Memoria de la escritura. Álvaro Pineda Botero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Álvaro Pineda Botero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587205169
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Jorge se le quedaron muchos contactos por hacer, muchos sitios por visitar y, según se desprende de la correspondencia, el regreso fue más o menos apresurado. Traía el ajuar de matrimonio que adquirió en Macy’s. De hecho, las cartas precipitaron los acontecimientos. Cuando salió de Medellín, los novios todavía no habían hecho público su compromiso. Las cartas que recibía Regina la pusieron en un aprieto. Cuando llegaban, padres, hermanos, amigos y conocidos querían enterarse de las noticias y presionaban a Regina para que se las dejara leer. Desde la primera, todos se dieron cuenta de que las relaciones iban avanzadas. La situación era tan comprometedora que ella le solicitó a su novio incluirle en cada sobre dos misivas: una para ella y otra “para mostrar”, a lo que Jorge no accedió. Cuando regresó a Medellín no les quedó más remedio que anunciar la fecha de la boda. Él tenía 34 años y ella 24 (una diferencia notable).

      La vivencia cultural de aquel viaje fue ambigua. De un lado, una inmensa ola de optimismo: la Feria Mundial, las drogas maravillosas, el desarrollo industrial, el espíritu de modernidad y progreso de los norteamericanos. De otro, la amenaza de destrucción y muerte que ya se cernía sobre el mundo; ambas, movidas por los mismos desarrollos de la ciencia y la tecnología.

      Jorge, sin duda, se casó acariciando la ilusión de que el conflicto iba a resolverse en cualquier momento y que al final primarían las fuerzas de la vida. El negocio de farmacia iba a ser exitoso. Ya tenía nuevos contactos, había conocido nuevos productos. La Droguería Americana iba a sobrevivir. Pero los acontecimientos –sólidos, inexorables– se sucedieron sin pausa. A finales del 41, con el primogénito en camino, recibió la peor noticia: Estados Unidos ingresaba a la guerra. El futuro de su negocio y consecuentemente el de la familia estaban amenazados. Él y los de su generación “amanecían”, no ante una nueva era de felicidad, sino ante el fuego devastador de un holocausto. En efecto: faltaron los abastecimientos farmacéuticos, los negocios empezaron a cerrar; el 44 y el 45 fueron los peores años. Cuando terminó la guerra, la recuperación fue demasiado lenta y la Droguería Americana entró en liquidación.

      Al contraer matrimonio, tus padres habitaron una quinta en la Playa con Sucre (costado sur). Antiguamente, las aguas que descendían de la cordillera eran cristalinas y las orillas de la quebrada Santa Elena estaban cubiertas de árboles centenarios y jardines. Pero el desarrollo y la falta de alcantarillas habían convertido el sector en un vertedero. Fue así como la Sociedad de Mejoras Públicas lideró el proyecto de cubrir el cauce de la quebrada, convirtiéndola en la Avenida la Playa, cuyas obras iban avanzadas por la época de tu nacimiento. El sector recobraba su antiguo prestigio. Jorge continuaba jugando golf en el Campestre y visitando con Regina y amigos la finca Georgia, cuya construcción ya estaba finalizada. Conservaba el Lincoln Continental y practicaba la fotografía. Era delgado, siempre vestido de paño oscuro, camisa blanca de cuello y puños almidonados, corbata, zapatos negros bien lustrados y cuidadas las uñas. Usaba lentes tanto para leer como para mirar de lejos, lo que acentuaba su aire de intelectual. Entre los recuerdos más antiguos lo ves sentado en un sillón de cuero granate ensimismado en la lectura o escuchando las noticias. En la biblioteca guardaba los álbumes de fotografía (años después también los de estampillas) y los libros de música, novelas francesas e inglesas, clásicos de la antigüedad, filosofía e historia. Sobresalían los cuatro volúmenes en pasta de tela rojiza de La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler (de la Editorial Espasa Calpe de Madrid, publicados en 1925 con nota introductoria de José Ortega y Gasset), en los que analiza las civilizaciones como si fueran vegetales (vitalismo): nacen, crecen, se reproducen y mueren. La civilización occidental está agotada. El progreso no va a darle un futuro de paz y confort, sino que, por el contrario, la va a sumir en el materialismo, el armamentismo, la violencia y la opresión. Al lado de Spengler, aparecieron en la década del cincuenta los seis volúmenes de Churchill sobre la Segunda Guerra (que le valieron el premio Nobel de 1953). Su presencia abrumadora (por lo gruesos) avalaba el aciago destino que el filósofo alemán le había otorgado a Occidente.

      En los retratos de aquella época, Regina es una muchacha bonita y elegante que aparece sonriente. Le gustaba vestirse a la moda y la evocas cantando melodías de La belle époque y uno que otro tango. Mantenía un “costurero” semanal al que acudían amigas y antiguas compañeras de La Enseñanza. Poco dada a la especulación filosófica o histórica, pensaba que la guerra iba a terminar y auguraba para sus hijos los horizontes más prósperos, los paraísos más sublimes y en distintas ocasiones expresó cuánto le gustaría vivir hasta el año 2000, que vislumbraba como la culminación de la felicidad en el mundo.

      Una mujer de falda roja hacía las labores en la cocina. Tú, que apenas gateabas por el suelo, la veías pasar a tu lado en su constante ir y venir. El ruedo te tocaba el rostro, como una brisa cálida y olorosa. Ella, de pie, recogía enseres frente a una mesa. Te acercaste por detrás y, acostado en el suelo, la miraste por entre las faldas. Querías descubrir aquella parte de su cuerpo, pero solo viste una nube de enaguas blancas. Cuando ella lo notó dio un grito, te levantó y llevó donde mamá. La mujer insistía que eras “un grosero” y tu mamá, sin poder ocultar una sonrisa, dijo: “esas cosas no se hacen”. Esta es, tal vez, la primera sensación de madre que tuviste conscientemente. Hasta ese momento ella estaba siempre ahí, pero aún no comprendías que se trataba de un cuerpo diferente al tuyo. Fue una especie de revelación. Lo extraño fue que ocurrió por intervención de otra mujer.

      Nació tu hermana Blanca Cecilia, pero ni te enteraste. Solo meses después caíste en cuenta de su existencia, no solo porque ella lloraba y estaba ocupando espacios que antes te pertenecían, sino también porque la atención de tus padres, y particularmente de mamá, se orientaba ahora hacia la pequeña, y a ti te dejaban con la mujer de falda roja. El efecto de estos cambios no fue grave, porque por esos días tu padre explotaba en Georgia la lechería y el cultivo de manzanas y allí pasaban largos períodos. Un día te encaramó en un caballo blanco con pequeñas manchas negras que luego bautizaste “Mosco”, porque las manchas parecían un enjambre de moscas. Te amarraban con tiras de sábana a una sillita de montar y salías a cabalgar con tu padre. Al principio ibas de cabestro, pero después aprendiste el uso de las riendas y demás arreos y ya no necesitaste ayudas. Nada en el mundo era más importante que aquel animal, y acudías a la pesebrera para tocarlo y olerlo. También estaban las vacas, y la mezcla de olores producía en ti una extraña fascinación.

      A veces, tu mamá te llevaba a Monte Blanco y te dejaba al cuidado de sus hermanas. Al irte a la cama, la tía Susana te contaba historias. Al apagar la luz escuchabas con más nitidez los latidos de los perros de la vecindad. Sin duda ya la luna estaba alta y su pálida luz caía sobre las arboledas y formaba sombras largas que se movían cuando soplaba la brisa. En ese momento se intensificaba el concierto. La tía no había salido del cuarto y ya estabas llamándola. Le preguntabas qué sucedía afuera; ella te tranquilizaba; eran solo perros latiéndole a la luna. ¿Y por qué le laten?, preguntabas. Ella, armándose de paciencia, te hablaba de la luna, del viento y de los árboles y te contaba otra historia. Los perros eran los guardianes de los campos y latían para cumplir con su tarea. Al final, arrullado por aquel concierto, te dormías plácidamente y tus sueños flotaban por grandes territorios iluminados por la luna.

      El Coliseo, una antigua construcción, fue remodelado lujosamente en 1919 con el nombre de Teatro Bolívar. De estilo republicano, quedaba en Ayacucho, entre Junín y Sucre, y fue demolido en 1954 para levantar un “edificio moderno” que en su momento no se construyó –nunca hemos dejado de lamentar la pérdida–. Allí fuiste con tus padres a ver a Fu-Man-Chu (David Bamberg en la vida real), el mago famoso que recorría el continente presentándose con disfraz chino. Con el toque de su vara volaron conejos por el escenario, cartas y monedas sobre el público, revivieron mujeres partidas a serrucho y el recinto se llenó de humo de colores. En el entreacto salió una cantante y el público la acompañó a coro. Te aprendiste el estribillo porque allí mencionaban a un tal Tomás, y tú creías que se referían al tío.

      Como pica, pica, pica

      Como rasca, rasca, rasca,

      El hermoso bigotito de Tomás,

      Como pica, pica, pica

      Como rasca,

      El hermoso bigotito de Tomás.

      Tomás