Preparar cada encuentro de “Resurrección” era como una lección que una profesora se daba a sí misma como alumna. Coordinarlo era como colocarme las lentes tridimensionales del duelo, porque ahí aparecía un mundo de dimensiones nuevas. Cuando evaluaba cada reunión, me quedaba maravillada, hasta lloraba, porque terminaba examinando la madurez de mi duelo, me motivaba a sanar con más facilidad viejas heridas y corregía deficiencias de carácter y de actuación de mi persona.
“Entonces brotará tu luz como la aurora y tu herida se curará rápidamente” (Isaías 58,8). Es el cumplimiento en mi persona, ciertamente inmerecido, de la promesa del Señor. Y es que no hay mejor manera de ayudarse que ayudando gratuitamente en un gran duelo, como se hace en “Resurrección”, donde la gente llega rota y se va reeditada.
Abrir el paracaídas
Respetado lector, desde el primer momento del suicidio de mi hijo me retorcía por dentro lamentándome sin consuelo: “¡Tenía toda una vida por delante!” Posteriormente, en el proceso del duelo, me olvidaba que yo también tenía toda una vida por delante, al igual que mi familia.
Cuando al grupo “Resurrección”, que yo coordinaba, llegaron los primeros dolientes con un bagaje inmenso de sufrimiento, me cuestioné: “¿Qué esperarán estas personas de mí?” Sin embargo, la pregunta adecuada era otra: “¿Qué deseo yo que ellos esperen de sí mismos?” Y me respondía a mí misma: “Que entren como en una nueva órbita”. Sí, porque tenían una vida por delante.
Después de un gran dolor, hay que girar alrededor de un sol nuevo, recorrer un universo por descubrir, avanzar hacia el cielo infinito y abrir desde las alturas el paracaídas de la vida. Esto es lo que deseo también para usted, caro lector: toda una vida plena por delante.
EL ABRAZO QUE FALTABA
Desnuda en el desierto
- Emmanuel, hijo, no quiero que vayas con tus amigos. Mañana vas a recibir la bandera y tenemos que ir a comprar la ropa para que estés prolijo.
- “Mamá, déjalo ir. Hizo todo y se merece que salga” -intervino el hijo menor. Como todo hermano, era su cómplice.
Yo pensé por un momento y le dije:
- Está bien. Te doy permiso, pero sólo por una hora. Antes de irte, dame un abrazo.
- No, mamá, porque si te abrazo, me vas a agarrar y no me dejarás ir.
Y se fue a las cuatro de la tarde, feliz, sin el abrazo, pero tirándome besos de lejos. Se colocó el casco y subió a uno de los cuatriciclos. Alrededor de las cinco de la tarde lo llamé por teléfono para recordarle que lo estaba esperando para irnos de compras y me contestó:
- Estoy yendo viejita. ¡Te amo!
Esas fueron las últimas palabras que oí de mi hijo Emmanuel, antes de que fuera asesinado.
Mi nombre es Susana. Mamá de cuatro hijos y abuela de cuatro nietos. Día 9 de diciembre del 2014, todo transcurría en forma normal, con muchas alegrías en casa. Yo, recién jubilada; mis hijos mayores, ambos casados, con hijos y con muchos proyectos; mis hijos más pequeños, terminando su ciclo escolar y sus actividades deportivas con éxitos. Además, el día diez de diciembre iba a celebrarse el acto académico de clausura del año escolar en la Escuela donde cursaba Emmanuel. Había terminado el quinto año, siendo elegido primera escolta de la bandera y mejor compañero. Sumándole a todo esto, estábamos organizando un viaje de vacaciones en familia.
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