Durante sus años de actividad profesional, Almodóvar fue estilizando su representación de lo grotesco. La desopilante propaganda de las innovadoras Bragas Ponte en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón pretende transformar lo grotesco en algo irónicamente “refinado”. En el romántico ambiente del anuncio (alterado por un aside de la actriz que confiesa su necesidad fisiológica) un voice over promociona las bragas Ponte –excelentes, puesto que “contienen una sustancia que transforma el olor de [los] pedos en el perfume más delicado”–. Y no solo eso, ilustra eróticamente la publicidad, “las bragas Ponte, cuidadosamente enrolladas, pueden hacer la función de un apasionado compañero”. Almodóvar no prescinde en sus películas de las ambientaciones y los temas íntimos; muy por el contrario. Los escoge puesto que el baño y la cocina son “lugares de privilegio en los que es imposible mentir”, como sostiene Francisco Zurián (2013b: 46). De ahí los frecuentes episodios escatológicos en la filmografía almodovariana, como la escena de Pepi, Luci, Bom donde Bom orina sobre una Luci estremeciéndose de placer, o el distintivo olor de las flatulencias por las que Raimunda reconoce a su madre en Volver, ejemplos que denotan hasta qué punto la herencia de Rabelais en lo referente al “bajo mundo” corporal está presente en el cine de Almodóvar.
Años después, La piel que habito incluye una secuencia corta y aparentemente intrascendente, ahora de otro tenor grotesco. Allí dos hombres llegan a una tienda de segunda mano para dejar una valija de vestidos de mujer usados. La dueña, que en pocas horas estará desolada por la desaparición de su hijo Vicente –aunque lo recuperará meses después, “resucitado” en un cuerpo de mujer contra su voluntad–, asoma su cabeza por una ventanilla en alto que le sirve de marco. Por la reacción de la mujer, es obvio que no es la primera vez que Agustín (interpretado por Agustín Almodóvar), entrado ya en años y en carnes, se acerca a la tienda con el mismo objetivo. Él mismo anuncia que viene definitivamente a dejar la ropa “de su mujer; que esta vez sí, los ha dejado”. Intercambiando una mirada de sobreentendidos con su empleada, la dueña de la tienda, seguramente acostumbrada a que los vestidos vayan y vuelvan según fluctúa la identidad sexual de su cliente, le responde con un: “la verdad, es que no tenemos tallas de gordas”, frase que encierra una mezcla de afecto y diversión. La festiva reacción inicial de la platea al rechoncho cliente que, pese a su calva y sus arrugas, no termina de asumir su travestismo, “se vuelve de repente problemática [puesto que percibe] la aparición de algo muy en desacuerdo con lo simplemente cómico” (Thomson, 1972: 33). El espectador reacciona con una mezcla de regocijo y sinsabor dado que hay en esa escena algo “incompatible” (51); una incompatibilidad que adjudicamos a la dicotomía de atracción y repulsión que Philip Thomson describe como propia del grotesco cómico. Ese espectador, sumido en un estado híbrido de reacciones contrapuestas, conseguirá esclarecer la disyuntiva en cuanto pueda identificar en qué consiste la atracción y en qué la repulsión. En la secuencia grotesco-cómica elaborada por Almodóvar, deberá la audiencia esclarecer cuál es su aspecto hilarante –la ingenua excusa de un hombre avejentado y maltrecho de no necesitar ya los vestidos, porque su mujer “esta vez se ha ido para siempre”– y cuál su componente patético, e incluso trágico, determinado por la compasión de las vendedoras hacia esa persona incapaz de aceptar su identidad y la estampa de la madre, enmarcada en las alturas como en un altar sugerente del martirio de su hijo, que ella todavía ignora. La experiencia se asemeja, por ejemplo, al visionado de El jardín de las delicias (Hyeronimus Bosch, entre 1503 y 1515) o a la lectura de las primeras páginas de El Gólem (Gustav Meyrink, 2014 [1914]). La controversial erótica de El jardín de las delicias confunde emocionalmente al espectador con sus torturadas imágenes, bellas y monstruosas a la vez; personajes que yacen “en una posición solo asignable a marionetas y muñecos, con extremidades y cabeza en posición contra natura” (Thomson, 1972: 36). En el comienzo de El Gólem, Rosina está delineada de acuerdo con lo que Thomson denomina grotesco irónico. La adolescente, “de desnudos brazos blancos” y “pestañas de pelirroja [que] daban asco”, es la misma que agitaba el corazón del protagonista, mostrándole “su sonrisa desvergonzada de caballo de tiovivo”, arqueándose “voluptuosamente” cuando él la rozó en la escalera (Meyrink, 2014 [1914]: 13), una repulsiva y al mismo tiempo erótica descripción que, como dice Thomson, demuestra que “la intolerable e inextricable mezcla de incompatibles es un hecho de la vida. [Una realidad ambigua, pese a que] mucho del placer que genera la ironía es detectarla” (47).
Es interesante que Almodóvar haya escogido a Agustín para realizar esta escena. En su calidad de hermano y talismán cinematográfico, funciona aquí como su Doppelgänger. La sugerencia de su travestismo remite a las divertidas apariciones travestís del otrora joven Almodóvar junto con McNamara, pero su cuerpo mayor –como el de Pedro, también entrado en carnes y en años– suspende la intimidad escatológica de las excreciones corporales para derivar la atención al cuerpo en deterioro.66 Lo grotesco, como vemos, no necesariamente tiene que recaer en lo abominable. Harold Bloom sostiene en su compilación de cuentos del escritor estadounidense Sherwood Anderson que lo grotesco de los personajes de Anderson radica en la actitud emocional/intelectual de ellos y no en su exagerada o repulsiva morfología. James Schevill (citado por Bloom), y su definición de lo grotesco en la pluma de Anderson, ilumina el rol de Agustín en La piel que habito. Agustín es grotesco, no por una malformación o una anormalidad; tampoco es un personaje “escatológico”, como recién decíamos. El pobre, desconectado de su físico y de su lugar en el mundo, es “un hombre común, abatido por sus falsas ideas y sueños… una personalidad no integrada, aislada de la sociedad y a la deriva en su propia mente” (Schevill, citado por Bloom, 2003: 18).
9. Almodóvar y el kitsch
Según Matei Călinescu (1991 [1977]: 222), “la presencia de lo kitsch en países del «segundo» o «tercer» mundo es un signo indiscutible de «modernización»”. Como tal, en el cine almodovariano las manifestaciones del kitsch, utilizadas con “propósitos estéticamente subversivos e irónicos” (248), están destinadas a recuperar con amor la miseria cultural de la España tercermundista de la dictadura que el director vivió en primera persona. Un ejemplo de ello lo encontramos en el personaje de Ángel en La flor de mi secreto, como describiremos en el capítulo final.
Volver nos ofrece una interesante aplicación del kitsch a su línea narrativa. Allí, Agustina, lamentando la desaparición de su madre, quien partió años atrás para jamás regresar, dice llorosa y dirigiéndose a Paula: “¿Ves qué moderna era [mi madre]? La única hippie del pueblo. ¡Mira las joyas de plástico! […] ¡Un plástico buenísimo!” (Almodóvar, 2006b: 35; las cursivas son nuestras). Almodóvar evoca, con unas pocas palabras, las décadas de 1960-1970 en España, cuando el “hedonismo” triste de la clase media se reflejaba en el consumo de baratijas kitsch (Călinescu, 1991 [1977]: 239); cuando la muchacha “moderna” del pueblo era considerada “hippie” y sus pulseras “de un plástico buenísimo”, joyas. Roland Barthes (1999 [1957]: 105) sostiene en Mitologías que la moda del plástico señala “una evolución en el mito de la imitación”. Si la imitación siempre había tendido a reproducir a bajo costo objetos exclusivos, realizados en materiales nobles, que recuerdan su “origen mineral o animal” (105) como diamantes, sedas o pieles, el advenimiento del plástico ha abolido “la jerarquía de las sustancias” (106). El plástico lo reemplaza todo; “según parece [sostenía, si soñar cuán pronto existirían] se comienzan a fabricar aortas