–¿Cómo que el «plan concebido»? ¿A qué te refieres? –exclamó extrañado Anselmo, que ante el silencio de Cibeles clavó sus ojos en Calisté.
–Anselmo –dijo la acompañante–, creo que tal vez resulta temprana tu pregunta y puede que a Cibeles le apetezca mostrarte el interior del pabellón.
La guardiana asintió en silencio y empezó a alejarse seguida por Calisté. El visitante aceptó la falta de respuesta a su pregunta y se conformó con escoltar a la silente interpelada y a su acompañante. Se detuvieron ante una larga jardinera, también repleta de flores, colocada en paralelo frente a la puerta principal del pabellón. Allí los insectos habían hallado otra fértil base de operaciones.
–No me has aclarado lo de las flores –dijo Cibeles tras detenerse en seco y volverse impacientemente hacia Anselmo–. ¿Entonces de verdad no te parecen poca cosa?
–No, claro que no –respondió él, sintiéndose un punto violentado por la aparente irritación de la guardiana–. Pero no sé qué más decir…
Cibeles se dio cuenta de que estaba incomodando en exceso a su invitado y le pidió disculpas, alegando que su pasión por la Naturaleza la había convertido en un ser demasiado impulsivo que no se paraba a calibrar cómo encajarían los demás sus actos y opiniones. Ella era la diosa que gobernaba los cambios en la Naturaleza, pero no siempre estaba a la altura de las relaciones humanas.
–Disculpa, Anselmo, me pongo un poco intransigente a veces cuando me domina la pasión… En realidad no estoy muy acostumbrada a tratar con humanos. Más bien me paso la vida relacionándome con seres vivos de eso que en la Tierra consideráis escalones menos evolucionados dentro de la pirámide de las especies. Me sigue haciendo mucha gracia que habléis de reino mineral, reino vegetal y reino animal, supongo que para colocaros encima de todos ellos a vosotros como superespecie y así sentiros más importantes para regir tres reinos distintos. Estáis equivocados, sin duda, porque regir, lo que se dice regir, no regís nada: la Naturaleza es la que os rige a vosotros. Aunque, claro, es verdad que a veces se os olvida y vivís en el espejismo de que podéis controlarla y dominarla… No digo que no la podáis transformar, como de hecho estáis haciendo y aún más lo vais a hacer en los próximos años, no… Lo que quiero decir es que si tenéis esa falsa ilusión de que domináis a la Naturaleza no es porque la Naturaleza se deje dominar, sino más bien porque ella os permite ensayar los supuestos que queréis experimentar, porque, en su humildad, os deja que os engañéis.
La cara de Anselmo mostraba cierta incomprensión, no solo por el contenido de lo que Cibeles le estaba espetando, sino por la motivación que la llevaba a hablarle así. Ella se dio cuenta y prefirió modificar su discurso.
–Ya veo que tampoco tú me entiendes… Estoy acostumbrada. A veces pienso que los únicos que realmente me comprenden son los elementales, ¡y eso que tanto ellos como yo nos desvivimos por satisfacer vuestras necesidades básicas! Pero creo que va a ser mejor que me calle y os deje en manos de alguien más preparado para conversar con humanos… Acompañadme, por favor.
Los tres traspasaron al mismo tiempo el umbral del pabellón. El portón corredero estaba escamoteado dentro de uno de los muros, de modo que el vano de unos diez metros de anchura quedaba abierto de par en par. La repentina penumbra del interior de la sala sorprendió a Anselmo. Una vez se hubieron dilatado lo suficiente, deseosas de captar detalles antes imperceptibles, sus pupilas empezaron a distinguir las diversas figuras que se movían dentro de aquel recinto. El espacio interior rectangular aparecía dividido en cuatro sectores panelados con mamparas grises de material indefinido. De repente oyeron a sus espaldas una recia voz masculina.
–Bienvenidos al pabellón. Soy Empédocles y me ofrezco a guiaros.
Calisté dirigió su mano derecha hacia el pecho de aquel hombre, que estaba ataviado con una larga túnica dorada recogida parcialmente sobre su antebrazo derecho.
–Gracias por tu atención –le dijo ella, y después retiró la mano hasta hacerla descansar junto a su costado. Anselmo permaneció callado y expectante.
–Seguidme si os place –indicó Empédocles, que con una extraordinaria vitalidad impropia de la edad que delataba su semblante nonagenario iba sorteando con rapidez pilas de troncos, cajas entreabiertas, montones de minerales, recipientes rebosantes de líquidos y otros materiales de difícil identificación–. Permitidme que os explique brevemente qué hacemos en este pabellón. –Se detuvo bruscamente; se giró y esperó unos segundos hasta que se pudieron colocar de nuevo junto a él Calisté y Anselmo, que iba jadeante e inquieto. Entonces prosiguió su presentación–. Cibeles me ha pedido que os lo cuente yo… En fin, es lógico, yo estoy más acostumbrado a hablar en público. ¿Cómo no había de estarlo si llevo veinticinco siglos practicando desde aquellos remotos tiempos de mi natal Agrigento…? Pero no nos desviemos con historias que sé que no te interesan, Anselmo, y vayamos a la raíz del problema... ¡La raíz! ¡Eso es! ¿Pero por qué a la raíz? Porque la raíz es el principio de todo. ¿No es acaso el principio del más portentoso árbol que hayáis podido ver jamás en vuestra vida?
Empédocles ahuecó la voz y ralentizó su dicción mientras alzaba los brazos y miraba de hito en hito mostrándose así como el gran amante del teatro griego que era. Sabiendo capturada la atención de sus oyentes, prosiguió:
–Mi mano, que veis aquí –la elevó sobre su cabeza mientras lo decía–, el agua de la lluvia, una flor que veis allá, la mariposa que aletea sobre ella…, todo en la vida está formado por cuatro posibles raíces, o por cuatro elementos, como le gusta denominarlos a ese jovencito llamado Aristóteles... ¿Sabéis cuáles son esas cuatro únicas raíces de todo lo que existe? –Y sin aguardar ninguna contestación prosiguió–. Tú no contestes, Calisté, que ya te lo sabes de sobra: ¡la tierra, el agua, el fuego y el aire! No hay más. Dependiendo de la proporción en la que se mezclen entre sí, se genera un ser u otro. ¿Alguna pregunta?
Anselmo se miró las manos y por un instante volvió a creerse vivo. Pero, al recordar cómo los comisarios le habían demostrado que ya había muerto, se dio cuenta de que la explicación que estaba oyendo de Empédocles no satisfacía plenamente sus dudas. Por eso se atrevió a preguntar:
–Pero no entiendo bien. ¿Cómo no va a haber más que esas cuatro cosas? Yo veo más. ¿Y qué pasa cuando un cuerpo muere? ¿Qué pasa cuando un barreno revienta una veta en la mina? ¿Qué pasa cuando se muele un mineral y se convierte en polvo? ¿Y qué pasa con el agua que sacamos del pozo minero y que fuera, en la piscina, se evapora?
–Muy bien –el filósofo pareció satisfecho por haber sembrado la curiosidad en el visitante–, todo eso se explica porque, además de esas cuatro raíces que conforman todo, hay dos poderosísimas fuerzas que permiten la combinación entre sí de tales raíces. Esas fuerzas son el amor y el odio. El amor une mientras que el odio separa. Según actúen esas dos fuerzas y la proporción de los elementos que entren en juego, una sustancia se va transformando en otra. Aunque en realidad lo único que cambia es su apariencia exterior, ya que esas raíces interiores que la conforman permanecen inalteradas. Así se resuelve la paradoja de que todo cambie para nuestros sentidos, mientras que en realidad nada cambia, pues sus raíces permanecen siendo siempre las mismas, sin modificación.
Cibeles pasó junto al grupo y no disimuló su cara de disgusto. Le dirigió una recriminación a Empédocles:
–¿Otra vez contando batallitas? Basta con que les muestres el pabellón. No hace falta que les expongas toda tu filosofía…
–Claro, claro, ¡qué fácil es decir eso porque no eres filósofa sino únicamente diosa! Pretender pedirle a un filósofo que no aproveche cada aliento para compartir sus dudas y hallazgos con los demás es como esperar que una abeja melífera se abstenga de libar el néctar de una flor sobre la que está posada –replicó