–Me encanta esa frase, ¿es tuya?
–No y sí. La frase original es de Einstein y dice algo así: «Si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo».
–Buff, Einstein, ¡claro!, por eso me ha gustado –comentó Alba y sonrió a su sobrina.
Paula siguió hablando con su tía y comprendió que tenía razón. No puedes analizar nada con cierta perspectiva si estás demasiada involucrado o cercano al objeto de análisis. Y estaba claro que Paula no era capaz de entender los sentimientos que se estaban despertando dentro de ella. Posiblemente en algún momento de su infancia había generado un mecanismo que reprimía los sentimientos según estos se iban materializando y los iba guardando en algún lugar recóndito de su propia mente. Ese mecanismo le había funcionado hasta ese momento, pero ahora, con treinta y siete años ya cumplidos, ya no resultaba tan eficaz y estaba comenzando a emitir signos de agotamiento. Su mundo se iba desquebrajando poco a poco.
–Sabes que llevo años asistiendo a terapia. Si quieres puedo preguntarle a mi psicóloga si conoce a algún compañero de profesión que pueda aconsejarme en función de los datos que sobre ti le pueda dar. ¿Quieres que le pregunte?
–¿Y no podría ir a tu psicóloga?... No he dicho nada.
Según la pregunta salía de su boca, Paula se dio cuenta de que era completamente estúpida. Compartir el mismo terapeuta que ayudaba a su tía desde hacía años no parecía la mejor idea. Tampoco sabía por qué su tía lo hacía. Según la versión de su padre, Alba era una mujer débil que necesitaba estar junto a personalidades fuertes. Esa debilidad patológica siempre le había hecho reaccionar con inseguridad y recelo a las manifestaciones de amor o cariño de los demás. «Esa continua y agotadora búsqueda del refrendo de los demás», como había oído a su padre referirse a su hermana en tantas ocasiones. Pero Paula no solía hacer demasiado caso a las etiquetas que su padre hacía de los demás; solían variar tanto como su estado de ánimo.
–Nunca te he preguntado nada sobre esa parte de tu vida. Me siento fatal; quizá tengas razón y sea tan egoísta como mi padre.
–Bueno, lo haces ahora. Mira, Paula, lo único que te pido es que le des una oportunidad. Soy consciente de que te costará mucho más que a cualquier otra persona, ya que tienes que vencer el prejuicio paterno. Pero no veas la terapia como el último recurso antes del desahucio. Yo llevo años asistiendo a terapia porque me ayuda a entender mi mundo. A entender por qué no fui ungida con el talento de tu padre y por qué tus abuelos siempre me exigieron todo a mí sin reparar si esa niña a la que se le presionaba, cuestionada siempre más que a su hermano, en el fondo sufría. El sentido de la justicia no es el fuerte de la familia Blanco, ¿sabes? –y sonrió con una mueca triste completamente forzada.
–¡Cómo lo siento, tía! Quiero decir que ha debido de ser muy complicado; conozco a mi padre y sé lo jodidamente egoísta y frío que puede llegar a ser.
–No hagas eso.
–¿El qué?
–Disculparte por algo de lo que no tienes culpa. Al final me di cuenta de que si quería ser feliz debía construir mi propia familia, y que si alguna vez lo conseguía los valores con los que la misma se conformase debían ser completamente distintos de los que yo había recibido en mi casa. Y eso hice. Ahora soy feliz, tengo la suerte de llevar décadas de estabilidad con tu tío, un buen hombre que me ama, tengo unos hijos cariñosos y unos nietos adorables. ¿Qué más se puede pedir?
Alba acercó su mano para acariciar la mano de Paula.
–Y entonces, ¿me vas a hacer caso? ¿Quieres que le pregunte a Olga si conoce a algún compañero de profesión para que vayas a verlo?
–Sí, eso estaría bien. Gracias, tía.
–Bueno niña, tu tío me va a matar. He dejado a toda la familia en casa y ya sabes la poca paciencia que tiene cuando no le dejan ver sus malditos partidos de fútbol –dijo, reparando en la hora que era.
–¡Qué tarde es...! Gracias por todo. Me siento mucho mejor; no sé, el poder contarte cómo estoy me ha descomprimido.
–¡Descomprimido! Hija qué cosas más raras dices, ni que fueras un submarino.
Al llegar a su apartamento y después de ponerse cómoda en el sofá del salón con la interpretación a piano de Daniel Barenboim de una pieza de Beethoven filtrándose en su cabeza de forma dulce y armoniosa, la conversación con su tía Alba le pareció como un reparador sueño tras días de insomnio. Después de semanas de vivir con angustia creciente su sorprendente incapacidad para la gestión de sus propias emociones, el contar con alguien que pudiese ayudarla le dio esperanzas y sobre todo un asidero emocional al que aferrarse.
Y así, gracias a esa determinación, conocería al hombre que, en todos los sentidos posibles de la palabra, la liberaría.
***
5. Admiel Perlman
Admiel Perlman entró en su despacho después de saludar a María, la secretaria del gabinete de psicólogos donde ejercía su labor profesional junto a sus otros dos socios ocupando la segunda planta de un viejo edificio del centro de Madrid.
Al sentarse en su sillón de trabajo comenzó a leer los correos electrónicos que había recibido.
Sonó el teléfono.
–Hola Admiel, soy Olga Fito. ¿Cómo te pillo?
–¡Olga! ¿Cómo estás, guapa? Hace siglos que no sé nada de ti, desde…
–El Congreso de Barcelona sobre nuevas terapias clínicas de hace tres años.
–¡Sí!, cierto. Buff, tres años ya, ¡cómo pasa el tiempo! ¿Y qué? ¿Cómo van las cosas?
–Bien, sigo con mi cartera de pacientes, publico en distintas revistas del sector, las charlas, en fin, que no me puedo quejar. Te llamo precisamente por una paciente mía; la verdad que es una paciente muy especial ya que posiblemente es con la que llevo, de forma más o menos intermitente, más tiempo en consulta.
–Entiendo.
–Me ha pedido que intente buscar un buen profesional que trate a su sobrina y, bueno, he pensado en ti.
–Gracias, Olga. Tendré que mirar cómo tengo la agenda porque creo que no puedo admitir a ningún paciente más.
–Admiel, por favor, no te llamaría si no fuese importante para mí. Por lo que me ha contado, estoy segura de que le podrás ayudar y necesita ayuda.
–¡Todos la necesitan!, ¿no crees? Está bien, Olga. Pásame los datos de contacto y la llamaré.
–Te lo agradezco de verdad. Cuando vuelva de París te llamo y hacemos por tomar un café… invito yo.
–No seas tonta, será un placer volver a verte. En fin, esta vida que llevamos; no nos da tiempo ni para respirar.
Al colgar el teléfono se quedó un rato pensativo. Conocía a Olga Fito desde el primer año de su llegada a España, durante el interminable proceso de convalidación de su título de Psicología Clínica después de haber realizado un curso puente de un año para homologar las asignaturas que había cursado en Uruguay con el sistema educativo español.
Admiel Perlman había nacido en Uruguay hacía ya treinta y seis años en el seno de una adinerada y próspera familia judía de comerciantes de origen alemán que, por una perfecta mezcla de azar y nazismo, pensaron que para la supervivencia de la familia resultaba más inteligente quedarse por unas décadas a vivir en un país mestizo e inclasificable como era el Uruguay de finales de los años treinta. Después de «recibirse» en la universidad decidió que necesitaba vivir con algo más de libertad. Si para un joven de cualquier parte del mundo es necesario e incluso sano vivir el proceso de emancipación de la familia, para un joven judío que forma parte de una comunidad muy cerrada y ortodoxa resulta absolutamente necesario. Así que, con poco más de veintitrés años, dos maletas y los reproches de su padre, de su madre, de