El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jaime Restrepo Cuartas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587205312
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ese tiempo qué va a saber de medicina, si los médicos se queman las pestañas como diez años y aun así se les mueren los enfermos. No habiendo más, él es el doctor de la tropa, por lo menos para las cosas rutinarias. El otro, La Sombra, guarda las herramientas de cirujano, como cuchillos, pinzas, agujas, aparatos para hacer abortos e incluso medicamentos, en una bolsa impermeable, y muchas veces saca a orear las drogas y las gasas al sol porque en las correrías los paquetes se le llenan de agua. Lo que sí es ese tipo es arriesgado, no se le da nada afilar un cuchillo y abrirle a una mujer la barriga, emborrachándola primero, y cuando está dormida de la rasca, la amarra a unas estacas y la abre sin más anestesia que el alcohol y sin consideración alguna. Así les hace las cesáreas, cuando el niño se atranca. Y en este momento dice que tiene una candidata en camino. Yo lo he visto hacer varias y francamente no sé cómo salen vivas esas peladas. Tal parece que matar a una persona no es fácil. El organismo es como muy responsable, uno ve a las personas ahí desangradas, pálidas, sin moverse y luego las ve comiendo, como si no hubiera sido nada. O serán milagros de Dios, vaya uno a saber.

      “Al fin Calixto aceptó ir a buscar a Irene con su bolsa de medicinas, entre ellas unos calmantes y unas pastillas para dormir, pero Irene no lo quiso recibir y le dijo que se fuera, que si quería ayudarla le diera un cuchillo de esos que él tenía para ir a cortarle las pelotas al marica ese. Y desde lejos le volvía a gritar que viniera para darle en la jeta y tumbarle los dientes. ‘Mal nacido y desgraciado’ eran los insultos más apetecidos y los gritaba con fuerza, inflando las venas del cuello. Y en el campamento los guerrilleros se reían y se burlaban de Ciro Eladio y además lo azuzaban para que fuera adonde ella y se hiciera respetar. ‘¿No dizque los gritos son los que te excitan?’, le gritaban.

      —Yo fui solamente a mirarla y ver que no se fuera a ir al hueco –decía Ciro Eladio a manera de burla o de explicación, mientras se sentaba al lado de Garrapacho y se reía con él, contándole los detalles del incidente. Ambos sonreían.

      —Andá, no seas cobarde; siempre es que le tenés miedo –le gritaban de lado y lado a lo largo del campamento.

      —¿Miedo yo?, ¿quién dijo miedo?

      “Irene cuando está calmada es buena gente y hasta le da consejos a uno. A mí por ejemplo me corrige cuando digo alguna barbaridad, a fin de cuentas uno es mal hablado, y me pide que le lleve libros para entretenerse o que le consiga un cuaderno y un bolígrafo porque quiere escribirles cartas a sus familiares. Habla de derechos humanos y de una cosa que ella llama ‘el derecho internacional humanitario’, cuestión que también le he escuchado hablar a Jerónimo, diciendo al contrario, que el Secretariado hará respetar también ese derecho, que cada rato se lo están violando a los guerrilleros en las cárceles del régimen. Ella, por su parte, nos cuenta historias de Auschwitz, un campamento de prisioneros de guerra de la época de Hitler, en donde murieron más de setenta mil personas, y compara el trato que les damos a ellos en nuestros refugios con el que en esa época les dieron a esas personas; eso cuenta Irene y le llena a uno el cerebro de historias y anécdotas espantosas. Tanto, que a mí me da la impresión de que ella, para encontrar similitudes, quiere parecerse a uno de esos prisioneros que describe en los campos de concentración, en quienes las carnes han desaparecido y la piel simplemente les forra los huesos. Mientras habla los ojos se le llenan de lágrimas, como si hubiera tenido un familiar por esos lados. No sé, de pronto sí los tiene, las cartas que escribe son en otro idioma y ella dice que no solamente es colombiana sino que tiene otra nacionalidad. ‘Es una mujer de mundo’, le comentan a uno los prisioneros que conviven con ella.

      —Si me demoro, de pronto hubieras tenido que ir a sacarla de entre la mierda –refiere Ciro Eladio y los camaradas se ríen.

      —Pues tal vez la hubieras sacado con un palo.

      —O con las pinzas de Calixto.

      —Y después ir a bañarla en el río –las burlas no cesaban.

      “Yo la aprecio y claro que me guardo ese sentimiento. No pronuncio ninguna frase de dientes para afuera, donde me equivoque me fusilan por protegerla o por intimar con ella. A veces, incluso, tengo que hablar de Irene en forma despectiva y tratarla como si fuera un estorbo; a fin de cuentas sí es un estorbo, sobre todo para los que tenemos que cargarla en una hamaca cuando está enferma o cuando le da por no comer. No es sencillo. Huir del asedio del enemigo por entre trochas y lodazales cargando a una persona a la que le importa un pito morir, bien sea porque al fin le llegue un balazo, tengamos que fusilarla para poder huir o le dé una diarrea que le saque el agua del cuerpo hasta que se le extinga la vida.

      “Y también le dan a uno ganas de que se muera, sobre todo cuando se queda ahí riéndose como una loca al vernos agotados por el cansancio. ‘Ustedes se lo buscaron’, dice y uno le responde con furia y la regaña, pero se tiene que aguantar porque la señora es un trofeo de guerra. Bendito trofeo, una garra con ojos. Morris es más bravo que yo y hasta la amenaza con el fusil, aunque yo lo calmo mostrándole que va a terminar fusilado es él y muchas veces he tenido que mencionarle a su mamá. ‘Diga si es que no quiere volver a ver a la mamá’, lo increpo y eso lo tranquiliza, para él la mamá es lo máximo y siempre sueña con que este sacrificio es para conseguir con qué comprarle una casita en Bogotá. Vaya uno a saber por qué prefiere Bogotá. ‘Es la capital’, responde, como si para uno eso fuera lo más importante.

      —Algo se trae entre manos y a mí me gustaría saber de qué se trata –le digo a Morris al oído, en secreto.

      —¿Será que se va a volar otra vez? –me responde ingenuamente.

      —¿Cómo se te ocurre?, ¿con qué alientos? –le digo sonriendo–, si esa mujer está en los huesos.

      —Precisamente –me responde–, se irá como un fantasma. Lo que le queda es apenas el alma.

      —Si es que tiene alma –se entromete Elián y yo les pido que se callen, no sea que ella crea que nos estamos burlando.

      “Entonces nos da lástima y pronunciamos alguna que otra palabra de conmiseración y también nos reímos y parecemos locos, hasta que la gente empieza a preguntar ¿cuál es el chiste?. ‘Qué chiste ni que nada’. En esas circunstancias nos quedamos callados, lo nuestro nunca lo decimos. Sobre todo a los que más desconfianza nos tienen, como La Sombra, que cada vez está más pendiente de lo que hacemos. Ese le hace honor al nombre, es cauto y sigiloso, cuando uno menos piensa está ahí detrás, acechándolo. La verdad es que muchas veces no hay ningún chiste, es puro desvarío. Locura de instantes. Es solo que entre nosotros tenemos una manera de pasar el rato y nos divertimos de lo más fácil, casi sin razón o con razones insignificantes sobre cosas que nos pasan, como matar un zancudo que se nos asienta en la cara. Morris, Elián y yo nos entendemos siempre y también nos hemos hecho amigos de los indios Koya y Necul, sobre todo después de la vez que le salvé la vida a uno de los dos, creo que a Necul. Por mi relación con ellos he logrado saber muchas más cosas de Sulay”.

      7.

      “Esta noche ha sido infame. Antes de terminar de armar los cambuches, se largó otro aguacero de padre y señor mío, y para acabar de ajustar, fue difícil dormir por los gritos de Alma Nubia y los correteos de Garrapacho y de Calixto buscando controlar la situación. Lo único bueno antes de instalar las carpas y los plásticos o al alzar las ramadas era que uno podía saber con anticipación cuáles eran los sitios más protegidos en medio del vendaval. De pronto todo se fue cubriendo de agua. Los charcos aumentaban y las corrientes cruzaban de lado a lado en el pequeño descampado. Uno de los problemas de no ver el cielo es no saber calcular cuándo está por llegar una tormenta. Está uno tranquilo cuando de pronto irrumpe.

      “Por supuesto la lluvia se siente en el ambiente. Puede uno estar haciendo cualquier oficio e instintivamente mira hacia arriba como buscando. Puede ser su olfato o su piel, no se sabe cuál de los dos sentidos sea el más competente, lo cierto es que ha captado que la lluvia se aproxima. Yo tuve esa sensación y tenía tanta desesperación que no me importó. Nos empapamos cuando apenas intentábamos montar las hamacas y al poco tiempo escurríamos agua por todo el cuerpo. Por fortuna no hemos desempacado todavía y la muda de ropa permanece protegida entre los plásticos que usamos en los morrales. El terreno se ha anegado y no encontramos leña