Hemos reservado para el final los agradecimientos que, en realidad, consideramos entre los más importantes: a Antonio Bagnoli, de ediciones Pendragon, por haber incluido nuestro libro en su catálogo con tanta confianza, y a Giovanni Solimine, a quien es necesario sumar aquí junto con las personas que se han demostrado más disponibles con nosotros, para que todos sepan cuánto afecto se encuentra también en esta expresión de reconocimiento.
Finalmente, nos dirigimos a Edoardo Barbieri con nuestro agradecimiento más sentido por haber confiado en nuestro trabajo desde los inicios y por haber prologado el libro con tanta competencia; ha sido para nosotros no solo un signo de amistad, sino también motivo de gran orgullo.
Esperando no habernos olvidado de nadie; confiamos a esta nota también el encargo de absolvernos de la tarea de excusarnos, si eso hubiese acontecido.
PREFACIO
Edoardo Barbieri
La dramática pobreza lingüística de nuestros estudiantes me resulta evidente cuando, para explicar la conformación de la prensa (1) tipográfica manual y su necesidad de contener la dispersión de energía causada por la modificación (obtenida gracias al tornillo sin fin) de la dirección del vector de la fuerza (la que se aplica desde el tirador a la barra), pregunto qué verbo se emplea en italiano para expresar la idea de dar inicio a una actividad tipográfica. Ya casi nadie recuerda que la Accademia della Crusca enseña la expresión impiantare (‘implantar’) una prensa, subrayando de este modo la necesidad de que se fije de manera firme. Si todo eso tiene sus implicancias puramente técnicas, tanto en las grandes “patas” que fijan la prensa al piso como en la corona de viguetas inclinadas, la cual, a su vez, ancla a las dos vigas al techo (tal como bien puede apreciarse en la imprenta representada en la célebre Danza macabra lionesa de finales del siglo XV, así como en las ilustraciones realizadas para la Enciclopedia), no menos graves son las otras consecuencias que se derivan de esto. (2) En efecto, una cierta mitología de los imprenteros ambulantes será puesta seriamente en discusión, aún cuando esté relacionada con figuras que podemos considerar bohemias e intrigantes, como los cerretanos y los juglares, (3) porque parece más conveniente insistir (tanto desde un punto de vista didáctico como histórico) en la estabilidad de las prensas, también para subrayar cómo, en el caso de los impresores, se trataba de una profesionalidad compleja que necesitaba de instrumentos, materiales, conocimientos e inversiones que, por cierto, no podían improvisarse.
Es por todo esto que no solo es útil, sino que también resulta indispensable, considerar el fenómeno del traslado de los tipógrafos de una localidad a otra, motivado por razones muy diversas. Así lo ha demostrado un amplio proyecto de investigación dedicado a la “Movilidad de los oficios del libro”, desarrollado en un bello congreso romano –cuyas actas ya se encuentran disponibles– y un (perfectible) repertorio. (4) La proclamada “estabilidad” de las prensas será, pues, siempre relativa, ligada no solo a la transitoriedad de las cosas humanas, sino, de manera más específica, a una unión connatural con una clase de trabajadores especializados que dependen no tanto del territorio de origen como del mercado de trabajo (también Renzo Tramaglino, que es un obrero especializado en la elaboración de la seda, se traslada siguiendo las líneas de una “geografía de la migración”). Líneas o rutas también muy extendidas cuando llega la imprenta, a mediados del siglo XVI, a Cerdeña o también a América Central. En ambos casos, sus protagonistas eran trabajadores originarios de la zona de Brescia. (5)
Dicho esto, si de manera razonable el historiador del libro puede ceder a la idea de una estabilidad del taller tipográfico “variable” o “desdoblada”, el discurso que aquí se pone en juego posee una naturaleza muy diferente. En efecto, en el ya citado congreso romano, la coautora de este volumen, al hablar de prensas que funcionaban montadas sobre carros y carritos durante varias ocasiones festivas, religiosas o políticas (y, para esto, véase también aquí el capítulo 2) había querido maravillar a sus oyentes releyendo el canon de la “movilidad” transfiriéndolo, por decirlo de algún modo, de las macroestructuras a las microestructuras. Tales manifestaciones, tan ligadas al canon de lo efímero, de lo excepcional, del boato de la fiesta, podían aparecer más como cosas extrañas y monstruosas, que debían ser evaluadas como fenómenos absolutamente raros que dan lustre a la doctrina del investigador pero que, desde el punto de vista historiográfico, resultan decididamente insignificantes. Aquí, en cambio, con una indómita energía que sorprende aún más cuanto más se conocen las dificultades objetivas de tal empresa, Alessandro Corubolo y Maria Gioia Tavoni han tenido la capacidad de mostrar (valiéndose, también, de un precioso repertorio iconográfico) cómo esos casos, superando la pura curiosidad, pueden ser documentados de manera más amplia y sólida e iluminar un aspecto del arte tipográfico pocas veces considerado.
Luego de una introducción dedicada a los problemas de índole tecnológica, el texto se mueve a lo largo de recorridos –en parte paralelos– que, aunque no desdeñan la organización cronológica de las informaciones, intentan cubrir las varias tipologías en que se manifiesta la idea misma de “imprenta itinerante.” Para lograrlo, a veces es necesario aglutinar experiencias heterónomas, como la de la imprenta misionera (se da como ejemplo el caso del Tíbet) que encontramos en el capítulo dedicado a la imprenta de guerra. Justamente sobre esa línea se habrían podido alinear otros episodios, como el de la tipografía franciscana de Tierra Santa en Jerusalén, implantada a mediados del siglo XIX gracias a una prensa y al material tipográfico que fueron enviados desde Viena y que constituyó la primera imprenta con caracteres arábigos y latinos de la zona. (6) Con respecto a los medios de transporte utilizados de diversos modos, si se considera que quizás el tren parece ser un medio más apto que otros para tal fin, no queda otro remedio que entrar en el terreno de la fantasía. Cuando, pues, años atrás, en los tiempos en los que se comenzó a hablar de la impresión de nuestros productos tipográficos en China –en especial de los de cartón y de los libros ilustrados o libros-juguete para niños (un fenómeno, este, que ya ha alcanzado proporciones colosales, garantiza la calidad de los materiales, de la realización y precios absolutamente competitivos respecto del mercado europeo)– (7) hubo quien, no sé si con razón o sin ella, insinuó que grandes máquinas de imprenta o, inclusive, fábricas enteras con tipografías y talleres de encuadernación habían sido montados sobre enormes naves y que filas de obreros chinos eran obligados a trabajar en condiciones ilegales. Al fin de cuentas, nada nuevo bajo el sol, dado que también en este libro se habla de prensas montadas en navíos y barcos. Aún en los años cincuenta, en el transatlántico italiano Andrea Doria, el cual se hundió trágicamente el 25 de julio de 1956 sobre la costa estadounidense, se imprimía para los pasajeros un periódico en italiano e inglés, armado en la nave por un linotipista que recibía las noticias desde tierra, vía radio.
Y, sin embargo, el principio mismo de la movilidad de las prensas entra en relación con características específicas que ellas mismas deberán conquistarse. La primera será la transportabilidad, la cual comportará una mayor reducción posible de peso y de dimensiones. Si ya la llegada de la imprenta a Italia, con los dos casos –probablemente paralelos– de Bondeno y Subiaco es suficientemente indicativa en tal sentido, (8) el ejemplo de la Frotola nova, una breve serie de textos que en una época había sido atribuida a Aldo Manuzio y que ya ha sido en gran medida analizada, constituye un interesante caso de impresión de un medio folio (debería tratarse de un “ventilador”) (Milano, 1990: 198-205) realizado por un tipógrafo ambulante que usaba una pequeña prensa dotada de una muy limitada variedad de caracteres (Barbieri, 1997). Por cierto, tal principio, visto desde una perspectiva diacrónica, se conecta aquí con la invención de la minerva de impresión que, en superficies relativamente limitadas y para productos tipográficos sobre todo no literarios y de baja calidad (tales como volantes, manifiestos, periódicos) permitía un rendimiento adecuado y veloz (Gaskell, 1972: 263-265). Y no es casual que los filmes western –con la serie infinita de periódicos locales y de sus periodistas-redactores-diagramadores dotados de sobremangas negras, de sus sedes improbables– sean el género cinematográfico en el que, sin duda, las imprentas están más presentes y casi siempre bajo la forma de la minerva. Pero