Por ello, sin demostrar mi impaciencia, le dije:
—Escriba, ven, voy a contarte acerca de mis primeras grandes conversaciones filosóficas, para ordenarlas he escrito, como siempre, un texto y un título, quizás esta lectura te ayude a desentrañar el misterio de mi risa y las carcajadas de papá.
“El Origen de todo lo Creado” decía el encabezado.
Ya era el alba. Seguramente mi mujer estaría en los lindes de despertarse, así que traté de contarlo de manera apresurada. Había nubes pero no amenazaba lluvia. El Escriba me miraba. Algunos rezagados de fiestas entraron riendo al hotel. El conserje los esperó con las llaves en la mano.
Tomé algunos de los papeles y leí:
“Al esbozar estas líneas me vino a la memoria el rostro amado de mi padre con su sonrisa desafiante, que era un rasgo distintivo de su fisonomía y que seguramente se habría burlado de mi soberbio encabezado, diciéndome algo así como:
—Estás prejuzgando, hijo, tu frase sugiere que las cosas tienen origen y, peor aún, das por sentado que fueran creadas, por lo que tu filosofar parte de presupuestos empíricos que debes someter a tu raciocinio antes de validarlos como reales.
Es que papá me inició en el arte de la filosofía con una naturalidad sorprendente. Pensar sobre el origen de las cosas se hizo un ejercicio habitual, casi un juego entre nosotros, en el que el intelecto se regodeaba de un placer indescriptible armando frases y delineando conceptos plagados de abstracciones.
Nuestras conversaciones transcurrieron en diversos escenarios atravesando distintas cronologías, pero a los fines de este escrito quiero establecer una localización geográfica puntual.
Así me transporto a la orilla del mar y su arena, el agua moja mis pies de manera placentera. Mis pulmones se llenan una y otra vez con ese aire marítimo impregnado de viento y salinidad. Un oxígeno peculiar que nos regala el océano a quienes transitamos por sus bordes. Espumantes coronas de iodo adornan de blanco la cresta de las olas, que en su incesante ir y venir nos obsequian una armoniosa sinfonía de sonidos que se remontan a los albores de la creación, a aquel instante inmenso y excepcional en que mares y tierras se separaron profiriendo un grito atroz que rasgó el planeta, regalándole nuevas fisonomías que siguen mutando.
Me veo de nuevo a mí mismo con tan solo seis años de edad. Estamos en Villa Gesell. Caminamos a orillas del mar. Nuestros pies dejan huellas, profundas las de mi padre, casi imperceptibles las mías. A la vera de nuestras pisadas, pequeños agujerillos dan cuenta de la existencia de un mundo subterráneo. Las almejas y los moluscos pertenecen a ese mundo donde moran y anhelan ser devueltos por las olas.
Había decidido atormentar a mi padre jugando al fatigoso juego de los porqués que desquician a tantos progenitores. Lejos de fastidiarse, mi padre se entretenía repreguntándome una y otra vez. Raramente emitía sentencias, generalmente abría espacios en lugar de cerrar las sendas. Mientras curas y militares (en boga en aquellos tiempos) tenían y ofrecían todas las certezas, mi padre exigía pensar y todo estaba sometido a la duda. Aquella tarde, sin saberlo, me inicié en el derrotero del filosofar que no es otra cosa que el ansia natural de pretender saber de dónde venimos, adónde vamos y si nuestro itinerario tiene sentido o es simple devenir azaroso.
Todo comenzó con la observación a mi padre, a lo que lo rodeaba y lo hacía con la pasión de quien presiente ese instante como irrepetible. Le pregunté qué miraba y él contestó: “Un milagro detrás de otro disfrazados de naturalidad”.
—La gente, hijo, no se apercibe de que en que en cada instante hay magia inacabada. Que el mar, aunque se revista de tintes rutinarios, el solo hecho de que vaya y regrese lo hace milagroso. Cada átomo de la creación está agitado todo el tiempo por el ansia inmensa de mutar, de variar forma y contenido, y esa batalla inusual entre acto y potencia se desarrolla incansable ante nuestros ojos sin que la gran mayoría de los humanos, atrapados en su infinita mediocridad, llegue a atisbar siquiera la grandiosidad de la creación.
La grandilocuencia del párrafo y su profundidad impactó en la superficie de mi corteza cerebral impedida de ser penetrada en sus formidables recovecos debido a la brevedad de mis años y mi entendimiento.
Pero la admiración inmensa que sentía por aquel titán de corta estatura era tal, que no me resignaba a no entender y me aferraba esforzadamente a los lineamientos básicos que mi periferia cerebral había conseguido aprehender.
—¿Lo que vemos es acaso un milagro? —repregunté.
—¡Por supuesto! Juguemos —me dijo—. Cerrá los ojos y con todas tus fuerzas intenta imaginar la Nada. No hay árboles, ni arena, ni aguas, ni peces o aves. No estamos nosotros, no hay aire, no hay luz, solo la Nada absoluta.
Obediente cerré mis ojos, fruncí el ceño con fuerzas, y traté de imaginar la Nada. Quise dejarme abandonar por el Vacío, pero mi cerebro disparaba pensamientos sin solución de continuidad que ocupaban Espacio impidiendo a la Nada apropiarse de mi mente. Al cabo de unos minutos comencé a sentir un leve mareo y una remota sensación de irrealidad. El agua que mojaba mis pies dejó de ser realidad consciente, y todo era oscuridad empañada por el reflejo de pensares que nacían sin mi consentimiento y, para colmo, ridículos por su falta de lógica. Entonces abrí los ojos de par en par, y la luz hizo que demorara un breve instante hasta adaptarme al contorno luminoso de un crepúsculo que se adivinaba en el horizonte.
—¡Ya está! —dije con soberbia—. ¿Y ahora qué? —pregunté con curiosidad.
—¿Viste la Nada?
—Sí —repuse confiado, aunque lacónico.
— ¿Y cómo era? —preguntó mi padre.
—Oscura.
— ¿Fría o caliente?
—Fría.
—¿Pesada o liviana?
—Liviana.
—¿Grande o pequeña?
—¡Inmensa! —grité cansado de este absurdo interrogatorio.
La carcajada paterna que siguió a esta afirmación fue tan sincera y transparente que me resultó contagiosa, y al cabo de un instante nos encontramos allí, a orillas del mar, padre e hijo, riéndonos hasta casi llorar. Con la misma facilidad que estalló su risa papá se llamó a silencio, y con dureza dijo: Mentiroso.
Me puse colorado y casi me largo a llorar.
Yo me consideraba compinche de sus disquisiciones y esta acusación me dolió por imprevista e injusta. Debió haber leído mi intimidad, porque me puso su brazo en mi hombro y, sin que mediara palabra alguna, me dio una fuerte palmada en la espalda, lo que en su lenguaje corporal implicaba amor y confianza.
Con fingida calma pregunté: ¿Por qué dice eso?
Suspiró y me explicó con voz clara y fuerte.
—Si imaginaste que la Nada era oscura, fría y liviana, amén de inmensa, pues te equivocaste. La Nada No Es, se trata de la inexistencia del Ser, y por ende no tiene dimensiones, peso, temperatura ni colores. Pensá, solo pensá, hijo mío. La Nada no existe, porque de existir sencillamente estaría siendo Algo, y eso contradice su propia esencia. La Nada es solo una abstracción de la mente humana que puede concebirla como una dimensión carente de existencia pero que no podemos comprobar empíricamente porque entonces dejaría de ser.
—¿Entonces me hizo trampa? Me pidió que hiciera algo Imposible, imaginar lo que No Es —pregunté malhumorado.
—Imposible aunque imprescindible para entender y razonar.
Hijo mío —prosiguió— para poder razonar sobre lo que ves hay que hacer un esfuerzo mental para captar