El niño dibujó un círculo sobre su propio vapor, y dentro del círculo una cruz. El caballito hizo un esfuerzo y consiguió lo único que era capaz de hacer: balancearse suavemente sobre la superficie curva de sus patas. Y de un modo que solamente ellos conocen, ambos supieron que aquel había sido un acto real de comunicación.
Eso les bastó para sobrevivir al invierno.
Cerezas
A Borja no le gustaban nada las cerezas. Lo único que le divertía era colgárselas en las orejas y aparecer, de improviso, en la habitación de su hermana pequeña. Era un juego que compartían desde niños. Él fingía ser un monstruo y entraba así, gruñendo y gritando. Y solían acabar entre risas.
Pero una noche todo cambió. Lisa estaba muy concentrada leyendo y no se esperaba la aparición de su hermano con las cerezas a aquellas horas. Los padres habían salido a cenar, y estaban solos en la casa. Aquella vez Borja se había preparado un espectáculo impresionante. Se había colocado las cerezas, como siempre, colgando de las orejas, pero además se había puesto unos cuernos en la cabeza y vestido de buzo.
Lisa leía recostada sobre la cabecera de la cama, con la luz de la mesilla de noche encendida. Era un cuento de su abuela en el que se narraba la historia de un príncipe que escapaba de palacio para ir en busca de su amada Mariposa, la única mujer en todo el reino que disponía de alas. Pero para llegar hasta ella el príncipe tenía que atravesar muchos peligros, no podía detenerse, ni mirar atrás, ni siquiera podía socorrer a un mendigo o a un hombre herido si se los cruzaba en el camino. Tan enfrascada estaba en la lectura, que no se dio cuenta de cómo su hermano atravesaba sigiloso el umbral de su habitación y se colocaba silenciosamente en la cabecera de la cama, conteniendo la respiración.
Lisa leía y leía.
El libro era bastante corto, y al cabo de quince minutos lo acabó. Luego apagó la luz dispuesta a entregarse a un sueño plácido y profundo.
Fue entonces cuando Borja pasó al ataque. En el momento en que su hermana empezaba a atravesar el umbral del sueño, decidió aparecer en escena haciendo ver que la estrangulaba, y gritando, como siempre, con la voz amplificada y deformada por el tubo de bucear que se había colocado en los labios.
Lisa tuvo un sobresalto.
No se puso a reír o a gritar como hiciera otras veces. Permaneció en absoluto silencio. Y solo al cabo de unos minutos, Borja se dio cuenta de que aquella reacción no era normal. Su hermana estaba lívida. No movía ni un músculo. Sus ojos miraban hacia el techo, como si hubieran sido testigos de una terrible alucinación. Borja se quitó las gafas y el tubo de buzo. Depositó las cerezas en la mesilla de noche. Tiró al suelo los cuernos que se había colocado en la cabeza y empezó a agitar a su hermana pronunciando su nombre con pavor.
¡Lisa! ¡Lisa!
Pero la niña no respondía.
Cuando al cabo de media hora llegaron los padres en respuesta a la llamada desesperada de Borja, la niña seguía exactamente en la misma posición.
La llevaron al hospital, donde estuvo ingresada tres días y tres noches.
Finalmente, por suerte, despertó.
Había sufrido una parálisis temporal a causa del susto.
Con el paso de los días fue saliendo de su estado letárgico. Regresó el color a sus mejillas y desapareció de sus ojos la expresión de pavor.
Y, con los años, este pequeño incidente infantil ha dejado una huella imborrable: ya nadie come cerezas en su familia.
Podría haber sido peor.
Colonia perpetua
De pequeño lo mandaban siempre de colonias. Primero a las colonias francesas, todos los veranos durante cuatro años consecutivos. Luego a las americanas, desde los catorce años. «Los niños tienen que aprender idiomas y a vivir en el extranjero», decían.
Al principio nunca quería marcharse. Al final nunca quería volver.
Pero siempre volvía, por supuesto, y la clásica routine postvacacional retomaba su curso como todos los años inundando las horas de tedio.
Un día, ya más mayor, se marchó de colonias por un tiempo y nunca más regresó. Tan bien aprendió a vivir en el extranjero, que no volvió, ni aprendió nunca a apropiarse de su propia tierra.
Ha vivido, desde entonces, en una especie de condición perpetua de destierro, buscando raíces, dentro y fuera de sí mismo, sin encontrarlas. Quizá porque durante las colonias, en medio de las incomodidades, acabó por aficionarse a ese estar como desencajado, fuera de sitio. Quizá intuyera que en ese encontrarse fuera de lugar, algo lo aproximaba a un lugar que nada tiene que ver con la patria, pero que constituye una especie de patria interior. Aunque lo más probable es que todo esto no sea más que un modo romántico de justificar su exilio. Tal vez lo más honesto sea reconocer la realidad: que en su tierra se siente en exilio y, fuera de ella, también.
Hoy todavía permanece aquella sensación de aventura que no quería abandonar cada vez que lo volvían a meter en un avión de regreso a casa. El recuerdo de la intensidad con que vivía todo, consciente de un tiempo limitado.
Y así sigue viviendo ahora. Habita los lugares sabiendo que su tiempo en ellos se acaba, y así se ve casi obligado a saludar el momento, a respetarlo como respeta el cuadrado en el que apoya su cojín cada vez que se sienta a meditar.
Son sus nuevas colonias. No sabe cuánto tiempo van a durar. Pero mientras lo hagan, se dice, bienvenidos sean todos los paisajes nuevos que se ven desde la ventana del tren, bienvenidas las nuevas miradas, los nuevos olores, las nuevas sonrisas. Bienvenida de nuevo esta perpetua sensación de desplazamiento y de ignorancia, esta constante lucha contra los propios límites.
Y quizá, el día en que realmente pueda sentirse en casa, el día en que pueda decir sin engañarse a sí mismo que de verdad se siente en casa en todas partes (y no que no se siente en casa en ningún lugar como realmente ocurre), ese día, esté donde esté, seguramente le habrá llegado la hora de partir definitivamente.
Así es la vida.
Corazón exaltado
«Más vale un corazón discreto que un corazón exaltado», me decía todas las mañanas mi abuela mientras nos sentábamos con un café a la mesa de la cocina. «Que no te pase como a tu padre, cariño, que se perdió».
Tuvieron que pasar muchos años para que comprendiera lo que me decía mi abuela mientras tomábamos café antes de ir a la escuela.
Y todavía hoy no sé si lo comprendo del todo.
Mi padre era un hombre extraño. Hacía tiempo que no vivía con nosotras porque, decían, se había ido a vivir lejos. Sobre la mesilla de noche de mi madre había una fotografía. Ella no lo sabía, pero cuando me quedaba sola en casa, la miraba durante horas en silencio. Un día mi abuela me descubrió. «¡Qué haces, Serena!», me dijo. «Nada», respondí yo.
Crecí con la compañía de un padre imaginario. Porque no era su ausencia lo que realmente se vivía en mi casa, sino la imposibilidad de olvidarlo. Como si ese acto de abandonarnos y de «marcharse lejos», como solían decirme, hubiera perpetuado su presencia entre nosotras.
Mi abuelo había muerto pocos años atrás. Así que en casa éramos solamente mi abuela, mi madre y yo. Y mi padre imaginario. Era un hombre alto y corpulento, de manos enormes, capaces de reparar armarios, estanterías, mesas. Era un hombre peligroso al que había que temer. Un hombre ausente, lejano, con un corazón exaltado. Crecí con él en la imaginación; su silueta se dibujó dentro de mí como una sombra proyectada en el jardín. Pero no se podía preguntar. Él estaba siempre presente como modelo de lo que no había que hacer. Pero no se podía solicitar ningún dato verídico, real, concreto.
La