Si curas al hermano. Mateo Bautista. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mateo Bautista
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9789505007950
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entiendo el valor de mi nombre más que nunca. Me llamo Dolores y debo decir que muchas veces odié este nombre y su peso, por lo menos en mi vieja vida. Sin dudas, para cada uno de nosotros la vida no es la misma, ni siquiera en algunos casos es su continuación. ¡No es la segunda parte de nuestra historia! Es una vida nueva o, si les gusta más, otra vida y, por qué no, un renacer. Parecerá trágico, pero para renacer tenemos que morir primero a quienes fuimos. ¡Sí! Aquella noche de mayo, morí con mi hija. ¡Se me apagó la vida vieja, se me terminó el tiempo! Hasta aquí tuve la oportunidad de aprender la lección.

      Mi hija Ariana fue la razón de mi vieja vida; hoy, mi horizonte, mi sueño primero y último. Inagotable sería la lista de lo que fue y es ella para mí y, aunque nombrara todas sus virtudes y describiera mi complacencia absoluta de ser su madre, ninguna palabra sería fiel a lo que siento hoy por mi hija. Los que son padres compartirán conmigo la certeza de que el primer hijo nos cambia para siempre y acapara todo nuestro ser. Los hijos son la herramienta que Dios utiliza para darnos forma. Nosotros somos la roca, ellos son el cincel y Dios el artista. Eso fue Ari y también mis otros hijos.

      Me enamoré siendo tan solo una niña de catorce años y, a pesar de que mi padre quiso advertirme de que debía vivir muchas cosas antes de casarme, contraje nupcias a los veinte años. Más allá de esto, traté de postergar todo lo posible el embarazo. Sabía que no estaba preparada para ser madre. Mi prioridad era mi carrera. Quería estudiar, pero, sobre todo, deseaba demostrar a mis padres que se habían equivocado. Yo podría continuar estudiando y ser esposa. Pero la maternidad era incompatible con mi realidad.

      Lo cierto es que después de postergar todo lo posible el embarazo, me dejé llevar por el mandato que dice: “¡Cásate y serás feliz!”, y eso desde mi lectura incluía a los hijos. A pesar de que las cosas no fueron así para mí, el día que supe que sería madre, se lo digo con absoluta sinceridad, una extraña y nueva emoción se apoderó de todo mi ser para siempre. Me separé del padre de Ari estando embarazada de tres meses. No creo necesario explicar la causa. Es una herida cicatrizada que ya no tiene objeto describir. Lo advierto sólo con el propósito de que se comprenda lo especial que es mi niña y su vida en mi vida.

      Cuando di a luz a mi hija, mi dolor se transformó en un gran baluarte y fue tanta la fortaleza que se convirtió en un fortín. Ya nadie me lastimaría. Tenía a mi hija y viviría para ella. Me recibí de psicóloga y trabajé, trabajé y trabajé. Mis padres fueron desde aquel momento los pilares donde apoyaba todo lo relacionado con mi maternidad, ciertamente compartida. Quienes creemos que a los hijos les debemos una vida colmada de todo tipo de bienes materiales o sociales, al final los dejamos al cuidado de otros para que les den aquello que nosotros no podemos por falta de tiempo. Quiero aclarar que esta lección todavía no llegó a su madurez total en mí y no lo digo con ánimos de superación. Lo manifiesto, incluso, como una queja a mí misma y como verán encubre culpa. Lo bueno de escribir para personas en duelo es que todos conocemos ese sentimiento.

      En aquel mayo de 2016 se terminó mi oportunidad de comprender la importancia del tiempo con los hijos, del tiempo con la familia, del tiempo con los amigos. Aquel día, como muchos otros, finalicé tarde el trabajo y fui a cenar con mi mejor amiga, que también era la madrina de mi hija. Con un simple beso por mensaje y la promesa de pasar por ella al día siguiente, me despedí de la luz de mis ojos. Esa noche, la casa de mis padres se incendió. Mi padre logró saltar por la ventana del primer piso y vivió unos días más con ayuda del respirador en el Instituto del Quemado. A mi hija la encontraron en la bañera, abrazada a su querido primo. De mi madre, no sé mucho, sólo que no estaba en su cama. Ella también buscó ir al encuentro de sus nietos.

      Dolores, mi nombre, ¿es una premonición? ¿Una invitación a comprenderlo?

      Primer dolor. En aquella madrugada, mi hermana gritando en el teléfono: “¡La casa se quema!”. El resto, desesperación. La linda casa de mis padres, en llamas. Yo, agarrada a las rejas de la entrada, mirando aturdida la escena. Mi corazón, saltando por los latidos. El agua de las mangueras de los bomberos. Sirenas sonando por doquier. Mi cuerpo empapado de sudor. Un frío gélido e invasivo. La piel me anunciaba que mi hija ya había salido de allí y me estaba abrazando fuerte. Mis entrañas, en cambio, estaban sabiendo antes que mi cerebro lo que estaba ocurriendo.

      Cuando en aquella noche mi cuñado se me acercó para decirme que habían encontrado a los chicos abrazados en la bañera, aunque sus ojos comunicaban más que su voz, le pregunté: “¿Mi hija está muerta?” Mi alma se despegó durante segundos de mi cuerpo. Buscaba a mi Ariana desesperadamente: “¡Por favor, Señor! ¡Quiero verla con los ojos del alma, necesito ver a mi hija por última vez!” Gritaba su nombre como una súplica, elevando los ojos al cielo.

      Segundo dolor. El resto del relato la mayoría de ustedes se lo imaginará. El funeral por tantas personas amadas te deja inmersa en una especie de desierto del alma; atrapada en la peor pesadilla. La agonía es saber que lo que está pasando es real. Por mi profesión había conocido una gran cantidad de emociones humanas, escuchado muchos relatos de dolor, pero nada se comparaba con esto que estaba sintiendo. Ese tiempo fue de desesperanza. Es la emoción que más refleja lo vivido. Pero el auxilio llegó. Mi grito fue escuchado. Aquella noche, mi cuerpo, no mi razón, ni mi corazón endurecido, fue el que se sentía acompañado, abrazado. Mis oídos y mi boca estaban cerrados al ruido de mi alrededor.

      Nunca más volví a estar tan en silencio como en esos días. Sin embargo, mi razón se ocupaba de responder a cada persona que se acercaba. No me desconecté del mundo y, a la vez, no estaba allí. Fue como si mi capacidad humana se hubiera dividido; estaba viviendo en dos canales a la vez; es decir, para los ojos de las personas que nos acompañaban con tanto amor yo estaba allí entera frente a ellos. Sólo algunos se dieron cuenta del vacío de mis ojos, del silencio de mis palabras, de la sed de mi alma.

      Tercer dolor. La culpa, toda clase de culpas se apoderó de mí. Me cuestioné toda la vida, todas mis decisiones: si hubiera ido a buscarla, si hubiera trabajado menos, si hubiera sido mejor madre. ¡Si hubiera, si hubiera! Mi mente era un infierno del que no podía escapar. Caminaba por la calle sintiendo vergüenza de mí misma por tantas equivocaciones cometidas. Todo el que me miraba, pensaba yo, se convertía en una especie de juez cruel e implacable. ¡Me sentí tan quebrantada y humillada! Encontrarme con las madres de las amigas de mi hija y fijarme en sus miradas era un puñal punzante. Mi mente fue muy cruel conmigo durante ese tiempo. Esas madres tenían a sus niñas durmiendo en sus casas y yo no. Por eso la perdí; seguramente, ellas eran mejores madres que yo.

      Cuarto dolor. Abrir los ojos cada día y saber que Ariana no estaría más allí. Ver a mi otra hija sufrir por su hermana, la casa en silencio, sus cosas que la esperaban. Entraba a su dormitorio y buscaba mensajes en las paredes, en los papelitos del cesto de basura, en los márgenes de sus cuadernos, en los bolsillos de su ropa. Revisaba todo lo que estaba a mi alcance. Me dejaba abrazar por sus mantas, me ponía sus perfumes, me vestía con su ropa. ¡El olorcito en su ropa! Todo lo que tocaba, todo lo que miraba, todo era mi hija.

      Quinto dolor. Aceptar que nuestras vidas habían cambiado para siempre. Aquel día yo entregué mi hija a Dios. En el curso del llamado telefónico y hasta llegar a la casa de mis padres, nada pasó por mi cabeza, pero, cuando vi la casa de mis padres en llamas, ese silencio del que vengo hablando se apodero de mí. No pedí nada a Dios. Tuve la sensación de que su voluntad ya se estaba cumpliendo a pesar de lo que yo pudiera rogar. Después del entierro y del retorno a mi propio hogar sin mi hija, tuve una creciente necesidad de conversar con Dios. “¡Señor, mi niña está en tu casa! Por favor, ¿podrías escucharme? ¿Podría hablar con vos y saber de ella? ¡Unas palabritas nomás, Señor!”

      Mi hermana menor me anotó en un retiro Ignaciano de contemplación y me interné, por primera vez en mi vida, para conversar con Dios. Acercarme a la puerta de esa casa de retiro fue como llegar a la puerta de la casa de mis padres. Eran las diecinueve horas de un día invernal; noche cerrada y oscura. El portón negro se abrió y dejó ver un camino rodeado de verde y una casona