En belleza de amor
Si conocer el grupo “Resurrección” fue una bendición, coordinarlo lo ha sido también, con el plus de una gracia inmerecida. Estando ahora más serena, valoro mejor que el grupo haya sido el espejo más exacto del estado de mi corazón y de mi alma, de muchos aspectos que habían pasado desapercibidos para mí. Coordinando, pude mirarme como hija y tía en duelo. La magnitud del duelo por la muerte de una hija había obnubilado poder transitar con sosiego el duelo por mi sobrino y padres, quienes dejaron en mí una huella maravillosa.
Tengo frente a mi grupo la responsabilidad de reflejar como imagen viva la certeza de que el dolor se irá transformando sana y lentamente en belleza, en belleza de amor. Esa responsabilidad se plasma en mi propio cuidado personal, en mi prolijidad; incluso me tomo el tiempo de pensar y elegir algún detalle que refleje la vida: algún color, algún perfume, algo de vida en el rostro.
La palabra grupal se hace calmante, antidepresivo, ansiolítico, por ello me obligo a buscar lo mejor que tengo, ofreciéndolo en palabras muy simples, con el cuidado de ser clara y, sobre todo, positiva. Llamativamente, empecé a tomar consciencia de que esa palabra, buscada para reforzar a otras personas, insistiendo que cada detalle de la nueva vida en duelo es valioso, se convertía en un recurso terapéutico para mí misma.
Los diferentes vínculos de los integrantes de mi grupo en duelo arrojaron luz y comprensión a aspectos de mi vida familiar que yo había descuidado por estar fija en mi exclusivo dolor. Pude comprender a mi marido y su silencio, ser paciente con sus tiempos. Tener la dicha de contar con integrantes hombres y padres en proceso de duelo, y escuchar todo aquello que no se mencionaba en mi propia casa, me permitió comprenderlo más y mejor. Del mismo modo, escuché la versión del amigo, del hermano. Impactante y novedosa fue esa comprensión, y enorme el beneficio que obsequió a mi vida.
La quinta esencia del amor
Ser coordinadora me fue potenciando la sonrisa, el entusiasmo y la alegría al ver a los dolientes sonreír después de llorar, al comprobar que, con el paso del tiempo, ya estaban pendientes unos de otros. Nunca antes había trabajado en clave vincular de mutua ayuda. No me sentí parte de un propósito tan valioso hasta que fui coordinadora. ¡Cada persona se vuelve para mí tan importante! Entiendo ahora el valor de la comunidad como factor sanador, algo novedoso en mi vida.
Coordinando el grupo desarrollo ampliamente mi empatía. Mi profesión me había ejercitado en la escucha analítica de la patología. “Resurrección” me permite descubrir el valor de la escucha empática en el acompañamiento del doliente. Tengo que reconocer que esto cambió mi manera de trabajar profesionalmente. Hoy, a todos los escucho, comprendiendo que sufren en un proceso integral de duelo.
Coordinar “Resurrección” me dio la posibilidad de vivir la fe en oración compartida y de mutua intercesión, celebrándola comunitariamente, ya no únicamente en el silencio de un retiro; también recibiendo la gracia en los sacramentos, en cada Misa, sacrificio de muerte y resurrección; saboreando la maternidad de la Virgen en mi vida, estimulándome por la santidad y fidelidad de los santos que pasaron por tantos duelos; aprendiendo que la Iglesia también soy yo. El grupo “Resurrección”, como su nombre indica, ha sido un instrumento de Dios para vivir como resucitada, ya aquí, y saborear como primicia la resurrección celestial.
Coordinar me permite dedicar más tiempo a mi familia celestial, porque tengo la necesidad de mirar al Cielo, mi próxima y eterna morada, y contemplar amorosamente a sus huéspedes. Dejarme amar por mis seres queridos envueltos del amor de Dios fue descubrir la quintaesencia del amor mismo. La acción, con sus ajetreos y exigencias cotidianas, acapara casi todo mi tiempo. El ritmo de los días es veloz y la semana pasa volando, pero tener esta posibilidad de coordinación le aporta a mi existencia tiempo de calidad, de quietud, de reflexión, de evaluación, de trascendencia, de comunión entre los vivos y difuntos, además de un clima de paz indescriptible.
Ayudarse ayudando
Apreciado lector, gracias por haber tenido la gentileza de leer este escrito. Tú eres el destinatario de su contenido. Confío en que te sea útil en el recorrido del proceso de sanación de tu duelo personal.
Como te he expresado antes, transitar el camino de sanación de un hondo sufrimiento afecta a nuestro pasado, presente y futuro; impregna todas las dimensiones de nuestra persona, cambia los paradigmas de nuestra vida anterior, da otra visión al propósito de nuestra existencia, porque ya no somos los mismos de antes. Y aquí está el desafío: debemos comprender con una inteligencia nueva quiénes somos actualmente, porque nos espera un futuro nuevo como meta, como resultado de un trabajo positivo de duelo. Nuestro pasado, ciertamente asumido y valorado, nunca debiera ser un “pasado presente”, ni un “pasado futuro”, porque también en el duelo se hace camino al andar.
Te invito a asumir con coraje y protagonismo tu nueva identidad, ganándole el pulso a tu sufrimiento. Te he contado que, mirando a los ojos de la muerte, iluminada por el don de la fe en El que es el camino, la verdad, la vida y la resurrección, me vino el nacimiento de “la nueva Dolores”. Ahora miro con una perspectiva de doble visión: me esfuerzo por ser feliz, plena y dedicada como ciudadana responsable de esta tierra, sin perder de ojo que soy ciudadana del cielo, donde están como huéspedes mis seres queridos, amando con la quintaesencia del amor mismo, más fuerte que todo duelo y muerte.
Me despido, querido lector, recordando el título tan significativo de este libro escrito pensando en ti: “Si curas la herida de tu hermano”. Este título ha sido como el lema del camino de mi duelo transitado en clave de mutua ayuda y ahora es un programa para el resto de mi vida; Dios quiera que lo sea también para ti.
TODA UNA VIDA POR DELANTE
Era dulce, cariñoso
Lo estábamos esperando a mediodía para su cumpleaños, pero no llegaba. Lo llamábamos por teléfono y no respondía. Le dejamos mensajes en su celular y todo era silencio. Pasaron las horas y no aparecía. Nos conectamos con su ex esposa y nada sabía de él. Como crecía nuestra inquietud, lo rastreamos en su vivienda y no lo encontramos. Su automóvil no estaba en el garaje. Nos pusimos en contacto con sus amigos y vínculos, mas ninguno conocía su paradero. Entramos en sus redes sociales y no había subido recientemente noticias suyas.
Caída la noche, nuestro temor iba en aumento. Decidimos dar aviso a la policía. En Emergencias Hospitalarias no tenían registro de él. Lo buscamos durante toda la noche por varios lugares frecuentados por él, sin resultado alguno. Las indagaciones de la policía eran infructuosas. Nuestro hijo no daba señales de vida. Llegó el mediodía y la angustia se apoderaba de nosotros. En la noche, la imaginación nos arrastraba a lo peor. Nadie lo había visto en los dos últimos días.
Todo se volvía oscuro y pesimista. La familia, sin embargo, seguía con esperanza en el corazón. Juntos orábamos con fe por su aparición. “¿Dónde podrá estar?” ¿Qué le habrá pasado?”, nos preguntábamos dándonos ánimos mutuamente. Para la policía aquello era como un misterio, nos pedía calma y toda información que fuera útil. Con congoja en nuestra alma transcurrió otro día más así. Nos envolvía poco a poco una impotencia total. Yo de rodillas, con lágrimas en los ojos, suplicaba al Señor recobrar a nuestro hijo sano y salvo.
Él tenía un talento singular para la música. Era dulce, cariñoso, bohemio, travieso, transgresor, inseguro, disconforme, terco, ingenioso, culto, padre afectuosísimo.
Nosotros teníamos una familia feliz, hermosa, conformada por el matrimonio y tres hijos. Todos buscados, amorosos, queridos por igual. Estudiaron, se graduaron, se casaron, nos regalaron hermosos nietos.
Él tenía toda una vida por delante. Acababa de cumplir treinta y siete