Creímos que podíamos vivir, si éramos parte del contingente de privilegiados, en un invernadero. Protegidos de la intemperie climática, del calentamiento global, de la miseria creciente, de la violencia y de las pestes que diezmaban a los pobres y hambrientos del mundo. El invernadero se rompió en mil pedazos no por la fuerza de una humanidad en estado de rebeldía sino por la llegada de organismos infinitesimales e invisibles capaces de penetrar por todos los intersticios de una sociedad desarmada y desarticulada que hace un tiempo decidió vivir bajo el signo de «sálvese quien pueda». El virus nos recordó de modo brutal que esa es, también, una quimera insolente, otra fantasía de un sistema aniquilador.
Porque el neoliberalismo, y no nos cansaremos de decirlo, es mucho más que la financiarización del capitalismo, su momento zombi en el que ha puesto el piloto automático que nos lleva directamente hacia la consumación de la catástrofe; el neoliberalismo se ha sostenido y expandido gracias a una profunda y colosal captura de las subjetividades. Valores, formas de la sensibilidad, prácticas sociales, costumbres, sentido común han sido atravesados y reescritos por la economización de todas las esferas de la vida. Y es en el interior de una sociedad fragmentada y desocializada por donde se cuela, a una velocidad vertiginosa que nos deja impávidos, la potencia del virus y su capacidad para infectar nuestras vidas. Enfrentados a un retorno de lo real monstruoso, cuando las certezas colapsan y los imaginarios dominantes ya no sirven para apaciguar nuestra angustia, es cuando nos vemos impelidos a construir viejas y nuevas prácticas que habían sido desplazadas por un sistema de la hipertrofia competitiva e individualista: reconstruir lo común, el ámbito de la sociabilidad solidaria y del reconocimiento. Revitalizar la dimensión de lo público y del Estado como garantes de un principio genuino de igualdad democrática, y expropiarle a la insaciabilidad del capitalismo neoliberal el derecho a la salud pública, gratuita y de calidad. Aprender, a su vez, de esta pandemia que nos muestra los límites de un orden económico y tecnológico que no sólo profundiza las desigualdades, sino que también ha generado las condiciones para la degradación cada día más inexorable de nuestra casa que es la Tierra. Un virus que nos pone a prueba como sociedad y como seres humanos que necesitamos reaprender a cuidarnos y cuidar la vida que nos rodea y que nos permita seguir soñando un futuro.
El coronavirus en los márgenes[1]
Pastora Filigrana García
En Huelva, la crisis sanitaria del COVID-19 ha coincidido con la campaña de recolección del fruto rojo, la famosa «fresa de Huelva». Durante los meses de marzo a junio, la comarca fresera onubense produce en torno a 300 mil toneladas de fresas gracias al cultivo de invernadero, lo que aquí conocemos como los «plásticos». Esta ingente cantidad representa el 95 por 100 de la producción española, destinada en un 70 por 100 a la exportación a Europa. La mata de la fresa no es un olivo que puede zarandearse con una máquina para recoger el fruto; la fresa requiere manos. Se calcula que durante los meses de recolección se necesitan más de 80 mil trabajadores agrícolas. Las manos las ponen la población autóctona de Huelva y miles de trabajadores y trabajadoras inmigrantes. Una parte de esta mano de obra está constituida por las mujeres marroquíes contratadas en origen, que se desplazan hasta Huelva para la recolección. El año pasado llegaron 14.500 jornaleras marroquíes, pero este 2020, debido al cierre de fronteras decretado por la crisis sanitaria, casi 10.000 mujeres han dejado de venir. Sin duda, esta falta de mano de obra conllevará nuevos equilibrios entre los intereses de la patronal y los trabajadores. La primera se ve abocada a contar con el ejército «de reserva», conformado principalmente por trabajadores africanos, subsaharianos y magrebíes que habitan los asentamientos chabolistas que proliferan en los pueblos freseros de Huelva. Se calcula que en estos asentamientos sobreviven durante la campaña de recolección entre 4000 y 5000 jornaleros inmigrantes, sin agua ni suministros básicos, a la espera diaria del jornal. Este año, como faltan manos, puede que haya más jornales, al menos para los que tienen permiso de trabajo. El resto, los «sin papeles», seguirán levantando la voz por una regulación extraordinaria por la emergencia del COVID-19 y por acceso al agua en los campamentos de chabolas donde se han visto confinados a estar durante la crisis sanitaria. Sin agua, sin trabajo estable y sin libertad de movimiento.
Ni uno solo de los 43 artículos del Real Decreto de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19 da respuesta a la situación de los temporeros africanos[2]. El Real Decreto garantiza una prestación por desempleo a todos los trabajadores que se vean afectados por la suspensión de contratos de trabajo (ERTE) debido a la crisis sanitaria, pero y ¿los trabajadores y trabajadoras que no tengan un contrato de trabajo que puedan suspender?
En España la economía sumergida representa el 25 por 100 del PIB[3]. La economía sumergida de un país es difícil de medir, ya que precisamente se nutre de actividades que escapan a los controles estadísticos. También sabemos que estas cifras representan realidades muy diferentes, desde los pagos en negro de transacciones inmobiliarias hasta los trabajos sin contrato en sectores como la hostelería o el de las tareas domésticas. Son estas personas trabajadoras de sectores sumergidos y precarizados las que padecerán el impacto de la crisis económica originada por la pandemia con escasas o nulas ayudas públicas para afrontarla. Las personas más pobres se empobrecerán más.
Las trabajadoras del servicio doméstico y las cuidadoras son uno de los colectivos más desfavorecidos por la normativa laboral y cuya situación se ve más agravada en el actual contexto. El trabajo doméstico está regulado por un régimen especial de la Seguridad Social que reconoce menos derechos que el general. Así, las trabajadoras domésticas no tienen reconocida prestación por desempleo, y ahora, cuando pierdan el empleo a causa del COVID-19, tampoco cobrarán el paro[4]. A esto hay que sumar el porcentaje que no tiene alta en la Seguridad Social, las que trabajan en negro, que dependerán de la «buena voluntad» de la parte empleadora para mantener su puesto. Por otro lado, el trabajo de cuidados ha sido históricamente invisibilizado y precarizado y, por tanto, realizado por las personas con menor capacidad de elección, las más pobres. En la actualidad, son las mujeres inmigrantes sin permiso de trabajo las que se ven abocadas al trabajo doméstico en condiciones de mayor precariedad. Ninguna medida contra el COVID-19 suavizará el impacto de la crisis en la vida de estas mujeres. De nuevo se evidencia que este sistema económico no puede reconocer el trabajo de cuidados porque su propia existencia lo pondría en evidencia. Se levantaría el telón y se descubriría el secreto: que la producción no se mantiene si no existen cuidadoras, y que repartir con ellas la riqueza que su trabajo genera supondría una nueva distribución de la economía que impediría las ingentes cantidades de acumulación de capital en manos de los más ricos. Esta crisis lo pone una vez más de manifiesto.
No son las únicas. El fraude y la precariedad en el sector de la hostelería son generalizados en Andalucía, con un 52,4 por 100 de temporalidad y un 36 por 100 de parcialidad[5]. Más allá de las estadísticas, lo que vemos en nuestros pueblos y ciudades como norma general son incumplimientos de los convenios respecto a salarios y descanso, y fraudes en la Seguridad Social –darse de alta 4 horas y trabajar 12 es la norma–. Los trabajadores y trabajadoras de la hostelería que se vean afectados por un ERTE durante la crisis sanitaria recibirán un 70 por 100 de su salario, pero normalmente su salario en nómina no coincide con el real por causa del fraude generalizado, por lo que un ERTE supondrá que muchas de estas personas cobrarán ínfimas prestaciones durante la crisis sanitaria. Sería innumerable la casuística