entre las palabras y las cosas, la sensación y el pensamiento, la memoria, la imagen y, por cierto, la imaginación misma como principio de representación mental. Se establecen así los criterios generales que permitirán conocer con certeza aquella configuración del “nuevo mundo” de las verdaderas causas, reconocido bajo el criterio de mundus est fabula —sobre todo como modelo físico-matemático— “claro y distinto”. Es con estos criterios que, para Descartes, logramos alcanzar la verdad y acabar con los fantasmas heredados y aprendidos durante la infancia. Por lo tanto, será preciso suspender momentáneamente esta acepción de su doctrina de la imagen —tal como veremos—, mientras intentamos abrir espacio a otros objetivos de estudio al interior de la obra de este “Descartes ampliado”. Porque, más allá de la doctrina filosófica por él establecida, como escritor, utilizó ampliamente elementos gráficos, en concordancia con tantos otros tratados científicos, y requirió de ejemplos visuales para sus demostraciones.
Es verdad que las imágenes usadas por él no son representaciones que busquen copiar la naturaleza de manera realista, como sí sería el caso del arte que Descartes critica en el fragmento antes citado. En su caso, se trata de esquemas, diagramas y modelos, los que, si bien pueden ser considerados estrictamente como elementos instrumentales de las demostraciones, al mismo tiempo, representan un material esencial para conocer más sobre las decisiones que Descartes debió asumir como autor y editor de sus propios textos científicos.
La doctrina cartesiana de la imagen establece un criterio escéptico frente a las imágenes, aun cuando éstas aparezcan en sus libros y no puedan ser consideradas como elementos insignificantes, por cuanto ellas mismas son instrumentos que revelan, si no el imaginario del escritor, sí al menos aquel establecido por él junto a sus colaboradores durante la producción de sus libros. Adicionalmente, estos elementos visuales permiten medir aquella distancia que se establece entre teoría y práctica con las imágenes, dado que éstas, en cuanto ejemplos, deben igualmente mantener una relación estrecha con la realidad de las cosas que buscan representar, de modo de favorecer la comparación, como analogía visual. Cualquier ilustración científica se fundamenta sobre el mismo principio epistemológico general e instala una perspectiva similar a aquella que el mismo Descartes criticaba, al considerar que los artistas necesariamente deforman los objetos para representarlos bajo formas esquemáticas, más allá si éstos tienen como fin la comprensión de las causas o simplemente la descripción del mundo que representan. De esta manera, como en el caso de las reglas de la perspectiva visual, la ciencia transforma los objetos, tal como se hace en una comparación teórica, dado que cualquiera sea la elección implicada en la analogía, supone la necesidad de fijar la demostración en relación a un ángulo preciso, de acuerdo a su fin. Este ángulo —el que a partir del siglo XIX se llamará “objetividad científica”— por una parte, se manifiesta justamente en la transcripción icónica de las descripciones verbales deducidas del mismo modelo de analogía visual propuesto aquí, y, por otra, está sometido, como elemento del libro mismo, al juicio de los lectores y del propio autor, en tanto ilustración de la demostración científica que ofrece.
Como concluye Blanchard, a propósito de la conducción retórica de este período en su libro L’optique du discours au XVII, debemos considerar que es el mismo filósofo quien exige continuamente a su lector la superación de los límites entre la doctrina y la materialización de ésta, dentro de la convención de un modelo conceptual entre filosofía y práctica, entre libro y escritura. Al mismo tiempo que es lo que posibilita el paso desde el mundo visible de la experiencia a aquel invisible del pensamiento5. Este modelo representativo, que distingue entre visibilidad científica e invisibilidad metafísica, exige un cierto tipo de participación subjetiva, por el hecho de que la ciencia inevitablemente necesita un plano práctico donde la mediación de los sentidos y la imaginación del lector son indispensables. Al margen de la desconfianza teórica preestablecida por ciertas doctrinas filosóficas —como precisamente sería el caso de Descartes— para transmitir el conocimiento cifrado tanto en el texto como en las imágenes.
Podemos decir que nuestro filósofo demuestra cierta cercanía a su propia doctrina de la imagen solo en algunos momentos, puesto que en otros, por ejemplo aquellos que competen a la publicación de sus libros, debe contravenir sus propias premisas para establecer aquel otro fin necesario de la demostración, por medio de ejemplos claros en términos gráficos, es decir, visuales: la elocuencia del razonamiento.
Descartes