Otros filósofos y filósofas también cayeron en la volada; incluso, aunque ya muerto hace más de 35 años, Michel Foucault fue declarado anacrónico, obsoleto en medio del reclamo universal de más Estado, más controles, más big data. La vigilancia, el conocimiento inmediato de cada uno de nosotros, la proliferación de plataformas de internet destinadas a penetrar en lo más recóndito de nuestra intimidad y, más grave aún, de nuestro inconsciente fueron rápidamente transformados en instrumentos para combatir la pandemia y la horrorosa sensación de estar desprotegidos y desnudos ante la amenaza cruda de la naturaleza. Llovieron las acusaciones de onanismo intelectual, de filosofías de la irresponsabilidad, de alambicados ejercicios de teoricismo irrelevante e, incluso, de no ser ejecutores de la máxima hegeliana: aquello de que la filosofía, como el búho de Minerva, levanta el vuelo a las horas del atardecer cuando lo que debía suceder ya sucedió y, ahora sí, se abre el camino para la reflexión del filósofo. Un agudo antiintelectualismo se expandió, discúlpenme por decirlo así, como la peste, decretando la inutilidad del pensamiento crítico en aras de la hora de los pragmáticos y de las soluciones científico-técnicas. Confieso que desde el inicio de esta ya larga travesía viral sentí una incomodidad ante esta proliferación de jocosas chanzas hacia aquellos filósofos que de tanto mirar hacia el cielo acabaron, como Tales, cayendo en los pozos de la extravagancia, la soberbia intelectualista y la ridiculez. No importa si se tratara de Agamben, de Byung-Chul Han, de Preciado, de Žižek o de Judith Butler… Se trataba de disparar sobre el arte del pensar por irrelevante. Había que llamarse al silencio. Se multiplicaron las voces que reclamaban un repliegue rápido y responsable de tanto filósofo tratando de decir lo suyo. Se los incluyó dentro de otra peste contemporánea, la infodemia. Triste destino de quienes dedicaron sus vidas a desentrañar, desde una perspectiva crítica, el funcionamiento de la sociedad, sus tramas de verdad y sus estructuras de poder. Hoy, les gritaron en la cara, es tiempo de repliegue y de aceptar sin chistar los protocolos dictados por cada uno de los Estados nacionales. Si no es ahora, cuándo será el tiempo de sospechar de esos protocolos sin por eso reclamar a voz en cuello la desobediencia civil. Los primeros que lo están haciendo son los mayores, que se han convertido en “población de riesgo” y, por lo tanto, sujetos de todas las prohibiciones. Una extraña y renovada guerra del cerdo que se hace en nombre de la salud pública. ¿A quién se quiere proteger decretando el confinamiento absoluto de los ancianos? Se vienen tiempos interesantes, como dirían los chinos, en los que habrá que impedir que el big data y el algoritmo nos transformen en sujetos sujetados al orden tecnodigital y brutalmente biopolítico.
Tal vez por este cansancio y este malestar es que me llamó la atención el título de un artículo escrito por Carlos Javier González Serrano, «Por qué filosofar es de valientes (y tras la filosofía se parapeta tanto cobarde)»[1], creyendo que me iba a encontrar con otra de las diatribas que proliferaron durante estas largas semanas; pero, para mi sorpresa, me ofreció otra perspectiva. Lo cito:
El lugar propio de la filosofía es el espacio público. A cualquier precio. Allí donde se da la cara. Y donde a veces se la cruzan a uno. No fueron nunca quienes se dedicaron a su ceremoniosa tarea en pomposos despachos quienes revolucionaron el mundo: puede que Hegel, Fichte, Platón y toda la cohorte de filósofos académicos forjaran una imagen del mundo precisa y apoteósica, imposible de quebrar (por supuesto, y permítanme la expresión, a toro pasado, en ese ocaso en el que la lechuza, temerosa, empieza a volar en el silencio en el que tan cómoda se siente). No. Fueron Sócrates, Schopenhauer, Olimpia de Gouges, Sartre, Nietzsche, Descartes, Simone Weil, Cioran, Madame de Staël, Rousseau, Sade, Camus, Marx, Simone de Beauvoir, Diógenes y tantos otros los que no esperaron al mundo para pensarlo, sino que lo pensaron (para actuar en él) mientras el mundo operaba en y con ellos.
Cada uno ponga a los filósofos que prefiera (incluso discuta que Platón pueda ser considerado «un filósofo académico» o que el mismo Hegel hizo de su filosofía una experiencia reflexiva de su época y del acontecer histórico). A mí me gustaría agregar a Rosa Luxemburg, a Walter Benjamin, a Ernst Bloch, a Antonio Gramsci y a Hanna Arendt, pero también a varios pensadores latinoamericanos que hicieron de su camino filosófico una praxis política y de intervención pública (José Carlos Mariátegui, Bolívar Echeverría, Darcy Ribeiro, Enrique Dussel, León Rozitchner, Ezequiel Martínez Estrada, Adolfo Sánchez Vázquez –español de nacimiento pero mexicano por adopción–, José Aricó, Ivone Gebara, Nicolás Casullo, Silvia Rivera Cusicanqui, Rita Segato, Horacio González, Eduardo Viveiros de Castro y tantos otros que siempre cruzaron mundo intelectual y compromiso social, cultural y político). «El lugar propio de la filosofía es el espacio público.» Siento que en América Latina casi siempre ha sido así. Tal vez en los años 90 del siglo pasado, cuando el neoliberalismo también se metió en la vida intelectual y académica de una manera arrasadora, cuando el Banco Mundial fijó la política de incentivos y categorizaciones y las estructuras universitarias aceptaron el camino de la rentabilidad de los conocimientos como legitimadores de recursos y de líneas de investigación que perdieron su independencia y su autonomía, la filosofía –y las humanidades en general– se replegó hacia la esfera institucional abandonando, en gran medida, el espacio público. De todos modos, la profunda desigualdad de nuestro continente volvió problemático ese repliegue supuestamente confortable. El giro de principios de siglo encontró a varios de nuestros países viviendo una renovación de la política y un desafío, en soledad a nivel global, al neoliberalismo. En ese acontecer conflictivo sobre todo en Sudamérica se reanudaron los vínculos, siempre complejos y nada sencillos, entre el espacio público y la vida intelectual. La discordia política metió la cola del diablo en el mundo de la cultura y en el interior de las universidades de un modo como no podía suceder en las academias de Europa y Estados Unidos, que definitivamente parecían haberse plegado a las demandas del mercado.
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