“Al final nos encontramos todos alrededor de unos árboles frondosos, de esos que tienen más de cien pies de altura, calentándonos unos a otros, revueltos guerrilleros y prisioneros, cubiertos con plásticos que apenas nos sirven para guarecernos y sin poder lograrlo; oyendo, eso sí, los lamentos y las explosiones digestivas de Alma Nubia, a quien Jerónimo acompaña en su angustiosa labor con un deje de remordimiento, dándole explicaciones cariñosas para ahuyentarle la idea, malévola, de haber querido matarla. Al fin entendimos. Con razón la orden de recoger agua lluvia. La puso a beber agua del caño para saber si estaba podrida, como suele hacer con nosotros, los que en otras oportunidades y por cosas del azar hemos sido más afortunados que la pobre Alma Nubia. A él no le importa, somos los subalternos sus conejillos de indias. ‘Se parece a Luis XIV’, dice Irene y los compañeros de ella se ríen; nosotros no entendemos de qué se trata. Claro que luego nos cuentan eso de ser un rey que tenía súbditos que le probaban la comida para evitar ser envenenado. Dicen los prisioneros que muchos de ellos murieron cumpliendo su obligación y entonces casi siempre deseamos conocer esas historias.
—Un día de estos se las contamos –dice Irene–, para que descubran qué animal tienen de jefe.
—Así sabrán qué les espera.
“Esta noche, luego del chaparrón, Garrapacho no distribuye los usuales turnos de guardia, como ocurre siempre que llegamos a algún sitio nuevo, y la labor de vigilancia se nos descarga como castigo a Elián, Morris y yo. Todavía seguimos pagando castigos pasados y no alcanzamos a darnos cuenta de cuándo es por alguna razón. Siempre estamos pagando algún castigo. ‘¿Hasta cuándo?’, les pregunta Morris. ‘No importa, es lo mismo’, le digo a Morris para no despertar más camorras, ‘nadie se va a dar cuenta si nos dormimos detrás de un árbol’, le complemento al oído para tranquilizarlo. Entonces aplicamos el manual. Lo primero que se debe hacer en estos casos es separar y encadenar a los secuestrados y aguantar por supuesto las críticas y los insultos.
“La más furiosa de todos, como siempre ocurre, es Irene, que habla de libertad y de derechos humanos; algunos prisioneros de guerra (así les decimos a los soldados) también se envalentonan y nos recalcan su condición de combatientes, de soldados; los demás, la mayoría, son más resignados o sensatos; de todos modos saben que los vamos a amarrar. Pasamos las cadenas por el cuello de cada uno, cruzadas, para que no las puedan correr fácilmente y luego las ponemos alrededor de un árbol. También debemos comprobar que no tengan una argolla abierta, ya que ellos las van abriendo cuando tienen la más mínima oportunidad, y después de comer nuestra ración nos vamos a hacer ronda por los extremos del campamento. Algo improvisado; lo usual es que tomemos medidas, recorramos el terreno circundante, determinemos los puntos cardinales, veamos cuáles son los sitios vulnerables, para saber de ese modo cuántos y cuáles deben ser los vigilantes. Mas de noche, con apenas una linterna y pasados por agua, poco podemos hacer.
“Los últimos en apagar las linternas son Garrapacho y Calixto, preocupados como están por la suerte de Jerónimo y Alma Nubia y buscando que pasen buena noche y que ella, enferma, untada y oliendo a demonio, pueda recuperarse. Alma Nubia caga hasta bien entrada la noche y finalmente se duerme o se queda fundida con los brebajes y las tabletas de Lomotil que le da Calixto. No faltan, sin embargo, los consejos de los indios que se dejan oír como rumores por el campamento. La harina de plátano, las hojas de llantén, la corteza de níspero son buenas medicinas, comprobadas por la comunidad y usadas por su madre, la vieja Uma; ‘¿y adónde las conseguimos, par de güevones?’, les repite Calixto, quien se esfuerza por encontrar entre los morrales de las mujeres algunas drogas escondidas. Al fin, pasadas las doce de la noche, todos duermen de una u otra manera, unos en hamacas, otros acurrucados entre la raíz de un árbol y algunos, más afortunados, bajo alguna carpa; así pasa con el cansancio, puede más que cualquier incomodidad. Incluso nosotros, responsables de la seguridad, cubiertos con plásticos y detrás de los árboles más frondosos, también nos quedamos dormidos, cuestión peligrosa; si Garrapacho se da cuenta nos hace un juicio y los resultados de estos, sin abogados que conozcan de códigos o leyes y con Jerónimo como fiscal, son impredecibles. Eso es bien sabido; pese a ello, lo común es correr riesgos.
“Al amanecer, la mayoría aún dormita, se escuchan quejidos y por todas partes se ven caras largas. Yo me apresuro a despertar a Elián y nos da trabajo encontrar a Morris. Está medio escondido en una especie de cueva sobre el otro costado del campamento. Por fortuna la cara que tenemos es la de haber sufrido lo indecible. Algunos se levantan a escurrir la ropa y colgar las pertenencias. Se ven ateridos (otra palabra que me enseñó Irene). Otros, los que logran armar las hamacas en medio de la lluvia, aprovechan la luz del día para cambiarlas de lugar o para revisar si están bien puestas. Ahora lo que hay será trabajo y nadie se atreve a tomar decisión alguna, hasta no saber si se va a consolidar el campamento o si se debe preparar de nuevo la partida. Incluso hacemos apuestas, cosa común entre nosotros, para matar el tiempo. Los indios juran que seguiremos corriendo como gurres, Morris cree que ahí nos quedaremos hasta que Alma Nubia se alivie y yo aseguro que el sitio no es bueno para permanecer, se ha convertido en una laguna y en estos casos tiene que primar la sensatez. Sin embargo, eso lo decide Jerónimo y hay que esperar largo rato para saberlo. Jerónimo, trasnochado y con el mal genio alborotado, no da pie con bola y menos Alma Nubia, con retortijones torturándola y bascas que la ahogan.
“Garrapacho, como es su costumbre, esta vez acompañado de La Sombra, quien le sigue el paso cubierto con un poncho, ajeno al cansancio, pasa revista temprano y recibe nuestro informe, el cual está exento de complicaciones. ‘Todo se encuentra normal’, les decimos y apenas si nos paran bolas, despectivos como siempre; cuentan uno a uno a los secuestrados y ordenan quitarles las cadenas, escuchan las quejas de algunos y soportan las críticas de otros con un deje de burla, miran el estado de los que se sienten enfermos, revisan que haya suficiente agua recogida y ordenan tazarla y luego le hacen inspección a cada uno de los guerrilleros. Garrapacho no se acerca adonde está Irene, temeroso quizá de que ella arremeta con sus insultos, y por eso prefiere que sea otro el que la aborde, luego da órdenes y La Sombra las repite, alzando la voz. El hambre es fatal. No pudimos comer bien la noche anterior, así que Garrapacho me ordena ir a buscar leña seca, le dice a Elián que separe las provisiones para el desayuno y a Morris, a quien vio temblando del frío, lo deja ir a descansar una hora. ‘Solo una hora, después va a ayudarles a sus compinches’, le advierte.
“El censo es preocupante. Dos secuestrados tienen fiebre y han estado tiritando durante la noche. ¿Será paludismo, dengue, fiebre amarilla? Cualquier cosa que sea, el tratamiento en la selva es el mismo, al fin hace rato que no hemos podido recibir remesas de medicamentos ni comida. Será poner a los indios a buscar hojas de acedera o flores de tilo. Al supervisar la retirada de las cadenas de Irene, cuando ella le clava su mirada encendida, La Sombra ve que la mujer tiene los ojos amarillos. ‘Está picada de buenamoza’, dice, recordando su experiencia de tantos años, y manda llamar a Calixto, que es quien atiende esas rutinas. Y este se demora, está desde temprano llevándole una nueva dosis de tratamiento a la pobre Alma Nubia, que todavía se queja, aunque curiosamente permanece dormida. ‘Mírela –le dice Jerónimo a Calixto–, se quejó toda la noche mientras dormía, no me dejaba dormir a mí y cuando trataba de ver qué le pasaba, comenzaba a roncar’.
—Aquí lo que hay es un tendal de enfermos –le dice a Calixto cuando lo ve llegar con su morral de drogas y herramientas.
—Vaya y le dice al comandante, él está pensando que debemos irnos de este sitio lo más pronto posible.
“Alma Nubia no podía ni pararse y no quería que la molestaran. Por fortuna la carpa quedó en un lugar alto y protegido, las cobijas le habían quitado el escalofrío, la diarrea se le había cortado y el sueño había hecho presa de ella hasta el punto en que parecía muerta. Jerónimo, para acabar de ajustar, seguía sintiéndose culpable, así que se levantó a hacer una inspección personal y a que le dieran un parte preciso de lo que estaba aconteciendo. Se despereza a sus anchas, remueve las legañas que como escamas le cubren los ojos, abre la boca en un bostezo fenomenal, pide café a uno de sus subalternos, quien corre a buscar el termo entre sus pertenencias, se calza las botas