–Lo siento, tengo que salir a tomar el aire –dijo atropelladamente mientras se llevaba una mano a la boca y buscaba con premura la salida del pabellón. Pero lo que no pudo evitar fue convertir el hermoso parterre donde antes zumbaban las diligentes abejas en un silencioso terreno arruinado por su vómito.
8. Quien siembre vientos…
Todo el mundo aprende y acepta exactamente lo que tiene que comprender, y exactamente cuando toca.
Gary R. Renard, La desaparición del universo
¿Estás bien? –preguntó Calisté cuando llegó a la altura de Anselmo, que estaba aún abatido, agarrándose con fuerza las rodillas en un intento de hacer cesar su temblor–. ¡Pobre, cómo te han afectado los elementos!
Esforzándose en recuperarse de la súbita debilidad que había desmoronado su cuerpo, el hombre consiguió erguir de nuevo el tronco y miró a su acompañante, aunque no llegó a verla nítidamente hasta que las lágrimas afloradas a sus ojos dejaron de agriarle la visión. Articuló dos escuetas palabras que le intensificaron en la boca el sabor acre del vómito.
–Sí…, creo.
–¡Oh, te ruego que me disculpes, no he estado atenta…! ¡Ay, cuando se entere la supervisora…! Menos mal que parece que ya te está volviendo el color a la cara. Pero ven, vamos a sentarnos en aquel banco.
Con gran delicadeza, Calisté tomó de los brazos a Anselmo y lo condujo suavemente hacia un banco de madera que no distaba de ellos más de veinte pasos. El fuste del árbol había sido aserrado longitudinalmente para formar tanto el asiento como el respaldo. Pero como en ambas superficies imperaban las curvas, al igual que sucedía en el propio Pabellón de los Sembradores, tuvieron que decidir en qué parte del banco era más cómodo sentarse. Finalmente se acomodaron en el extremo que quedaba bajo la sombra de una espesa enredadera que delimitaba el recinto.
–Ya se me ha pasado –la voz de Anselmo sonaba cada vez más vigorosa–, en serio. No sé qué me ha ocurrido. Casi ni he notado que me fuera a poner así…
–Sucede a veces –le aclaró Calisté–. En el interior del pabellón se mueven fuerzas muy, muy potentes. Más de lo que parece. Tú no te has dado cuenta de ello y yo he descuidado la precaución que debía haber tenido contigo, como con cualquier recién llegado. ¡Ya verás la supervisora…!
–¿Supervisora? –preguntó con extrañeza el hombre mientras miraba alrededor sintiendo que eran observados–. ¿Quién es? Ya te he oído nombrarla antes.
Ella torció el gesto en un mohín de contrariedad y mirando a la tierra arenosa, en la que agitadamente su pie derecho estaba dibujando rayas sin sentido, aceptó que debía explicarse.
–Verás, Anselmo, aunque yo soy tu acompañante, la cosa no acaba aquí. Digamos que a mí también me acompañan. No, no sigas buscando alrededor, que no vas a ver a nadie por aquí. Quiero decir que hay quien se dedica a comprobar que hago bien mi trabajo. Me supervisan. Es lo normal aquí.
Anselmo pensó que no era tan raro aceptar lo que estaba escuchando: también en las minas el oficial supervisaba a los peones, el ayudante de dirección supervisaba a los oficiales, y finalmente el director de la explotación era el responsable de que el ayudante de dirección funcionase correctamente. Por eso quiso quitar hierro a la aparente preocupación de Calisté.
–¡Ah, vamos, no te preocupes! Es normal que alguien quiera asegurarse de que haces bien tu trabajo. ¿Pero tan grave es lo que has hecho? A mí no me lo parece. ¡Si no ha pasado nada! No creo que haya ningún motivo para que te despidan.
–¿Despedirme? –A juzgar por su franca sonrisa, a Calisté le pareció muy graciosa la ocurrencia–. ¡Pero si aquí no hay despidos!
–¿Ah, no? Pues entonces, ¡miel sobre hojuelas! No sé de qué te preocupas…
–Aquí, cuando las supervisoras detectan que algo no va bien en un acompañamiento, lo que hacen es asignar una controladora para que vaya registrando y luego valorando todo lo que sucede entre el acompañante y la persona acompañada.
–¿Pero no se ven? –Anselmo insistió en escudriñar los alrededores.
–No, no te canses, que no las vas a ver.
–¿Y entonces cómo sabes que alguien te controla?
–Pues porque luego me llaman a una evaluación.
–¿Y te han llamado alguna vez? –quiso saber él.
–No, afortunadamente no… Aún –precisó, cabizbaja.
–Ya… Será por eso por lo que tienes tanto miedo. ¿Pero no dices que aquí no te pueden echar del trabajo?
–Así es, Anselmo. En el Cielo no se despide a nadie. Es uno mismo el que llegado el caso se despide. Lo que pasa cuando te llaman a una evaluación es que vuelves a vivir el hecho sucedido, no como si estuvieras viendo una película, sino de nuevo dentro de la situación…
–Sí, eso me resulta conocido –interrumpió Anselmo, recordando cómo había visto desfilar ante sus ojos toda su vida durante la comparecencia ante el Comité de Selección de Descensos o cómo acababa de verse huyendo de la muerte por una oscura galería minera–. Perdona, que te he cortado. Sigue.
–No pasa nada… Y al vivirlo de nuevo ves dónde podrías haberlo hecho mejor o en qué te has equivocado. Entonces, con ayuda de la controladora ensayas una nueva forma de hacerlo. Todo esto lo estará observando la supervisora, que valorará si es suficiente con lo que ahí hayas aprendido o necesitas pasar por otro periodo de formación o reciclaje en tu pabellón.
–Pero entonces no te despiden…
–¡Hay que ver qué pesados volvéis de la Tierra, lo que os cuesta comprender! –dijo Calisté en un tono divertido que dibujó una sonrisa en el hombre–. No, solo si un acompañante cree que ya no puede desempeñar bien su tarea decide abandonarla y dedicarse a otra cosa. Pero no porque se lo diga o imponga nadie.
–¿Y eso de la evaluación –Anselmo estaba muy interesado en conocer más detalles– es exclusivo de los acompañantes o también se da, por ejemplo, en los sembradores?
–Pues claro que se da. Esto no es exclusivo de mi pabellón. Toda la gente que trabaja en el Cielo tiene que rendir cuentas de lo que hace y si es necesario demostrar que intenta hacerlo lo mejor posible. Ten en cuenta que aquí el sistema se basa en que todos los eslabones de la cadena funcionen correctamente. Cuando uno flaquea no lo machacamos y debilitamos, sino que hacemos lo que podemos por fortalecerlo.
–¡Justo, justo lo contrario de lo que hacemos en la Tierra! –apostilló con un velo de pesar Anselmo.
–Que hacías, Anselmo, que hacías… –puntualizó Calisté compasiva–. Ahora estás en el Cielo, aunque parece que aún no te has acostumbrado.
–Eso parece. ¿Será por eso por lo que he vomitado?
Ella rio con fuerza haciendo bascular el cuerpo adelante y atrás mientras intentaba refrenarse para no dar la impresión de burlarse de quien había formulado la pregunta.