De ese modo, como por arte de magia, se deja caer que el sistema capitalista resulta tan opresivo como su contraparte comunista. Que millones de personas hayan pagado con sus vidas la desviación y que, por esa misma causa, otras estuvieran sufriendo prisión, acoso o se vieran despojadas de todos los beneficios sociales imaginables por el error más nimio, para Galbraith no es importante. Al mismo tiempo, la libertad de la que él gozaba y que le permitía no solo expresar sus opiniones “no convencionales” (aunque sí que son convencionales y ortodoxas desde un punto de vista keynesiano), sino también encumbrarse hasta las más altas esferas de influencia intelectual y de poder, es algo que queda cuidadosamente oculto con el término “reforzado”.
En La sociedad opulenta, Galbraith resume su principal crítica al ethos de la producción que, a su juicio, «ha llegado a ser un objetivo de extraordinaria importancia en nuestra vida» aunque no «un objetivo que perseguimos de una forma total y ni tan siquiera de un modo racional»[10]. Es la búsqueda irreflexiva de la producción lo que ha provocado el caos y la miseria en las sociedades capitalistas modernas, en las que se sacrifica el gasto en servicios públicos para garantizar la super-abundancia de bienes de consumo. Pero más decisivo resulta todavía que esta búsqueda haya dado lugar a una peligrosa maniobra para garantizar el crecimiento constante de la demanda. La hipótesis de que la demanda está siempre creciendo hasta coincidir con la oferta, es propia de la teoría económica clásica, pero está hoy desacreditada y ha sido refutada por la teoría de la utilidad marginal decreciente. Frente a la “amenaza” que supone aceptar esta teoría, la sabiduría convencional ha mostrado un ingenio sobresaliente: «La urgencia decreciente de las necesidades no fue admitida»[11]. Así se percató de que los bienes son importantes y que además es urgente garantizarnos su provisión, por lo que debemos producirlos, de modo que un imperativo moral se adueña de nuestros deseos decrecientes. Las necesidades satisfechas por lo bienes de consumo se elevan a una categoría superior en la que la ley de la utilidad marginal decreciente no resulta válida. Aunque una persona tenga suficiente vino, agua o petróleo, el honor y el éxito son siempre bienes escasos.
Galbraith continúa su tan reputada descripción de la sociedad de consumo, en la que los deseos humanos ya no constituyen la principal causa del control de la producción, sino los principales objetos de fabricación. El flujo constante de bienes depende de la deliberada creación de deseos, a través de la publicidad, de la diversificación de productos y de la amplia maquinaria propagandística que nos enseña que se nos despreciará si no consumimos:
«A medida que la sociedad se hace cada vez más próspera, las necesidades son creadas cada vez más por el mismo proceso que las satisface… Así, las necesidades dependen de la producción. En términos técnicos, ya no se puede pensar que el bienestar es mayor en un nivel de producción más alto que en un nivel inferior. Puede ser el mismo. Un nivel más alto de producción tiene, sencillamente, un nivel más alto de creación de necesidades, que requiere a su vez un mayor nivel de satisfacción de esas necesidades»[12].
Esta tesis es una actualización de una idea que se remonta al Antiguo Testamento: el hombre, a causa de la caída, está sometido a la tiranía del deseo, pero el deseo no es auténticamente suyo, sino que está inducido e irradiado en su interior por otros factores: en concreto, por los ídolos y fetiches del mercado.
Esta parábola convierte la demostración de nuestra libertad —es decir, la idea de que podemos lograr lo que queramo— en la prueba de nuestra esclavitud, porque los deseos no son verdaderamente nuestros. Algo parecido es lo que quiere decir la expresión irónica de Veblen sobre el “ostensible conspicuo”, y es también la base de la crítica de la publicidad que se hace en el influyente libro de Vance Packard, The hidden Persuaders[13]. Está también presente en las teorías de Marx sobre la alienación y el fetichismo de la mercancía. Y encontraremos otras versiones muy influyentes de la misma en el capítulo 5, cuando analicemos las contribuciones de la Escuela de Frankfurt y su crítica del capitalismo cultural. Finalmente, ha sido revitalizada y refinada para emplearla en relación con el consumismo posmoderno en un brillante ensayo de Gilles Lipovetski y Jean Serroy[14]. Sin embargo, su antigüedad debería alertarnos sobre su idoneidad como causa o fuente de las lamentaciones contemporáneas. El interés por implementar políticas que venzan al pecado original no puede inspirar proyectos políticos coherentes. Y si, con ello, lo que se nos pretende enseñar es que los seres humanos podemos ser manipulados y que queremos serlo, ¿cuál es la ventaja de sustituir una clase de manipulación por otra?
Galbraith defiende, para combatir la miseria, el gasto en servicios públicos y, en concreto, en educación, bienestar y planificación centralizada. A su juicio deberíamos también gravar la producción para contrarrestar las necesidades que engendran los ladrones de hoy y, con ello, financiar los servicios públicos que nos protegen de ellos[15]. Pero está claro que un impuesto sobre la producción solo será suficiente para financiar los servicios públicos si el nivel de producción es alto y, como ocurre en otras de las soluciones propuestas por Galbraith, debería fundamentarse en un análisis comparativo detallado, es decir, en un tipo de análisis en el que Galbraith no muestra interés y que, en todo caso, solo demostraría lo fantasiosa que es su “solución”.
Esto es típico de Galbraith. Tiene tanta estima por su psicología irónica como para desplazarla del lugar preferente que ocupa en su pensamiento, pero es al mismo tiempo plenamente consciente de que es imposible que un simple psicológo logre granjearse las simpatías del político. Solo un economista académico tiene la capacidad de ejercer un poder real sobre el sistema que le exaspera, pues únicamente él parece contar con el conocimiento médico para curarle de las enfermedades que le aquejan. Galbraith, al igual que Marx, reviste la psicología con el disfraz de la economía y ofrece sus absurdas recomendaciones políticas como si tuvieran la misma autoridad que las propuestas por un Hayek o un Keynes.
A pesar de su actitud despectiva hacia el socialismo, Galbraith es capaz de introducirse en el campo del que el socialismo se había adueñado. Ve también el organismo político de América en términos económicos, es decir, como un sistema en el que cada integrante y cada componente se mueve en respuesta a imperativos empresariales. El paralizante mito central del marxismo se apropia de su imaginación y le sirve para fundamentar una perspectiva de oposición. El derecho, la política, la cultura y las instituciones pasan a un segundo plano frente a ese sistema económico descrito con tanta crudeza y cuyos imperativos impersonales gobiernan supuestamente el conjunto de la vida social. Esta concepción es la que ha ofrecido la base teórica para una de las doctrinas más importantes de la Nueva Izquierda americana: la teoría de que el Estado “capitalista” es tanto el esclavo de las compañías como el fin necesario de un proceso de planificación que se origina en la tecnoestructura de la empresa oligopólica[16].
Al final, la tecnoestructura se termina identificando con el Estado[17], y adquiere esa misma dinámica centralizada e impersonal hasta que define un plan global y omnicomprensivo. La producción americana genera (en palabras que fueron el regalo de despedida del presidente Einsenhower a la propaganda soviética) un “complejo militar-industrial” y, junto a ello, una “cultura de las armas” que excusa el enorme gasto en defensa. En todo ese proceso de legitimación, el principal instrumento es el “mito de la Guerra Fría”, así que la continua expansión económica se justifica por exigencias de naturaleza militar. Pero «una guerra sin lucha evita claramente el peligro de que la lucha termine»[18], y por tanto legitima el constante avance tecnológico y la interminable diversificación de la producción, así como la incesante renovación del deseo de consumir.
La descripción de Galbraith del “sistema americano”, basado en el mito de la Guerra fría, le permitió equilibrar en América las críticas que se estaban haciendo por la misma época a la Unión Soviética. Confiesa que «nadie pretende minimizar la diferencia constituida por la Primera Enmienda»[19].Pero añade que los sistemas de gestión económica son estrictamente comparables. Ambos se encuentran sometidos a los “imperativos de la planificación”, lo que en