Cuando nací algo debió de salir mal porque según me decía aita, tengo una malformación en la cadera que hace que mi pierna derecha mida bastante menos que la izquierda. Y no tiene arreglo, porque yo me negaba a ponerme esas botas de inválido para igualar las dos piernas y no parecer cojo. A veces pienso que esta enfermedad para toda la vida es una soberana injusticia. Porque no me puedo engañar, ya ha quedado claro que no tiene arreglo y no la podré vencer nunca. La única posibilidad para superarla es una especie de pacto con mi pierna (o sea, conmigo). Bueno también hay dos posibilidades más pero creo que son un poco absurdas: la resignación o la desesperación. La primera supondría aceptar que Dios existe y que él ha decidido que mi pierna derecha sea muy corta comparada con la izquierda. Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer que castigarme a mí, a Ander, un niño vasco de trece años, hijo de Joseba y de Leire. Por otro lado la desesperación me parece todavía más patética y me ha obligado a hacer continuos pactos con mi pierna a medida que iban pasando los años. No podía jugar a fútbol pero a cambio no me cansaba y lo que era más importante: nunca perdía un partido. Si llegaba tarde a la ikastola, la culpa siempre era de mi pierna. Sólo faltaría.
En aquel momento tenía trece años, casi catorce, pero a los cinco emprendí la primera gran aventura de mi vida. Me llevaron a Marsella para que me operara un médico que decían que hacía milagros; a pesar de ello, mi abuela aseguraba que los milagros sólo los hacía Dios (ella sí creía en Dios), que el médico intentaría arreglar lo que pudiera, pero de milagros, nada de nada. Fue un viaje maravilloso. Recuerdo que fuimos en la furgoneta blanca de aita y mi ama había alquilado un piso en Marsella porque teníamos que quedarnos unas semanas. Era en un pueblo pequeño que estaba cerca de la ciudad y de la playa, con una arena de un color diferente a la de Donosti, un muelle larguísimo, una explanada que bordeaba todo el paseo, un montón de hoteles y yo calculo que cientos de tiendas donde vendían desde toallas hasta cubos de playa.
Sí, soy cojo y no me gusta nada serlo. Supongo que es natural. Decía mi ama que con los años lo aceptaría, que incluso dejaría de pensar en ello como si fuera una gran desgracia y vería lo positivo de ser cojo. Pobre ama, no se daba cuenta de que ser cojo no tiene nada de positivo. Yo no quería que me dejasen sentar en el autobús, ni que me dieran una paga de invalidez cuando fuera mayor. Ni tan siquiera deseaba que mis padres compraran una planta baja para que no tuviera que subir tantas escaleras. Yo lo que quería era subir los peldaños a toda velocidad, dejar de hacer de árbitro y poder ser Arconada, que es el mejor portero del mundo. Pero lo que más deseaba era tener más amigos. Nadie quería jugar conmigo a fútbol porque decían los de mi clase que era como jugar con uno menos, que no podía ser, que igual que las niñas no podían jugar, yo tampoco. Porque al fútbol se juega para ganar, no para hacerle un favor a nadie. Yo los comprendía pero a veces pienso que podrían haberme dejado jugar, aunque fuera de portero. O como Maradona, ese futbolista del Barça que, como decía mi aita, con la pierna izquierda le bastaba para ser el mejor jugador del mundo.
Mi ikastola se llamaba Egunon, que quiere decir «buenos días». Yo me sentaba al lado de Egoitz, que probablemente era el niño más listo de la clase. También el más raro y callado. Por eso creo que era tan listo, porque venía a la ikastola, escuchaba mientras los demás nos distraíamos, se comía el bocadillo solo en el patio y se iba para su casa sin haber abierto la boca excepto para contestar a las preguntas de la señorita Arteche.
Mi silla estaba al lado de la ventana y aunque a mí me encantaba poder mirar a través de ella, la señorita Arteche me decía a menudo que la próxima vez que me pillara distraído me cambiaría de sitio.
A escondidas seguía mirando hacia el patio y lo veía gris y brillante bajo la lluvia, desprendiendo destellos de luz hacia la ventana. Hoy, como ayer, y como mañana, hacía frío y la señorita Arteche había encendido la estufa. Siempre hacía un frío que subía por los dedos de los pies y poco a poco iba llegando a la cabeza a través de los huesos. Recuerdo que llegaba a temblar como si tuviera ese aire gélido en mis entrañas.
A veces, mientras trataba de concentrarme en recordar las siete provincias vascas (porque había una que nunca me salía y era Lapurdi y me la repetía una y otra vez utilizando todas las artimañas posibles como de-le-tre-ár-me-la, LA-PUR-DI o más fácil, me decía DI-LA-PUR, pero al revés o repasaba mentalmente los ríos vascos), Egoitz se levantaba y entregaba el examen a los diez minutos de haber empezado, emitiendo una leve y socarrona sonrisa en mi dirección a pesar de que nunca me pareció que se riera de mí, y notaba que su ausencia, cuando se levantaba, dejaba un resquicio de aire frío que lograba envolverme y conseguía que empezara a tiritar hasta que volvía a sentarse. Jamás le pedí que me soplara alguna pregunta. Sé que lo estaba deseando y estoy casi seguro que lo habría hecho, pero me negaba a preguntarle. Decía mi aita que la dignidad de un Beguiristain está muy por encima de aprobar o suspender un examen. Y aunque me moría de ganas, jamás le pregunté nada.
A esa edad todavía no me había enamorado de ninguna chica, aunque según me contaba la abuela eso se sabe enseguida. Me decía la abuela que cuando me enamorase no tendría dudas y no pararía de sonreír durante todo el día. Que estaría siempre feliz. Aunque también me llegó a decir algo que no entendí muy bien en aquel momento. Decía la abuela que el amor genera deudas eternas. A estas alturas de mi vida sigo sin entenderlo.
Yo no sabía si era porque les gustaba a todos los niños de la clase, o si era porque realmente me había enamorado, pero había una niña que se llama Ane que cada vez que la miraba sentía algo extraño en el estómago, y me parece que cuando me preguntaba algo me ponía muy nervioso. Y había mañanas en que me despertaba y tenía la sensación de haber soñado con ella. Era la más alta de la clase y tenía la piel muy blanca y su pelo era rojo como la sangre. Parecía una muñeca como la que tenía mi ama encima de su cama. La recuerdo con un vestido de cuadros rojos que se deslizaba por sus caderas, mientras unos largos calcetines blancos conseguían que pareciera más alta, más inalcanzable. A veces, en clase, Ane miraba hacia atrás, pero siempre pensé que miraba a Egoitz y no a mí. Aunque en alguna ocasión me hacía dudar. Con mi habitual falta de autoestima, estaba casi convencido de que no podía ser, pero me gustaba fantasear con que era a mí a quien miraba. Una noche soñaba que era Arconada y todo Atocha coreaba mi nombre, y otra noche soñaba que estaba apoyado en cualquier pared y se aproximaba Ane. Y se aproximaba a mí porque en esa pared no había nadie más, y de cerca parecía mucho más bonita con el pelo rojizo casi oxidado y con sus mechones de cabello sudorosos en su carrera hacia mí. Yo la miraba y, como decía la abuela, me entraban ganas de sonreír y le decía en mi sueño:
—Soy Ander y te quiero.
Y le daba un beso.
En ese sueño, cuando acababa, siempre aparecía Egoitz mirando a lo lejos, agazapado entre algún árbol, sorprendido ante lo que acababa de ver. Luego, en mi sueño, salía mi aita y me decía:
—Bravo Ander, no lo has hecho mal.
Y me daba un golpecito en el hombro mientras yo no paraba de sonreír.
Siempre