caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
Luis Rosales, poeta granadino
Primera parte
1. Brooklyn, 2012
A los trece años llegué hasta aquí sin haber podido escarbar en mi pasado. Sigo despertándome con la misma imagen clavada en mis retinas, sin olvidar durante ni siquiera un segundo de mi vida, la cara de mi amigo Eloy, ese último instante retratado en mi memoria que consigue que mi rostro, ya con incipientes arrugas, se convierta en una amalgama de mirada triste coronada por una fotografía retenida en mi cerebro.
Desde hace algún tiempo han vuelto a aparecer los fantasmas en mi vida; apariciones, casi siempre nocturnas, de seres del pasado que tanto me atenazan y que no puedo erradicar de mi memoria. Entonces me despierto súbitamente en medio de la noche, como si mis recuerdos hubieran adquirido hábitos de instantáneas retenidas en mi memoria desde hace treinta años. Los malos presagios aparecen en noches rodeadas de colores oscuros en las que me siento como un vagabundo invisible para los demás, pero muy real para mí mismo. Durante esas noches pienso en cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que consiga olvidar el rompecabezas en que se convirtió mi vida, como si necesitara decirme imperiosamente que tanto llorar y lamentar lo que me tocó vivir hasta los trece años ha merecido la pena. Porque fue mi vida, al fin y al cabo, y fue el mundo temeroso que me encontré.
Mal empieza esta historia si sus primeras palabras ya hablan de ausencias y del miedo de un niño, y quizá percibáis ese aroma inelegante de presentarme con algo tan funesto como el fin de una vida, pero creo que es importante que sepáis qué me trajo hasta Brooklyn cuando tenía trece años. Desde entonces, he pasado casi treinta años como si pedaleara en una bicicleta, como si fuera un ciclista cogiendo las curvas de los Alpes a 125 kilómetros por hora, bordeando el arcén de una manera tan inhumanamente peligrosa que parece que desee que una piedra o una vaca se cruce en su camino y todos corriendo al tanatorio.
Últimamente he vuelto a ver a la noche con presagios de disparos, con niños que huyen del miedo, con amistades truncadas. Lo veo todo bajo un cristal resquebrajado en el que las gotas de la lluvia van cayendo hasta el borde y, como balanceándose al son de una nana, retoman de nuevo su camino hasta caer derrotadas al suelo. Pero aquí, en el bullicio de mis sabanas recién lavadas, busco el resguardo de las tormentas de mi vida. Tengo mucha suerte de tener a Laia a mi lado; su respiración acompasada y el rechinar de sus dientes me hacen compañía mientras dura el vendaval de mis pensamientos.
Es como si quisiera comenzar un viaje hacia la esperanza, esa palabra tan manoseada y que se ha convertido en un artilugio literario, más para utilizarla como un recurso estilístico que como una declaración de intenciones acerca de cómo vivir. Esperanza. Se puede ver en Internet, como requisito imprescindible para curarte ante cualquier contratiempo, o en las farmacias, que junto a las cremas milagrosas borran el paso del tiempo, o quizá entre las palabras del presidente de cualquier gobierno ante los problemas de la economía. Esperanza. Sin apellidos. Sólo Esperanza.
Mientras sigo en el balcón de mis sueños peleándome con las sábanas, que más que taparme me aprisionan, pienso en esa palabra: en la esperanza, en el incontrolable deseo de acabar con los recuerdos de un niño herido en una guerra que aún dura y para lo que, ya lo he decidido, necesito contarlo todo.
Quiero empezar a olvidar. Pero para poder empezar desde cero necesito que sepáis qué pasó en la cabeza de un niño vasco hace treinta años, en un pequeño lugar llamado Inchaurrondo. No creáis que ha pasado tanto tiempo, al menos el suficiente para curar las heridas que produce la muerte.
***
Quizá mi infancia convirtió en patria lo que no era más que una aldea de habitantes ciertamente primitivos. Tanto delimitar las fronteras, tanto elevar los muros a la altura de la luna, tanto machacarnos con ser habitantes de un pueblo milenario único en Europa, con un idioma del que aún hoy no se sabe su exacta procedencia, que lo único que consiguieron fue abrumar a los niños que sólo pretendíamos ser dueños de una pelota de fútbol.
Mi niñez caminaba habituándose a un concepto gótico de la vida, donde las hazañas de los gudaris nos eran contadas como auténticos cuentos de hadas y príncipes en medio de un bosque embrujado en el que el ogro tenía siempre un traje verde. El mundo comenzaba en Bizkaia, Guipuzkoa, Áraba, Lapurdi, Zuberoa y terminaba en Nafarroa Baja, porque al otro lado los espacios eran tan repugnantes que ningún niño habría osado atravesarlos.
Los paisajes de mis primeras visiones eran oscuras bifurcaciones que culminaban en el muro del cuartel de Inchaurrondo. La lluvia daba forma a una apoteosis del paisaje y el sentir las gotas de lluvia en mi rostro es ya una experiencia tardía. En mi casa de Inchaurrondo Alto no existían los paraguas; creo que es el lugar del mundo donde, teniendo en cuenta los numerosos días en que llueve, hay menos paraguas por habitante. Nos gustaba la lluvia y mojarnos constituía una experiencia liberadora. Nuestra vida estaba definida por los tenebrosos límites de una rutina impuesta por quienes nos dominaban. Los amos de nuestra vida. Hasta que apareció Eloy.
2. Inchaurrondo, 1983
El balón de cuero con el que Eloy jugaba a fútbol se lo regaló su amigo Blas. Fue su regalo de despedida cuando Eloy se marchó del pueblo, Atarfe, que está en Granada. El balón giraba de una pierna a la otra mientras le daba punterazos de rabia hacia la pared del muro del cuartel de Inchaurrondo. Ese balón era como el mundo, redondo, y en él dibujaba mentalmente dónde estaba situada Granada y dónde Inchaurrondo. A veces Eloy se sorprendía de que la distancia no fuera tan grande, apenas unos centímetros en el balón. Y sin embargo le parecía que se había mudado al otro lado del mundo. En el balón, ya gastado, podía ver el mar, que era el poco color blanco que le quedaba, y las montañas y los continentes, que eran los recuerdos de los punterazos que hacían mella en la pelota. Cuando tenía el balón entre sus pies conseguía olvidarse de que estaba en Inchaurrondo y, si cerraba los ojos, era capaz de jugar como si estuviera en Atarfe.
Algunos niños estaban sentados en el patio del cuartel viéndole pegar con fuerza al balón, hasta que alguno de ellos se atrevía a preguntar si podían hacer un partido. Nadie tenía un balón de cuero en Inchaurrondo. Decía su amigo Blas que era el mismo balón con el que Maradona hacía poesía con su fina zancada y sus dulces golpeos con la zurda. Eso de tener un balón de cuero en el cuartel de Inchaurrondo no era cualquier cosa. Aunque se tratara de un balón viejo. Si no, cómo iban a estar mirándole seis o siete niños esperando a que les dijera:
—Venga, vale, hacemos un partido.
Desde la ventana, Soledad, la madre de Eloy, miraba cómo jugaba. Verlo allí, tan cerca, le producía el sosiego que le faltaba por las continuas ausencias de su marido y tras el umbral de la ventana, ella también se transportaba a Granada, creyendo en vano que ese pedazo de terreno en el que jugaban a fútbol formaba parte de su particular imaginario de tierras cálidas, verdes, con aroma de aceitunas y jazmín. Un trozo de Granada transportado a Inchaurrondo. Su madre estaba siempre ahí, huyendo con la mirada a través de las montañas, de los ríos, de los pequeños pueblos y de las grandes ciudades, en una búsqueda vacilante pero sin tregua hacia su tierra. Donde reinaba la paz, el lugar en el que le preparaba el bocadillo a Sergio, el hermano de Eloy, tras dejar el uniforme de la Guardia Civil de su marido impoluto y planchado con arte como si fuera el traje de un torero.
—¿Pero qué haces mirando constantemente por la ventana? —le preguntaba Antonio, su marido, o cualquier vecina del bloque a Soledad.
—Pues ver a los niños cómo disfrutan detrás del balón. Me hace mucha gracia verlos ahí, sudando, riendo, como si no supieran dónde están.
Eloy creía que esto nunca le iba a pasar, que