En conclusión, el nadaísmo no dejó mayor huella en la cultura ni en el pensamiento ni en la literatura o el arte de la ciudad. Los valores contra los que luchó entraron en franca decadencia arrastrados, no por las vanguardias ni el nadaísmo, sino por el tenebroso turbión del narcotráfico y el terrorismo. Así fue cómo, en realidad, Medellín ingresó a la modernidad. De un solo soplo, el narcotráfico terminó con el poder de las jerarquías católicas, desestabilizando la sociedad y muchas de sus instituciones. Pero no nos adelantemos, ya tendremos oportunidad de revisar estos fenómenos.
Sin embargo, y antes de pasar adelante, quisiéramos dejar constancia de que algunos nadaístas finalmente se integraron a la sociedad burguesa y se convirtieron en escritores o poetas reconocidos, como X-504 (Jaime Jaramillo Escobar), Eduardo Escobar, Jotamario Arbeláez, Elkin Restrepo y el propio Gonzalo Arango; lo lograron años o décadas después, cada uno por su cuenta, a fuerza de insistir en el oficio literario y gracias a que finalmente dominaron algunos de sus secretos.
LA UNIVERSIDAD EAFIT. La izquierda, animada por lo que denominaba “triunfos” de la revolución cubana, iba tomando posesión de las instituciones en Colombia. Los sindicatos se fortalecían y ponían en aprietos a las empresas. Surgieron curas revolucionarios que proclamaban “la teología de la liberación” y trabajaban hombro a hombro con líderes sociales en las parroquias, barrios y veredas. La mayor actividad ocurría en las universidades, sobre todo en las públicas, donde se intensificaba el debate ideológico y se invitaba a la lucha armada. Una a una fueron cayendo en poder de los grupos radicales. El sistema educativo quedó desestabilizado y entró en crisis. Las huelgas y cierres duraban años. Los activistas reclutaban y entrenaban jóvenes para engrosar las filas del MOIR, las FARC, el ELN, el M-19 y otros grupos menores.
La Escuela no resultó tan efímera y endeble como imaginaste. Fue fundada el 4 de mayo de 1960, según acta firmada en las oficinas de la ANDI por quince de los más prestigiosos hombres de negocios de Antioquia (casi todos conservadores). Ernesto Satizábal, el director del Instituto Colombiano de Administración (INCOLDA) fue el primer rector, y en sus oficinas se dictaron las primeras clases. Satizábal pronto le cedió el cargo a Javier Toro Martínez. Durante el tiempo de tu carrera también pasaron por la dirección Guillermo Ortega Arbeláez, Alberto Mesa Prieto y Hernán Gómez.
De las oficinas de INCOLDA se trasladaron a una casa vieja en el Palo, entre la Playa y Maracaibo, donde funcionaron por dos años; luego, al sector de la Aguacatala (sede actual). Cada semestre ingresaba un grupo de treinta a cuarenta estudiantes.
Para la fundación y primeros años se contó con el apoyo económico y logístico de la Agency for International Development (AID) de los Estados Unidos –programa bandera del presidente Kennedy para contrarrestar el avance del comunismo en América Latina– con lo cual la Escuela se perfiló desde su inicio como la punta de lanza de la oligarquía contra la izquierda. Bernard Hargadon, un egresado del Drexel Institute, dictó la primera clase, que fue de contabilidad. A partir de 1963 y por los cuatro años siguientes estuvo presente “la misión” de Syracuse University, N.Y., auspiciada también por la AID, con profesores del más alto nivel del programa MBA de esa universidad. La clase empresarial colombiana esperaba resultados milagrosos.
Se privilegiaba lo práctico e inmediato, evitando especulaciones y teorías. En algún momento y con el ánimo de enfatizar aún más los aspectos prácticos, las directivas aprovecharon a los profesores de Syracuse para crear un “Instituto Tecnológico” anexo a la Escuela, que ofreció programas de tres años. Fue dirigido por Bernardo Upegui, convocó cierto número de estudiantes, pero duró poco y fue refundido con la Escuela. Tal fue el origen de la sigla EAFIT: Escuela de Administración y Finanzas e Instituto Tecnológico.
El capitalismo y la libre empresa no eran cuestionados. El socialismo y el comunismo quedaban condenados y silenciados de antemano. Y para mantener tal asimetría, el programa evitaba cuidadosamente materias como literatura, filosofía, historia, arte, sociología y antropología. El vacío intelectual lo sentiste desde los primeros días. Estabas acostumbrado a leer y discutir sobre cualquier asunto, sin cortapisas, y el alimento que ofrecían era insuficiente. Algo se hablaba de Adam Smith y de Paul Samuelson, pero nunca mencionaron a Engels ni a Marx. Tuviste que esperar años para conocer a estos dos últimos, lo que sucedió, paradójicamente, en una universidad norteamericana.
Existía otro factor: la falta de cohesión del cuerpo estudiantil protegía a la Escuela –por lo menos en esa primera etapa– contra la formación de comités, asambleas y grupos de estudio distintos a los promovidos por la dirección. El sistema de prácticas mantenía a buen número de jóvenes fuera de las instalaciones. Apenas empezaba a fraguarse una inquietud, un tema, una protesta, ya estaba terminando el semestre y los estudiantes se dispersaban. Los que habían estado por fuera llegaban con preocupaciones diferentes. Por eso la Escuela, como si existiera en otro planeta, quedaba, en la práctica, al margen de los conflictos que afectaban al sistema educativo. Tal fue la institución que conociste hasta tu graduación en 1966.
El modelo parecía tan bien logrado que fue reproducido en otras ciudades. Así surgieron por lo menos una decena de programas de administración copiados de la Escuela (EAN, Los Andes y Externado en Bogotá; Universidad del Norte en Barranquilla; ICESI y la Universidad del Valle en Cali, y otras más). Celosos por tal proliferación, los primeros egresados crearon la Asociación Colombiana de Administradores de Negocios (ACAN), con sede en Medellín y capítulos en otras ciudades, con el objeto de reglamentar la profesión y garantizar que los nuevos programas tuvieran un mínimo de calidad. (José Alonso González fue su presidente en un período y tú lo acompañaste como vicepresidente) Un asunto que ocupó muchas horas de discusión fue el título. Algunos atacaban el de “Administrador de Negocios”, que sonaba demasiado a “Business Administration” (tal como se denomina en Estados Unidos) y preferían “Administrador de Empresas”, que les parecía más auténtico. (Hasta hoy perduran ambas denominaciones). Además, ¿qué validez tenía? La Escuela no era universidad (lo logró años después, durante el gobierno del presidente Pastrana Borrero). Por eso, mientras se llevaron a cabo las gestiones ante el ICFES, los egresados tuvieron que contentarse con una certificación emitida por Syracuse University. Para muchos tal certificación tenía más valor que el diploma de cualquier universidad colombiana.
Pero la condición de oasis de paz no le iba a durar para siempre. La confrontación ideológica y la lucha armada finalmente la afectaron. Quizás la denominación de “universidad” fue el detonante. Al avanzar la década de 1970 se organizaron jornadas y asambleas y unos profesores instigaron a los trabajadores y empleados para crear un sindicato. El Consejo Directivo, compuesto por los presidentes de las más importantes empresas de la ciudad, actuaron de la manera más