Imaginemos una persona que es médico y que se comporta con el rol “medico” siempre, y no tan solo cuando está con los pacientes o con los colegas ejerciendo su profesión. O imaginemos alguien que ha asumido el rol de persona altruista desde su infancia, “qué hijo tan bueno tenemos, es un ángel”, conducta que habrá sido reforzada a lo largo de su vida guiando su comportamiento desde la niñez para no desentonar con la imagen que se le ha asignado, la cual el sujeto refuerza y consolida más y más.
Es la castración de su humanidad, la cosificación, la destrucción del individuo. El sujeto ya no es él, es cualquiera, un rol, una caricatura. Una vez más la huida a ninguna parte, un intento de encajar en un lugar, el que sea, y una vez más el miedo —a veces disfrazado de pereza— a cuestionar lo relativo de la realidad impuesta.
Y es que, si no queremos acabar huyendo a ninguna parte, primero hay que aceptar que no hay nada de lo que huir. Como escribió Miguel de Unamuno en su Diario íntimo, o quizás en Del sentimiento trágico de la vida —no recuerdo exactamente—: “Creo en ti, Señor, ayúdame en mi incredulidad”. No hay de que ni adonde huir, aceptarlo es liberador.
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