—¿Sabes? –Se le acercó ella casi hasta rozarle los labios, poniéndole una cara dulce–, me gustaría tener un hogar, con hijos y todo.
—Será cuando ganemos la guerra… –Mas ella lo interrumpió para no dejarle dar un respiro.
—¿Tú de veras crees que vamos a ganar la guerra?
—¿Por qué no?
—Porque cada vez nos corretean más, cada vez estamos más adentro de la selva, cada vez tenemos menos comida y ni drogas se consiguen.
—Aunque tenemos mucha plata y con ella se consigue de todo. Y además a mí me tienen confianza y me dejan manejar mucho billete.
—Qué va, por ahora lo único que hacen es encaletarla. Para nada sirve el dinero guardado. Además, eso va para el alto mando.
—Yo sé dónde se encuentran algunas caletas con mucho dinero. Tengo las coordenadas. No iba a ser tan bobo de no guardarlas sabiendo que yo mismo las enterré.
“Lo cierto fue que Chorro de Humo comenzó a pensar más allá de los límites, más de lo que le permitían sus principios revolucionarios. ‘Esa mujer puede tener razón’, pensaba. Llevaban casi tres años de un lado para otro, a los secuestrados los habían cambiado de frente varias veces y empezaba a ver que muchos compañeros, incluso buenos amigos, desertaban de las filas. ¿Cuándo se había visto tal cosa? Antes de cruzar la serranía del Chiribiquete, iban con frecuencia a La Macarena y a Miraflores y hasta bebían en los pueblos, sin riesgos y rodeados de amigos.
“Él conocía el Apaporis, el Ajajú y La Tunia y el Vaupés como la palma de su mano, pero no sabía cómo conseguir un permiso para llegar a Buenos Aires. Ahora ni pensar en disfrutar; estaban pasando por épocas de vacas flacas, por tiempo vidrio. Sin drogas para un simple dolor de cabeza y sin remesas de arroz o de lentejas. Intentaba el negro hacer un recuento de los compañeros muertos y no le alcanzaban los dedos de las manos y los pies, y esos eran los que conocía. ‘Cuántos muertos hemos enterrado que ni siquiera sé cómo se llaman’, decía entre dientes.
“Y para qué mentirse uno mismo, plata sí había y para qué les servía si no podían gastarla. Millones de dólares que no tenían manera de cambiar, empacados en chuspas y en canecas plásticas. Cuántas caletas por ahí desperdigadas, conservando unos mapas hechos a mano y estableciendo coordenadas guardadas en unos aparatos que mantenían los jefes escondidos en sus morrales y sin saber si podían regresar por ellas porque de tanto camuflarlas ni uno mismo sabía cómo se distinguían los sitios. Tres años hacía que les había tocado dejar la primera caleta de esas y nunca habían podido regresar. Uno oye decir que vamos a volver a tal o cual campamento y eso no es posible. Aquí los caminos son parecidos y los caños son iguales y la selva guarda la misma monotonía de siempre, con pájaros que ahora uno siente cantar de la misma manera y culebras de colores similares y árboles que no se sabe qué son y a los que no se les ven las flores.
‘Esa mujer puede tener mucha razón’, cavilaba Chorro de Humo y empezaba a tener pensamientos que lo alejaban del lugar; primero, el comandante Jerónimo les daba permiso de vivir juntos y entonces él se la llevaba a su hamaca y allí hacían innumerables jornadas de amor sin cuidarse de los merodeadores; luego, así no les dieran permiso ellos se veían a escondidas en medio del bosque y ahí se desnudaban y se recorrían a besos; después, como no podían verse, habían decidido escapar a toda costa. Pensaron sortear los recorridos por el río y esquivar las minas enterradas por ellos mismos y cruzar las selvas, impenetrables, alimentándose de animales que cazaran en el camino, de frutas silvestres y de palmiche, hasta lograr llegar a un caserío en donde no los conocieran y allí se entregarían al ejército.
“La oportunidad les llegó de manera diferente. Un día Jerónimo necesitó medicamentos urgentes para unas fiebres terciarias que asolaron medio campamento y comisionaron a Chorro de Humo para que fuera a buscarlas. Él solicitó la compañía de Astrid, lo cual le fue concedido al parecer como pago por sus servicios prestados. Fue así como salió rumbo a Buenos Aires, sobre la ribera del Ajajú, lugar que el hombre conocía, según se lo había dicho a muchos en el campamento: ‘palmo a palmo’. Así fue”.
9.
Sulay sueña todos los días con un guerrillero sin nombre. Ese de ojos con estrellas en las pupilas, que se le acercó un día en la ribera del río y le dijo que ella era muy bonita; aquel que le pidió irse con él para acompañarlo en su lucha revolucionaria. Lo recuerda como si hubiera sido hoy. Su sonrisa, la piel de sus manos, lo fuerte de sus brazos. El único presentimiento que conserva como esperanza es que esté en el mismo comando con sus dos hermanos, Koya y Necul, aunque de ellos tampoco volvió a saber nada. La desesperación es cada vez mayor, sobre todo desde que unos helicópteros, como libélulas gigantes, cruzan por la zona con sus retumbos de miedo. Esos aparatos son una novedad para ella y por eso al sentir la cercanía de alguno de ellos, sale despavorida, deja lo que esté haciendo y escondida detrás de las ramas de un árbol, los sigue con los ojos bien abiertos hasta verlos desaparecer y continúa ahí hasta que el retumbo se desvanece. Incluso piensa que él y sus hermanos pueden haber muerto en los bombardeos que hace el ejército en la selva contra los campamentos de los guerrilleros. Ella conserva el anhelo de que la persona en quien piensa y sus hermanos todavía estén vivos. Sulay sigue soñando con él, es el primer hombre en hablarle de su belleza y aunque no sabe cómo será eso de estar enamorada e irse a vivir con alguien, siente un vacío en la boca del estómago y no le provoca comer. Está como picada de una especie de desasosiego que la mantiene atormentada.
Su madre, Uma, la ve como perdida en un sueño y se lo explica a su marido. “Hace mal los oficios y se le olvidan las tareas”. Ha ensayado sin resultado alguno las raíces de valeriana y las flores de tilo, y Tayel dice que son cuestiones de la edad, ya se le pasará. Mas es tanta la insistencia de la madre, que Tayel accede a llevarla un día a Barranquillita para un examen médico, a ver si sufre alguna enfermedad de esas raras que le están afectando las entendederas. Y ese día llega, los designios son así. No es tan fácil, hay que ir cuatro horas remando contra la corriente y en el invierno los ríos están crecidos y torrentosos.
En el bongo, fabricado por él mismo, van también dos raciones de plátanos, nadie sabe cuáles pueden ser los imprevistos de un viaje de tal naturaleza. Tayel es experto remero y sabe por dónde la corriente es más suave. Sulay aprovecha para mirar el paisaje, los alcaravanes que cruzan con su alboroto de aves desesperadas, los remolinos de las orillas, los raudos de la corriente, las dantas que se esconden al sentir la presencia intrusa, las hojas secas que se precipitan desde lo alto de los frondosos árboles y los caimanes que toman el sol del mediodía en el arenal de las orillas. Tayel, que hace mucho no va hasta Barranquillita, encuentra el pueblo cambiado. Como nunca. Hay allí una base del ejército que antes no existía y cuando llegan al embarcadero, unos soldados de guardia, armados hasta los dientes, les piden papeles y requisan al padre de la muchacha. El indio tiene su cédula y siempre la lleva en una bolsa de plástico, y Sulay es apenas una niña y aún no tiene papeles.
Cada uno carga una ración de plátanos al hombro y juntos recorren los caminos que los conducen por entre los ranchos. Apresuran el paso. Deben atravesar el poblado antes de que se acaben las fichas que reparten para las consultas médicas. Hace calor y hambre a esa hora del día. Primero descargan los plátanos en el granero de un indio conocido en la región. Allí los dejan como en consignación y el agregado les da un anticipo pues es costumbre conocida que los indios llegan sin dinero. Con ello piensan pagar la consulta, la comida y si es posible