Pero desde hacía un tiempo, en el momento en que la cuerda alcanzaba su punto de máxima tensión y la flecha estaba perfectamente orientada hacia el centro de la diana, algo lo desviaba de su objetivo y las flechas se dirigían hacia un destino errado.
Un día ocurrió algo inesperadamente trágico. El arquero se hallaba en los jardines de palacio preparándose para la próxima competición. Contuvo la respiración. Cerró el ojo derecho mientras se tensaba la cuerda. Permaneció unos segundos, concentradísimo, apuntando hacia el centro. No podía fallar. Se sabía bajo la mirada de los reyes y la princesa. Concentró todas sus energías en la punta de la flecha y disparó. Algo extraño, una ráfaga de viento, un sutil desajuste en el eje vertical en el momento de soltar la flecha, provocó un leve desvío en su trayectoria y, por desgracia, la flecha fue a rozar ligeramente el brazo de la princesa, que en aquel momento avanzaba por el camino de piedras blancas que se hallaba a unos metros del lugar.
Nunca antes había ocurrido algo así.
Nadie hubiera podido pensar que caminar por el sendero junto a los entrenamientos de los arqueros mejor preparados del reino pudiera entrañar algún tipo de peligro. El roce de la flecha en su brazo desnudo provocó una herida en su piel, que era blanca y delicada como la piel de casi todas las princesas; y al ver el rojo de la sangre derramarse suavemente sobre el suelo, se le nubló la vista y cayó desplomada a tierra para escándalo de todos los cortesanos y cortesanas y del rey y de la reina, que observaban la escena desde el balcón.
El arquero permaneció mudo e inmóvil durante unos segundos, y la vergüenza que sintió en aquel momento fue tan grande que estuvo a punto de escapar por la verja del jardín para no regresar nunca más. Se aproximó, sin embargo, hacia el cuerpo inerte que yacía en el suelo y lo tomó entre sus brazos con la intención de llevarlo frente a los reyes.
Pasaron unos días y la princesa se sumió en una extraña enfermedad. Tenía temblores por todo el cuerpo y una fiebre muy alta, hasta el punto de que empezó a correr el rumor en palacio de que la punta de la flecha del arquero estaba envenenada y que este había querido acabar con su vida. Al rey y a la reina les costaba creer que uno de sus arqueros más antiguos hubiera podido ser preso de tal perversidad, pero con tal de preservar la seguridad de su única hija se vieron obligados a alejarlo de la corte.
Enfurecido consigo mismo por aquel imperdonable error y preocupado por el desequilibrio que lo había asediado en los últimos tiempos, el arquero decidió internarse en el bosque y dejar que lo devoraran las fieras, arrojando el arco y la flecha a un lado del camino, con la esperanza de que las lluvias y el paso del tiempo los destruyeran para siempre.
Pasaron varios meses y nadie volvió a saber nada del desdichado arquero. La princesa recuperó su salud lentamente, y la alegría volvió a reinar en palacio.
Un día, para celebrarlo, el rey decidió organizar una cacería: quería ofrecer un ciervo recién cazado para celebrar que la serenidad había regresado y que de nuevo podían respirar tranquilos. El cortejo avanzaba en fila india por el bosque: hombres, perros, caballos, caminaban en silencio agudizando la atención. Una rama al quebrarse, el leve crujir de las hojas, una suave respiración podían ser indicios de que la presa se hallaba cerca.
Y de pronto ocurrió.
Alguien escuchó una rama quebrarse bajo el pie de un animal y todos permanecieron estáticos, callados, mientras intentaban localizar el lugar de donde venía aquel sonido. Volvió a escucharse un paso y todos se volvieron hacia allí, esperado una orden. Hasta que, finalmente, uno se decidió a disparar. Se escuchó un grito humano, profundo y desgarrador, y todos corrieron hacia el lugar donde se hallaba la presa. Allí, tumbado en el suelo, yacía el arquero, con la barba, el pelo y las uñas largos, y con aspecto de bestia. Respiraba todavía.
Lo llevaron a palacio, y prepararon del mejor modo posible la misma habitación que había ocupado hasta el día fatídico del accidente. Su aposento había permanecido intacto. Sin embargo, en el momento de limpiarlo y preparar su lecho, descubrieron que allí, entre los leños que componían la estructura de la cama, habitaba una pequeña serpiente, enroscada en sí misma. Probablemente había vivido allí durante todo aquel tiempo. Probablemente hubiera sido ella quien provocara el desequilibrio en el mejor arquero del reino y quizá su veneno hubiera causado la enfermedad de la princesa.
Desconocemos cómo finalizó la historia del arquero. No sabemos si sobrevivió al disparo o murió, si recuperó el equilibrio y volvió a ser la estrella de los torneos, o sucumbió para siempre a la enfermedad. Pero esta historia nos advierte de un peligro que a todos nos acecha: el de albergar una serpiente enroscada bajo nuestro lecho que, por las noches, corroe lentamente nuestras vidas.
Y, ahora que lo sabemos: atención.
El buzo
La primera vez que lo vi no tendría más de cuatro años. Habíamos ido a la playa con mis padres y mis hermanos. Era ya la hora del atardecer y ellos habían regresado a la casa. Solamente quedábamos mi madre y yo. Ella estaba tumbada a mi lado con los ojos cerrados, mientras se secaba al sol.
De pronto, sobre la arena de la playa, vi una especie de pie de rana. Yo estaba construyendo castillos con mi cubo, muy concentrado. Es uno de los primeros recuerdos que tengo; pero lo recuerdo muy bien. Me asustó ver un pie gigante de anfibio a pocos metros de mí, y corrí adonde estaba mi madre. Grité. Ella se incorporó, sobresaltada, y miró hacia donde yo le indicaba.
Era una criatura vestida de azul, con ojos grandes y transparentes, dos alas en forma de cohetes y algas que le colgaban a los lados. «Es solo un buzo, cariño», me dijo mi madre con una hermosa sonrisa. Eso me tranquilizó. Imaginé que «buzo» era alguien de otro país, de una raza nueva, distinta, que yo no había visto nunca antes. Y empecé a soñar con ir algún día, de mayor, a la tierra donde viven los buzos.
Crecí y mi padre me obligó a estudiar medicina. El recuerdo del buzo se fue apagando lentamente dentro de mí, y con los años olvidé que en otro tiempo había pensado que los buzos son especies distintas de humanos.
Hasta el día en que la conocí.
Le había explotado una bombona y la trajeron de urgencias. Era una mujer muy bella. No solamente por su piel morena y sus cabellos dorados por el sol y la sal, sino sobre todo por la intensidad de su mirada, acostumbrada a observar el fondo del mar.
Pudimos salvarle la vida. Sus pupilas eran de un color turquesa azulado, y su mirada reflejaba lo que la mayor parte de los mortales no estamos acostumbrados a ver.
Decidí hacer un curso de submarinismo aquel mismo verano. Aunque me dijeron que era un proceso largo. Lo que más me impresionó al principio fue escuchar mi propia respiración bajo el agua. El primer descenso fue de poquísimos metros, pero ya allí empecé a contemplar alguna de las maravillas que se escondían tras aquel pie de anfibio que había visto sobre la arena de la playa muchos años atrás.
No puedo explicaros lo que vi porque tenéis que verlo vosotros mismos.
Puedo deciros lo hermosas que son las estrellas de mar, los caballitos, los bancos de peces de colores que cortan el fondo del agua como los pájaros cortan las nubes del cielo. Puedo deciros lo inquietante que es observar el movimiento pausado de los pulpos entre las rocas, la sinuosidad de las morenas, la parsimonia del pez luna.
Puedo contaros de la infinidad de algas que crecen entre las rocas, del infinito mundo vegetal que se esconde bajo la superficie del agua, de la música silenciosa del coral.
Puedo contaros tantas cosas.
Pero en realidad, lo único que me interesa es la historia de cómo un niño pequeño supo intuir la inmensidad construyendo castillos de arena.
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