–Buena apreciación la tuya. Pero hemos de decirte algo. Verás, has ingresado directamente aquí, en este Comité de Selección de Descensos, porque en tu proceso de desencarnación ya se observó que estabas muy aferrado a lo que has dejado atrás y nos derivaron tu caso para que valorásemos si era posible cumplir tus deseos. Pero después de estudiar atentamente tu historial y de consultar tus archivos akhásicos tenemos la plena seguridad de que en este momento no te conviene volver a reencarnar.
–¿Lo veis? Sois vosotros los que decidís que no vuelva… ¡No yo!
–No, no lo interpretes mal: nosotros no decidimos que tú no vuelvas. Es realmente tu alma la que ha decidido que en este momento no necesita reencarnarse. Nosotros simplemente te hacemos patente esa decisión tuya. Y te ayudamos a que el proceso discurra adecuadamente.
–¿Cómo que decisión mía…? ¿Y ni como otra persona distinta podría reencarnar?
–Eso habrá que valorarlo más adelante. No hay más que ver el estado mental en el que aún te encuentras para comprender que necesitas pasar por un proceso de reposo.
–¿Cómo que reposo? –preguntó con cierta inquietud Anselmo, pero no consiguió interrumpir el relato del comisario.
–Tu acompañante Calisté te conducirá ahora al Hogar del Espíritu en el que estarás una temporada. Allí te darán más explicaciones, pero para que vayas tranquilo te diremos que te vas a dedicar a explorar tus potencialidades como ser humano desencarnado en tu condición de alma inmortal. Y cuando estés listo y desees volver a encarnar comparecerás de nuevo ante nosotros; entonces decidiremos si te seleccionamos para descender de nuevo. Hasta entonces, si te apetece, te puedes seguir llamando Anselmo. Aunque ya no lo seas.
Sin saber cómo ni cuándo había sido llamada a su presencia, Anselmo observó que Calisté había entrado en el recinto y se había situado ante los cinco comisarios. Les hizo el habitual saludo reverencial llevándose la mano al pecho y después se dirigió junto al hombre apaciguado al que iba a acompañar. «Dictaminado», escuchó que le susurraba aquella bella mujer, sin mover los labios, mientras lo invitaba a caminar a su lado. Reparó por primera vez en el rectángulo bordado en su traje con una inscripción que no entendía: «A-60X47H». Hechizado de nuevo por su hermosura, la siguió de inmediato y abandonó el Comité de Selección de Descensos sin acordarse de despedirse de los comisarios; le habría gustado hacerlo para no dar pie a ser tachado de maleducado cuando volviera a comparecer. Pero todo lo que acertó a hacer fue irse tras Calisté mascullando cómo era posible que mientras estuvo vivo le hubiera sido tan difícil que le concedieran un ascenso y que, sin embargo, después de morir, en el Cielo le pusieran tantas trabas para otorgarle un descenso.
4. El hogar del espíritu
(…) hay una voz interior, si estamos dispuestos a escucharla, que nos dice con toda certeza cuándo adentrarnos en lo desconocido.
Elisabeth Kübler-Ross, La rueda de la vida
Tan embelesado estaba siguiéndola, que Anselmo tuvo que detenerse bruscamente para no chocar contra la espalda de Calisté. Ella lo notó y se volvió despacio; su dulce sonrisa parecía querer decir que no había prisa, que ningún motivo le debía hacer apresurarse. Con un amplio gesto de los brazos, pidió al invitado que mirara a su alrededor desde el altozano en el que se encontraban.
Una inmensa pradera de un pulcro verdor se extendía hasta el horizonte. Sus ligeras oscilaciones añadían matices y sombras al color que tapizaba el paisaje. Diseminados por lugares alejados que parecían equidistantes, Anselmo observó construcciones singulares que reclamaban su atención pero que por su lejanía no podía observar con detalle. Le sorprendió que el cielo, límpido de nubes, fuera de color malva y tuviera en algunas áreas tornasoles que le añadían un punto de extravagancia. La visión inicialmente le causó vértigo, pues le hacía confundir qué estaba arriba y qué debajo en aquel singular escenario.
Una vez superada esa impresión y recolocado su orientación vertical, empezó a advertir que el color verde no era uniforme. Le pareció que aquel suelo no era sólido, sino líquido, a juzgar por su movimiento oscilante, aunque en otros momentos llegaba a parecer gaseoso. Se fijó más y comprobó que desde diversas partes del exterior del paisaje iban llegando olas pausadas y sostenidas que, observadas en conjunto, generaban la impresión de que todo soporte allí era una vibración constante que, a pesar de su aparente inestabilidad, era capaz de sostener sin vaivenes las edificaciones esparcidas ante sus atónitos ojos.
Se fijó aún más y entonces fue cuando vio que había seres que se movían por doquier. Vio elementos, que aún no podía juzgar como seres humanos, que se iban desplazando en hileras por sendas trazadas, y le pareció que aquello era un inmenso hormiguero. Pero también vio elementos dispersos que se mantenían aislados, lejos de los regueros formados; le recordó a las romerías que celebraban los mineros diseminándose por el prado cercano a Aldea Moret y un velo de añoranza le nubló la visión.
Anselmo sintió ganas de bajar. Dio un paso al frente pero notó una presión en el abdomen. Con su brazo, Calisté lo había detenido antes de que se tropezara con un bello bajorrelieve esculpido en una losa de mármol de Carrara que apareció frente a ellos.
–¿Qué es esto? –exclamó el hombre a punto de pisarlo.
–Léelo.
–Dice: «Recuperad toda esperanza abandonada los que aquí entréis». ¿Qué significa?
–¿No lo reconoces? –preguntó Calisté.
–Pues no…
–Claro, es que aún llevas poco tiempo en el Cielo y en la Tierra no has debido de leer La Divina Comedia. –Ante la tácita confirmación manifestada por el silencio de Anselmo, Calisté prosiguió–. El autor de este libro, Dante Alighieri, escribió que al entrar en el Infierno, en compañía del poeta Virgilio, vio unas palabras oscuras escritas en un dintel que decían: «Abandonad toda esperanza, los que entréis». Cuando a Dante le llegó su hora, pero en su vida, no en la ficción literaria, o sea, cuando realizó su tránsito, al llegar al Cielo se quedó extrañado de no haber tenido que cruzar el río Aqueronte ni peregrinar por el Infierno y por el Purgatorio antes de ascender a la gloria del Paraíso. No entraba en sus ideas.
–Bueno, pues me alegro por el tal Dante. ¿Pero eso qué tiene que ver ahora? ¿Qué pasa con este relieve de piedra?
–Dante estaba tan pagado de sí mismo por creer haber compuesto una de las obras más excelsas de la Literatura, que le costó muchos siglos decidirse a abandonar su personalidad última. Pero cuando se le fue desinflando el ego, ya solo tenía sitio en sí mismo para elogiar los portentos que aquí en el Cielo contemplaba, inimaginables hasta entonces para su mente madurada en la Edad Media…
–Ya, pero ¿y el relieve? –interrumpió agitadamente Anselmo.
–Ahí vamos, Anselmo, sin impaciencia... Al mismo tiempo que se fue disolviendo su ego, Dante sintió una sincera contrición, un arrepentimiento profundo, por haber urgido a tantos lectores a abandonar las esperanzas al principio de su libro capital, y como gesto de desagravio se le ocurrió poner otro mensaje que neutralizara ese efecto nocivo. Imaginó un relieve lo más puro y blanco posible a la entrada del Paraíso. En una de sus prospecciones habituales, el Coordenador General detectó ese pensamiento y autorizó la instalación de esto –y señaló hacia la inscripción, que releyó–: «Recuperad toda esperanza abandonada los que aquí entréis». Tiene su lógica: La Divina Comedia pedía que todos los que fueran a penetrar en el Infierno abandonaran toda esperanza y Dante, una vez comprobada la inexactitud de su prolija construcción poética, invita a recuperar esas esperanzas abandonadas. Ha sido su forma de cerrar el círculo y redimirse, perdonándose y reparando el daño causado.
–¿Pero entonces Dante sigue vivo? Quiero decir, ¿sigue siendo Dante? Y otra cosa, ¿entonces esto es el Paraíso?
–Por