—Sigamos leyendo —dijo el Escriba tomando otro fajo de papeles y así reanudamos la lectura—. Un día este texto será algo así como mi diario.
Hay una parte de mi vida que no registra mi conciencia. Por grandes esfuerzos que haga está tan vedada a mi memoria como mi vieja vida y mi primera muerte acaecida en el seno materno.
Quizás el enorme bagaje de energías necesarias para que el lactante adquiera los hábitos necesarios para la supervivencia hizo innecesaria y fatigosa su conservación en el armario de nuestra memoria. No lo sé. El hecho cierto es que nadie recuerda nada de ese primer tramo del camino.
Los más precoces perciben algunos destellos de imágenes a los tres años, y no son capaces de discernir si se trata de memoria o de una imagen construida al conjuro de dichos de terceros. Dicen los que saben que en ese primer escenario temporal se definen los perfiles de nuestro carácter y nuestros futuros pasos por este mundo.
—¡Qué paradoja! ¡No recordar la importancia de ese tiempo! —interrumpió la lectura, no sin pena el Escriba.
Apelamos a lo externo, y así, rejuntando historias, reconstruimos un pasado que se diluyó en los pliegues más recónditos de nuestro cerebro. Nos fascina escuchar de nuestros padres las circunstancias que rodearon nuestro nacimiento. Una infancia desprovista de recuerdos.
Tuve padre y madre. Hecho que parece una obviedad, pero dista de serlo. No me refiero a la fáctica circunstancia de la cópula. Todos provenimos de una, y por ende todos tenemos padre y madre (descartemos el excepcional fenómeno de reciente data de manipulación genética que permiten hijos sin apareamiento). Tuve padre y madre, no porque me concibieran, sino porque estuvieron a mi lado en todo cuando no podía valerme por mí mismo.
—No todos tienen esa fortuna —volvió a interrumpir el Escriba. El Peregrino absorbía cada texto sin poder creer lo que escuchaba y veía.
Apenas nacido, fueron los pechos generosos de mi madre mi primera fuente de alimento y subsistencia. Al mamar adquirí sin saberlo defensas genéticas que me irían protegiendo de males futuros. Sus nutrientes permitieron que mi cerebro, ese portentoso y complejo edificio que sostiene todo mi ser, se desarrollara armónicamente.”
—No todos mis compañeros de ruta pueden considerarse tan afortunados —sostuve, y el Peregrino continuó leyendo.
Una buena o mala alimentación temprana condiciona nuestro desarrollo y por ende nuestro futuro. No todos los seres humanos han sido beneficiarios de esa atención primigenia que los que la tuvimos solemos desatender como si fuera una obviedad y un beneficio que nos correspondía por derecho natural.
—Yo tuve todo eso y mucho más —dijo el Peregrino— mis padres no sólo me alimentaron. Me quisieron con locura y eso cimentó las bases de una fuerte autoestima, imprescindible para sobrevivir en la jungla de la vida.
—Si no te amas a ti mismo, tu cercanía más inmediata, difícilmente puedas amar aquello que está más lejos —sentenció el Escriba y continuó leyendo.
Fui un animalito consentido y mimado. Desde el principio me hicieron sentir importante. Solo muchos años después, la Vida, los Años y mi Padre me harían percatar de mi insípida insignificancia, ni siquiera un suspiro en la magnífica partitura de lo Eterno.
Pero aquellos mimos iniciales a los que mi madre era afecta en grado sumo me regalaron confianza y seguridad. Dicen que nací luchando un parto bravo y que lloré muy temprano, anunciando desde un principio una tenaz decisión de aferrarme con uñas y dientes al vivir.
Adaptarme a la nueva dimensión cósmica debe haber entrañado un esfuerzo traumático del que ni vestigios quedan. Comer y respirar, aprender a ver, distinguir rostros y colores, oler fragancias de toda índole, sufrir frío y calor, fueron cosas que me sucedieron con una animal vulgaridad.
Nada tenía de extraordinario, y eso era bueno –pensó el Peregrino— ninguna anomalía evidente, producto humano estandarizado. Tanta ordinaria naturalidad es un bien preciado que solo se aprecia cuando se carece.
Y ese ser tan vulgar resultaba, desde mi subjetividad, algo valioso e imposible de intercambiar con otro. Porque ese pequeño envoltorio carnal exigía para sobrevivir de toda mi concentración.
Dormía mucho y apaciblemente. Puede que soñara con la placidez acuosa de aquel Universo materno del que fuera arrancado sin mi consentimiento. El hambre era el aguijón que me desterraba del goce onírico y reclamaba a viva voz ser alimentado, cada vez con más frecuencia. Entre dormir y comer eran muy pocos los momentos que gozaba para apreciar el mundo que me rodeaba. Seguramente fue allí, en uno de esos intervalos, que por primera vez advertí que había un camino poblado de caminantes del más diverso pelaje.
Y mi primer andar por el Camino fue ser transportado por terceros. Como todos, no nací andando. Y otros anduvieron por mí y en sus brazos recorrí las primeras sendas. Se discute aún si son plácidos o tormentosos aquellos andares.
Es una pena no recordarlos. No hay duda alguna que en aquella caminata los paisajes presentaban una policromía fabulosa. Arroyos, selvas, desiertos, soles plenos y lunas llenas tienen que haber tenido para el primate lactante un significado maravilloso, colindante al milagro.
Había Otros, pero casi ni los advertía. Los únicos Otros que merecían mi consideración eran los Míos, esos seres de mi propiedad que me prodigaban cuidados, alimentación y transporte en forma gratuita. ¡Y de a ratos me parecía que estaban contentos de ser mis esclavos y proveedores! Aprendí a sonreír, ese gesto centuplicó los esfuerzos por atenderme. Podía haber guerras en el Mundo y estas no afectaban Mi mundo. Supe de entrada que había nacido para caminar, pero recibí con agrado aquel tiempo en que me transportaron en brazos amorosos.
Dicen que un buen día me erguí. Tenerme sobre mis piernas en posición erecta debe haber sido todo un acontecimiento. Podía transportarme por mí mismo. ¡Extraordinario! Empezaba una nueva etapa. Que me alzaran en brazos era un juego bienvenido, pero ya no era un imperativo. Ir de un punto a otro por mis propios medios fue el inicio de una epopeya vital que aún continúa. No sé porque la literatura no abunda en elogios respecto de ese instante de transición que de alguna forma implica un abandono de la lactancia para sumergirnos en la infancia.
Mis neuronas a lo largo de este tiempo fueron naciendo, muriendo, mutando y multiplicándose a cada instante. Todo ha sido borrado de mi memoria. Me fastidia ese vacío que me impide rememorar y degustar de aquellas emociones.
El Escriba detuvo la lectura. Frunció el ceño en un vano intento por rescatar esas vivencias. Fue como si le dijera al Peregrino: “Tu historia es tan vulgar que casi no merece ser contada. Pero entiendo que para vos sea la más importante de las historias, la propia.”
Es tan curiosa la brutal tensión entre individuo y especie, en perpetua pugna por afianzarse y poder ser el uno en la otra sin autoextinguirse.
El clamor bestial del Singular, que se niega a subsumirse en el Todo, puede parecer ingenuo para el observador del drama del Universo, pero para cada uno de los sujetos su universo con minúsculas, es lo esencial.
A pocos les importa el casi eterno deambular de lo creado si desaparece su miserable individualidad, que, no por misérrima que fuere, a sus propios ojos no deja de ser lo más trascendente de la creación.
Evidentemente hay dos percepciones de la Creación, una objetiva y otra subjetiva. La objetiva, externa al sujeto, existe con prescindencia del mismo. La subjetiva nace y muere con el sujeto. Al morir deja de haber percepción subjetiva de lo creado.
Miserable o no, ese animalito se yergue tenaz y obcecado, decidido a seguir dando zancadas y a su paso va abriendo caminos nuevos.
Como si adivinara mis pensamientos, el Peregrino con crudeza dijo: “Al menos vivo, transpiro, sufro y gozo. Tú solo escribes, que es una mediocre manera de vivir a través de medrar historias ajenas.”
Me callo para no decirle que la narración de su insignificancia es una historia apasionante. Soy