El psiquiatra Viktor Frankl, creador de la logoterapia, decía que incluso en los casos más graves de esquizofrenia siempre hay un centro, un punto, una llama en el interior del enfermo, que es incorruptible y lucha por expandirse y recuperar la salud y la cordura; la existencia de ese punto se activa habitualmente tras sucesos traumáticos, pero —afortunadamente— podemos valernos de la existencia de esa llama sin pasar por una desgracia que la revele. ¿Cómo? Con la inmersión total y absoluta en el momento vital que estemos experimentando. No rehuir un trauma, no intentar enmascararlo, vivirlo en toda su dimensión, sufrirlo y sentirlo. De lo contrario se cae en una falsificación de la existencia, e ir en contra de lo que te depara esta, por terrible que parezca, dedicarse a adornarla, rehuirla o disfrazarla trae al final muchos más problemas de los que —aparentemente— evita.
Pongamos un ejemplo para ilustrar esto: una persona puede tener auténtico miedo a ser rechazada por la gente, a no poder hacer amistades, encontrar pareja, ser valorada en el trabajo, en estos casos, muy habitualmente esa persona puede rehuir todo contacto social, salvo, quizás, los más familiares y arraigados, de esta manera tiene una “ganancia ficticia” que le va a permitir no ser rechazado nunca y evitarse el dolor y la vergüenza pero, y aquí viene lo importante, nunca resolverá su problema, no conseguirá pareja, ni amistades, se trata de una especie de “procrastinación de la vida”.
Es vital romper este círculo vicioso de “ganancias ficticias”, este miedo que nos lleva a instalarnos en aquello que refería Oscar Wilde al escribir “la mayoría de la gente no vive, simplemente existe”.
Pero, en definitiva, ¿qué es lo que nos lleva a esa “ceguera por horror”? Pues la imposibilidad de definir la realidad, el darse cuenta de lo aparentemente arbitrario de la existencia y el miedo al futuro —léase miedo a la muerte, que es el origen de todo miedo.
Cuando nos volvemos conscientes de que hemos vivido siempre en un mundo que es una construcción heredada, que no es válido y real sino en la medida en que ha sido asumido así por nuestro entorno y nuestros referentes históricos y culturales, surge la terrible pregunta: ¿qué es el mundo si no es ya lo que era para mí? De esta incertidumbre al terror, al vacío, no hay más que un paso, de ahí la ceguera por horror, ceguera que también lo es a las posibilidades que abre el darse cuenta de que el mundo en que vivimos no es el único posible, sino uno entre muchos.
La relativización del mundo hasta ahora conocido y asumido como inmutable no nos condena al exilio al vacío sino que, simplemente, nos deja sin referentes con los que guiarse de forma temporal, es el precio que hay que pagar para poder construir un mundo personal. No hay que temer esa aventura, ese privilegio; como escribió Apollinaire: “«Vengan», les dijo. «¡No! Tenemos miedo, está muy alto, podríamos caer». «Vengan», les dijo... Fueron, les empujó y... ¡Volaron!”.
Realizar este viaje existencial requiere aceptar que todo lo importante que sucede en nuestra vida lo hace de forma inesperada: el amor, la muerte, la enfermedad…
Cualquier planificación o intento de programación que vaya más allá de nuestras tareas más cotidianas, cualquier anticipación de lo que nos acontecerá no es sino una especie de entretenimiento sin valor real que llevamos a cabo en los periodos de calma que existen entre dos sucesos importantes, sueños con pretensión de realidad, no tomados en cuenta por la vida; periodos de aletargamiento de los que somos despertados de cuando en cuando al ser vapuleados por lo imprevisible, por lo inevitable que borra nuestros planes de un plumazo, por la vida.
El escape a ninguna parte
Cuando la sensación de vacío e indefensión se apodera de nosotros, las conductas de escape son una tentación muy grande. Si no estamos de acuerdo con la vida buscamos en otra parte.
El escape puede producirse de diferentes formas, según el carácter y disposición de cada sujeto; desde el consumo de drogas o cualquier otra adicción compulsiva hasta lo que he llamado la hipertrofia de la máscara.
Durante varios años estuve trabajando en un gabinete psicológico especializado en el tratamiento de adicciones, yo no tenía por aquel entonces prácticamente ninguna experiencia —o bien muy escasa— como psicoterapeuta. Nada más comenzar a trabajar allí, el director del centro —un psicólogo con amplia experiencia en adictos— me dijo, a modo de consejo profesional, que prácticamente todos los adictos compartían los mismos rasgos de personalidad, salvo ligerísimas diferencias eran calcos el uno del otro. Yo acepté ese consejo, pero me guardé para mí la opinión contraria, estaba seguro de que cada paciente debía ser un mundo en sí mismo, un enigma a resolver y que lo que opinaba mi jefe era poco menos que un disparate.
El tiempo —y no hizo falta demasiado— le dio la razón al director del centro de forma absoluta.
Los pacientes, sin excepción, presentaban marcados rasgos de inmadurez, una personalidad infantil que era incapaz de demorar o de negar una gratificación o placer, como niños, lo querían todo, y lo querían ahora. En realidad, la mayor parte de las veces ni siquiera sabían lo que querían. No estaban dispuestos a dar nada de sí para obtener algo a cambio, no eran capaces de trabajar y posponer el premio por haber trabajado, solo pensaban en satisfacerse de la manera más rápida posible, en satisfacerse o en anestesiarse de la realidad.
Todo esto generaba un bucle, un feedback cada vez más fuerte de dependencia del consumo. El consumo de drogas no satisfacía realmente al adicto, generaba estrés y frustración, con lo que el posterior consumo para escapar de estos sentimientos era cada vez más habitual y el proceso se volvía progresivamente más complicado de frenar.
Lo que hacían aquellos adictos, en mayor o menor medida, lo hacemos todos nosotros, aunque no caigamos, la mayoría, en el consumo de drogas duras (si hablamos de tabaco, alcohol, marihuana, antidepresivos y ansiolíticos la cosa cambia). Nunca he sido contrario al uso de las drogas si, como postula —y practica— el filósofo Antonio Escohotado, se usan para un fin y con criterio —y Escohotado es un ejemplo palpable de que así puede ser—. Sin embargo, esto no es lo habitual.
Los pacientes de los que hablo se aferraban a esta conducta de modo desesperado y compulsivo. De igual manera son múltiples las adicciones existentes: a la comida, al sexo, al juego, a las compras compulsivas... Todas las adicciones comparten una misma base de escape de lo cotidiano y de búsqueda de sentido y estímulo; por añadidura, como es evidente, no satisfacen al sujeto —a veces ni siquiera durante la acción misma de consumo—, generan frustración y expanden los problemas del adicto hasta que estos invaden toda su vida, acabando en ocasiones con ella.
Este intento de escape a paraísos artificiales nos habla de una triste búsqueda de sentido en la vida, sin saberse muy bien qué se quiere, en el fondo, enmascarar o compensar; como escribió Ortega y Gasset: “No sabemos lo que nos pasa, eso es lo que nos pasa”.
La respuesta es simple, y en cierto modo aterradora, y esa respuesta es que no nos pasa nada.
Otra conducta de escape, bastante más oculta que las adicciones del tipo que sean, y que está más camuflada, integrada e inidentificada es lo que yo llamo hipertrofia de la máscara.
La palabra “persona” viene del griego clásico y, entre otras acepciones, tiene la de máscara. Todos los seres humanos nos portamos como personas —es decir, como máscaras— de forma que