Por ello, lo mejor para guiarnos en nuestro mundo de todos los días es hacer caso a la ley de causa/efecto que, si bien no es perfecta, sí es la mejor guía que tenemos para conducirnos por él.
Para ello es fundamental reconocer lo real, lo que sucede de forma más o menos explícita delante de nuestros ojos, y es necesario para poder operar en la mayor medida posible en nuestra historia, en nuestro devenir, sin embargo, muchas veces no reconocemos la realidad más evidente.
El ser humano tiene una capacidad asombrosa para mirar a otro lado, a cualquier lado menos al frente, que es donde se encuentra la realidad.
Es el miedo el que nos hace apartar la mirada; es comprensible, porque la vida nos puede aplastar. De hecho, lo hará con cierta frecuencia a lo largo de los años, hasta que llegue ese aplastamiento final que es la muerte.
Una de las cosas que define al ser humano en profundidad es el sentimiento de soledad y de extinción, la muerte. Este miedo anida de forma intrínseca en seres con conciencia desarrollada —conciencia de sí mismos como entes individuales y perecederos—, y se proyecta en muchas situaciones, por cotidianas y vulgares que sean, siempre y cuando tales situaciones impliquen algún tipo de enfrentamiento, cambio o posibilidad de daño, físico o psíquico.
Todo esto nos habla del miedo a nivel inconsciente o consciente a situaciones, lugares, personas y sucesos determinados, que no son sino una derivación del exclusivamente humano terror a la muerte, a la extinción tanto física como de nuestra consciencia individual, y es que para nosotros no somos otra cosa que nuestra conciencia.
Este miedo, por tanto, se ramifica en ocasiones, cubriendo grandes áreas como una red. Nos paraliza a la hora de emprender un camino nuevo, de enfrentar un problema laboral o económico, de dar por finalizada una relación afectiva, de tomar decisiones de importancia en nuestra vida, las cuales nos gritan que les hagamos caso, pero son ignoradas o enmascaradas por multitud de artimañas. Nos lleva, este miedo difuso, a enterrar la cabeza como el avestruz ante el peligro presente, todo antes que enfrentarse a la vida y su crudeza.
Sin embargo, a pesar de no poder escapar a la existencia, y a pesar de estar en un mundo tan grande y fuerte, nosotros, tan pequeños, débiles y efímeros, poseemos algo tremendamente grande e importante. Yo lo llamo el margen de intervención en la realidad; el término que designa este concepto es mío, pero la existencia del mismo es inmemorial, existe desde que la vida consciente —en diferentes grados— surgió en este planeta, y tiene que ver con la volición del organismo y con la capacidad por parte de él de reconocimiento del entorno y de las fuerzas y capacidades personales.
Podemos verlo más claramente con un ejemplo: una persona se encuentra en una situación incómoda, de la cual piensa que no puede salirse, por ejemplo, está sufriendo los estragos personales producidos por un matrimonio caótico, sin afecto, sin futuro; esta persona tiene hijos pequeños a los que quiere y comprende que si pusiera fin a la relación dañaría emocionalmente a sus hijos, y no solo eso, sino que la ruptura traería otros muchos problemas; es posible que su pareja también resulte dañada emocionalmente y ello resulte en un sentimiento de culpa por haber dado el paso hacia la ruptura —y la culpa es uno de los sentimientos más dañinos y difíciles de integrar en el ser humano—, la ruptura también produciría, posiblemente, pérdidas o desajustes económicos, desubicación social, desencuentros con familiares y amigos de la pareja o con la propia familia sanguínea.
La persona que ilustra este caso no quiere seguir casada, pero tampoco quiere dañar a segundos, a terceros ni ponerse a sí misma en una situación precaria. He visto muchos de estos casos, la persona en cuestión a menudo está convencida de que se encuentra atrapada en un callejón sin salida, y esto no es así, no está condenada a vivir de ninguna manera determinada, tiene ese margen de intervención en la realidad, puede que no dependa del sujeto afectado el hecho de que su pareja sea cariñosa o no le engañe —aunque por otra parte, puede que sí—, es posible también que no sea capaz de hacer entender a sus hijos que será, a la larga, mejor para ellos que no vivan una infancia repleta de discusiones domésticas, pero todo ello no impide tomar una decisión. Se puede decidir y actuar, o bien separándose, o quedándose para aguantar y suavizar, integrando la relación en lo que es. Puede hacer muchas cosas, tiene margen, el miedo le impide verlo.
Sí es difícil, a veces, darse cuenta de que siempre existe algo, una decisión, una acción que depende exclusivamente de nosotros. Más difícil es asumir que toda decisión acarrea daños colaterales, que, si sale cara al arrojar la moneda, no volveremos a ver la cruz.
En estos temas no es bueno ir demasiado rápido, no hagas uso de tu margen de intervención en la realidad si no te sientes aún preparado. Lo importante, antes de nada, es darse cuenta —reconocer— que todos poseemos ese margen, que siempre podemos hacer algo en cualquier situación, por poco que sea; entiende, además, junto con este concepto, que todo lo que te han dicho desde niño sobre que las cosas son, deben ser y solo pueden ser de una forma determinada no es sino una enorme, monstruosa y esclavizadora mentira.
La única manera de superar el miedo existencial, el miedo sin objeto concreto, el miedo al miedo es mirar la vida de frente y cara a cara, aceptar —que no es lo mismo que resignarse— lo que esta trae, formar parte activa del juego inevitable de la vida, pues ¿qué otra opción tenemos? Y así, forzándonos a mirar a Isis sin velo, poder decir como Walt Whitman: “de ahora en adelante celebraré todo lo que vea o sea, y cantaré y reiré y no rechazaré nada”.
No se trata exactamente de ser optimista —aunque desde luego no es mala opción— sino de ser veraz y consciente.
No puedo dar fórmulas para esto, para facilitar este camino y empezar a transitarlo, probablemente hay casi tantas formas como personas existen. El filósofo Ludwig Wittgenstein pidió ser enviado, tras alistarse como voluntario, a la primera línea de combate en las terribles trincheras de la Primera Guerra Mundial; lo hizo para conocer al ser humano, y por lo tanto a él mismo, a través de la situación límite más extrema que pueda imaginarse.
No hace falta hacer esto, sin duda, a no ser que sientas que debes hacerlo, lo que sí es primordial es “meterse de lleno” en las situaciones buenas y malas que nos depara nuestra existencia, no matizarlas, no rehuirlas o enmascararlas, sino vivirlas sin reservas en toda su dimensión; solo así se dará el primer paso hacia una liberación sin precedentes, aquella que nos revela lo pequeño, efímero y frágil que es todo, incluidos nosotros mismos, y que, por tanto, nos revela también nuestra grandeza y dignidad, el privilegio de existir sabiendo que existes.
Cualquier decisión, cómo no, implica siempre una responsabilidad. No tenemos infinitas posibilidades de logros, no somos dioses, pero tenemos muchas posibilidades de elección. Utiliza lo que tienes a tu alcance, no lo subestimes ni lo desprecies, es el mayor, en realidad el único regalo, que te ha sido dado.
La insoportable realidad de la existencia
Puede que aún no lo parezca, pero estamos construyendo ya, desde este capítulo, un camino, un sendero, el del posicionamiento vital que se abre paso a hachazos, rompe muros y piedras a martillazos. No hay otra forma de crear un camino a través de edificios y paisajes de confusión. Un camino que no es más real —pero si más nuestro— que otros, y que nos coloca en un lugar personal en medio del supuesto caos de la existencia.
Se ha hablado, unos párrafos atrás, de la necesidad de estar abiertos a mirar el mundo de frente y ver las cosas no como son en sí —ya que ello es imposible, pues nuestra capacidad de percepción es limitada y limitante— sino como son esas cosas para nosotros —en un sentido significativo.
Hacer el esfuerzo de mirar sin huir perceptivamente implica, para empezar, una acción, y después un peligro derivado de esa acción necesaria.
La acción de la que hablo es romper el Zeitgeist familiar. Zeitgeist es una expresión usada en filosofía —espíritu del tiempo sería una traducción aproximada del alemán— que hace referencia a las creencias sobre las cosas que comparte una cultura durante un tiempo cronológico determinado.
Pongo un ejemplo: el Zeitgeist de Europa occidental durante