Abandoné aquella vieja y lujosa casa y dejé definitivamente atrás la ciudad.
Me instalé en un pueblecito de la costa. Era la casa de un pescador anciano que había fallecido pocos días atrás. Tenía solamente un salón pequeño con vistas al muelle, una habitación con un camastro y un baño con una ventanilla de submarino.
Me habían dicho que tuviera cuidado con los escorpiones, porque había mucha humedad. Las ventanas habría que cambiarlas dentro de poco tiempo, porque estaban muy desgastadas por el salitre. A veces, si subía la marea y llegaban lluvias muy fuertes, el agua de las olas alcanzaba el cristal.
Lo único que realmente me sorprendió en el momento en que me instalé en aquella vieja casa, fue descubrir una increíble colección de minerales cuidadosamente guardada en un cajón. Eran minerales auténticos, sin pulir, pedazos arrancados del interior de la roca. Estaban envueltos en papel de periódico. Había minerales de todo tipo: cuarzo, ágata, pirita, granito y amatista. Seguramente el pescador los había olvidado allí. Quién sabe si los recordaba en el momento de morir. Quizá no tuviera ya ningún conocido o pariente a quien regalárselos.
Decidí dejar aquellos minerales donde los había encontrado. Pero una tarde, pasados un par de meses, una vez reparadas las ventanas y desinfectada la casa para protegerme de los escorpiones, los volví a abrir.
Era una soleada tarde de domingo. Soplaba una fuerte tramontana que aquietaba los primeros calores del verano. Destapé los minerales uno a uno y los dispuse sobre la mesilla de madera que estaba frente al sofá del salón.
Las crestas espumosas de las olas cortaban la superficie del mar como espadas de acero. Permanecí unos segundos en silencio frente a los minerales y de pronto uno de ellos atrajo particularmente mi atención. Era de color azul. El mismo color azul del vestido que llevaba Aurora el día en que la vi desaparecer por detrás del seto del jardín para siempre. El mismo azul eléctrico que en ocasiones teñía el crepúsculo.
Empecé a recordarla de nuevo.
Yo, que tanto me había esforzado por borrar de mi mente su recuerdo.
Recordé su vestido y su caminar a un tiempo ágil y elegante. Recordé sus ojos de color verde esmeralda que me miraban a veces con curiosidad, a veces con ternura, pero a menudo con angustia y pavor. Recordé el perfume de su cuerpo y el tacto de su piel seca y fina. Pensé que tal vez un lugar como este habría sido mejor para ella.
Pero yo estaba convencido de que ella había nacido para ser una estrella. La había imaginado resplandecer bajo la mirada de un público maravillado. Podía oír los aplausos y la sonrisa luminosa que entonces encendía su rostro. Imaginaba aquellos ojos angustiados que de pronto me miraban con reconocimiento y gratitud.
Entonces, al contemplar aquel azul que había teñido la piedra de forma totalmente natural, me dije que la luz de Aurora nada tenía que ver con la luz de las estrellas: se parecía más a la luz silenciosa y profunda que crece en el interior de la tierra y da origen a una piedra preciosa, destinada a durar en el tiempo más que el resplandor de nuestros mejores artistas.
Alcé la mirada lentamente y de pronto me di cuenta de que sobre la vieja cómoda agujerada por la carcoma había un libro de Virginia Woolf. Era una de sus escritoras preferidas.
Al abrirlo me sorprendió encontrar un viejo recorte de periódico, ya amarillento por el paso del tiempo y la humedad. Pertenecía a un periódico local. En la esquina superior izquierda, parcialmente rota, se leía el inicio de una fecha, indicando que era viernes. El día y el año habían desaparecido con el fragmento de papel que faltaba. La noticia cubría toda la página.
MUERE MUJER EN EL ANONIMATO
En el centro de la página una imagen en blanco y negro de Aurora, con una mirada intensa y una sonrisa radiante.
Doblé el recorte de periódico, lo metí cuidadosamente en el libro y entonces, por primera vez en los veinte años transcurridos desde que Aurora desapareciera por detrás del balcón de nuestra habitación, me puse a llorar.
Caballito de madera
Alguien daba golpes constantes de martillo a los clavos de su cabeza.
Era un caballo de madera, de los que fascinaban antaño a los niños. El artesano que lo había creado estaba orgulloso de él. Tanto, que nunca lo daba por acabado. Estaba siempre a la espera, en el mejor lugar del escaparate. Pero por la noche, cuando su mujer se retiraba a dormir, lo sacaba lentamente y se lo llevaba al taller. Siempre había algún detalle del que no estaba satisfecho. Y la criatura, incapaz de lamentarse y de articular palabra, sufría en silencio.
Una noche, un niño que caminaba cogido de la mano de su madre se paró frente al escaparate. Era una noche de invierno. Nevaba y las calles estaban recubiertas de una especie de hielo azul.
Era tarde y todos dormían.
En la calle desierta, solamente el escaparate iluminado esperaba a que alguien lo viera.
Abrió su ojo negro incrustado en la madera, todavía dolorido por el trabajo de su creador, que lo había depositado de nuevo allí solo unas horas antes, y vio cómo el niño y la madre, que lo miraban con luz en el rostro, tiritaban de frío al otro lado del cristal. Hubiera querido decirles algo. Hubiera deseado estar vivo solo para consolarlos.
¿Qué hacían allí afuera, a aquellas horas de la noche, en una noche tan fría?
¿Tendrían un lugar donde cobijarse?
¿Habrían comido?
El niño profirió una tos seca y la madre lo cubrió con su abrigo, con sus manos cortadas, temblorosas. Un maletín de piel, muy antiguo, que reposaba en el suelo, hizo imaginar al caballito que venían de la estación. La estación no estaba lejos.
¿De dónde vendrían?
¿Hacia dónde se dirigían?
Vio cómo la madre le decía algo al niño con ternura, y se alejaron lentamente por la calle desierta, abrazados bajo la luz dorada de un farol.
Llegaron días extraños. Pasaban las horas y nadie venía a cambiarlo de sitio, a golpear su cuerpo seco de madera de pino con más clavos, intentando arrancarle lo mejor de sí. De vez en cuando entraba algún cliente en la tienda, y le lanzaban miradas indiferentes, más atraídas por el vestido de lentejuelas sobre el maniquí que descansaba a su lado.
Un atardecer, después de escuchar el chirriar de las persianas metálicas que separaban la tienda del mundo al cerrarse, se escuchó un sollozo en la penumbra. El ojo del caballito permanecía atento; sobre la superficie negra del ágata con la que había sido tallado, brillaba la luz de la farola que alumbraba las calles en el exterior.
Intentó escrutar la oscuridad y le pareció intuir una silueta femenina recortada al fondo. Estaba sentada en una silla de mimbre y cosía un vestido negro con sus manos ancianas. Se pinchó el dedo índice con la aguja y empezó a sangrar. El caballito pensó en su creador, recordó las manos callosas cubiertas por finos cabellos blancos. Todavía quedaban impresas en su cuerpo las cicatrices. Todavía sentía el dolor por los largos trabajos. Y en aquel momento comprendió que nunca más volvería a verlo, que su creador había abandonado este mundo.
La tienda permaneció en silencio y a oscuras durante un tiempo. Solamente la luz del escaparate, siempre encendida, recordaba su presencia a los viandantes. Siguieron días de frío y nieve. Y también el caballito empezó a sentir la soledad del invierno.
La tercera noche de espera abrió un ojo sobresaltado y vio un zapato viejo y gastado sobre la acera. Luego, el rostro del niño que viera pocos días atrás. Tenía restos de carbón en el rostro y los cabellos castaños, sucios y despeinados. Esta vez no iba con su madre. Apoyaba sus manos sobre el cristal y su aliento caliente dejaba un rastro blanco sobre el frío. En ese momento el caballo comprendió que aquel era seguramente el único amigo que tenía en el mundo. No le hacía falta saber nada de él, ni de su vida,